2 de octubre de 2011

A QUIEN LE INTERESE

ADVERTENCIA PRELIMINAR

Existen en la humana conducta social, ejercicios y técnicas hasta cierto punto impudorosas para llamar la atención de otros sobre uno mismo.
En la infancia, esto consistía en ocasiones en golpear con estudiada displicencia el suelo con los pies, así como al desgaire, cuando uno quería que le admiraran los zapatos nuevos. Luego, a comienzos y durante la adolescencia (y bueno, también después), el asunto principal era arreglárselas de algún modo, para atraer la mirada de las muchachas de entonces, que siempre eran precisamente aquellas que a uno no le daban boleto.
Como sea, eran costumbres muy candorosas, y podríamos suponer sin grandes riesgos de equivocarnos, a menudo inútiles en extremo.
Mucho menos ingenuo es el estrépito del “autobombo”, que así se llama en chileno la práctica desvergonzada del autoelogio, y que en la esfera del exhibicionismo político y farandulero él suele alcanzar niveles evidentes de indecencia y estulticia.
Digo todo esto como frágil preámbulo justificativo de los textos que siguen a continuación. Ellos fueron leídos durante el acto de presentación de mi novela “Prontuarios y Claveles”, el pasado martes 6 de septiembre. Cometo pues, el impúdico acto de darle al “bombo” en causa propia. Sólo me resta agregar, como excusa final, que se trata de un bombo chiquito y sonido asordinado.

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PRONTUARIOS Y CLAVELES (1)


José Miguel Varas
Premio Nacional de Literatura


Este es un libro fácil de leer y difícil de comentar. Una de sus características más notable es la fluidez extraordinaria con que se desarrolla la narración, a tal punto que el lector se siente transportado, como por una escalera mecánica de un suceso a otro, de una página a otra. Y eso ocurre, aunque pasan cosas morrocotudas y aunque el narrador principal que es el escritor Jota-Jota Meruane no ahorra comentarios y opiniones sobre el Chile actual y el del pasado reciente fuera de múltiples alusiones culturales.
Este es un libro sobre el exilio y su autor es un exiliado. Me temo que para muchos compatriotas ésta no sea, precisamente, una recomendación. El exilio no tiene buena prensa en Chile. Los exiliados suelen estar rodeados de sospecha y, con frecuencia de envidia. Se estima que un millón de chilenos o algo así lo vivieron a lo largo de los 17 años de la dictadura, o más, repartidos en  unos 50 países de todos los continentes. En Chile el desconocimiento sobre lo que significa el exilio para quienes lo sufren es colosal.
Lo ha dicho con elocuencia y precisión el autor Omar Saavedra Santis, doblemente exiliado en Alemania por más de 30 años, exilio que inició en un pequeño país alemán que ya no existe, la RDA, y que luego continuó, sin moverse un milímetro del lugar donde estaba, en otro país alemán más grande y diferente del primero.
“Prontuarios y claveles” es una novela del exilio, de la picaresca del exilio. Pero también de la picaresca política nacional, o, más exactamente, del poder. Quedó atrás la época del heroísmo, de las gloriosas certezas y del futuro luminoso. La dictadura se desinfló sin dramatismo, muy a la chilena, y lo que vino después fue… lo que hoy vemos. Omar Saavedra Santis aclara que el exilio no es el único tópico de su literatura, ni siquiera es uno muy relevante, “pero no olvido que él es la circunstancia inicial y política que ha marcado toda mi existencia en la lejanía y bajo la cual ejerzo mi oficio de escritor con unas ganas muy parecidas a la pasión erótica”.
El escritor Jota-Jota Meruane, Juan José, personaje principal y autor de la intriga central de la novela, es un hombre sin ilusiones ni esperanzas, que en las páginas iniciales está considerando seriamente la posibilidad del suicidio y en las finales vuelve sobre el tema, aunque al mismo tiempo, en lo que cuenta y en lo que piensa predomina la mirada humorística, escasa en las letras nacionales. Escritor exiliado, se gana la vida escribiendo sesudas tesis científicas para estudiantes porros y artículos sobre variados temas en cuatro idiomas. A pesar de su escepticismo esencial, o existencial, Meruane confía en el poder de la palabra, y la peripecia que la novela relata demuestra que ese poder existe, aunque sus resultados resulten a veces imprevisibles.      
Todo gira en torno a la estrafalaria idea del insufrible Indalecio Puente de establecer una relación con la Presidenta Argentina Valdés (nombre no sólo improbable sino imposible)  con quien ha tenido un  encuentro fugaz muchos años antes, en 1976, y en la desaparecida RDA, donde ella estudiaba alemán en el Instituto Herder de Leipzig. Puente es un actor de talento, que alguna vez fue cura y también, en otro momento, militante comunista. Un pesado, un cargante, un bacalao, un “chanta” se dice hoy, a la manera rioplatense, para quien ser antipático es su forma natural de ser. Así lo ve Meruane. Lo cual no le impide secundarlo en su plan. Lo que se ha propuesto Indalecio es conmover a la Presidenta con una carta muy personal en la que se haga referencia a aquel encuentro ocasional (en el que no pasó nada más entre ambos, que tres piezas de baile) y se anude una relación que finalmente le permita a Puente conseguir una pega diplomática o similar de modesta categoría.
No hay para qué entrar en muchos detalles. La novela hay que leerla. Sí quiero destacar la habilidad y el talento con que el autor crea personajes, juega con ellos, los hace dialogar o, en última instancia los transforma. Meruane se va haciendo más complejo en el curso del relato, muestra una erudición sorprendente en materia musical, plástica y literaria y no es el mismo al final de libro. Tampoco Indalecio, quien descubre dentro de sí mismo –después de Meruane- y permite que salga espectacularmente del closet, el homosexual de su fuero íntimo. Frau Engelmann, la vecina alemana, una vieja chica, entrecana y pizpireta, cuya voz desde la casa de al lado paraliza a Meruane precisamente cuado se dispone a suicidarse lanzándose por el balcón, muestra atractivos insospechados y manifiesta un erotismo envolvente cantando con dulzura arias de óperas italianas que poseen cualidades   excitantes. En el libro encontramos dos personajes literarios del reino animal, con los que dialoga Meruane: el cuervo Edgar, que a todas las preguntas responde con un sepulcral "Nevermore"; y el robusto gato Rodolfo que trepa a lo alto del ropero de Frau Engelmann y sonríe de manera maligna como el gato de Cheshire en "Alicia en el país de las maravillas".
Particularmente interesante resulta Beatriz Walcott, la enana amiga y asesora de la Presidenta, que es como la voz de su conciencia, y de la de todos, incluído el propio Jota-Jota Meruane.

Libro curioso por su tema, por su estilo, por sus personajes, muy diferente de todos los que se escriben y publican en este tiempo, por la visión que transmite de una época, que es y no es la actual, y de un país llamado Chile donde muchos, o algunos de los exiliados de ayer viven con una sensación de extrañeza, sin terminar de posar los pies en tierra, una especie de segundo exilio.

                                                                 
PRONTUARIOS Y CLAVELES (2)

Cristian Montes Capó
Prof. Literatura Chilena Contemporánea
Universidad de Chile


1) La novela Prontuarios y claveles (2011) de Omar Saavedra Santis, tensiona y productiviza las complejas relaciones entre ficción y realidad. Su lectura posibilita entender de qué manera la ficción literaria se erige como un espacio privilegiado para develar ciertas condiciones de lo real, en este caso de la realidad chilena y de ciertos personajes claves en la historia del país. Demuestra así que la ficción literaria, no solo puede hablar por la realidad sino también complejizarla y hacerla, en definitiva, accesible al sujeto. A través de los mundos fictivos que las novelas configuran, y por la dimensión de la subjetividad que en ellas está más presente que en otras disciplinas, se logra alcanzar un develamiento de la realidad más iluminador del que logran otro tipo de discursos. Por tal razón los vínculos entre ficción y realidad no deben comprenderse como una oposición entre sus términos, sino como una relación de comunicación.

2) En consecuencia con lo anterior, es necesario enfatizar que  Prontuarios y claveles no pretender constituirse en un reflejo de la realidad chilena en tiempo del gobierno de Michele Bachelet. Sin embargo, es en la realidad histórica donde radica el impulso para construir justamente la ficción literaria. La motivación de la escritura y su proceso de gestación tiene por fin, en este sentido, tematizar una experiencia fundamental en el desarrollo histórico de Chile, como es la presencia de la primera presidenta mujer, situación que se liga a lo que ha ocurrido con Cristina Kirchner en Argentina, Dilma Roussef en Brasil, Laura Chinchilla en Costa Rica, entre otras mujeres que le han dado un sello y una vitalidad renovada al ejercicio de la política.  La inserción del tema del género permite visualizar las formas en que una determinada pertenencia sexual  se refleja en los modos de hacer política.
         En este contexto, el discurso de ideas del texto denuncia, a nivel implícito,  el oportunismo enquistado en algunas prácticas donde la autenticidad y la honestidad están ausentes de las conductas habituales. En este sentido, la eventual preocupación por el problema de las minorías sexuales, por ejemplo, aparece en el texto como un recurso para granjearse simpatías y profitar de los beneficios del poder. Respecto a los sucesivos gobiernos de la concertación y a la transición democrática, quien encarna la voz crítica en el texto, denuncia  “La obsecuencia de los gobiernos de la coalición democrática frente al poder militar”. La imagen del país que se denuncia es aquella que revela cómo Chile se fue convirtiendo en epicentro del neoliberalismo y de una “modernidad transgénica”. La pérdida de sentido histórico y de especificidad cultural generan, una crítica a una forma de convivencia signada por el narcisismo individualista y a “un país que hacía mucho tiempo había permutado su identidad por un reality show. “
        
3) En cuanto al aspecto constructivo de Prontuarios y claveles, la estrategia narrativa opta por la oscilación constante entre el presente y el pasado, puesto que allí están las claves, que, cuidadosamente dosificadas, permiten la comprensión de los acontecimientos descritos. Llama la atención en este proceso todo lo relativo a la construcción de los personajes, entendiendo por esto el conjunto de valoraciones, prejuicios, motivaciones y la densidad psicológica que los define. En esta configuración de caracteres, donde brilla especialmente el personaje llamado Beatriz, amiga y confidente de la presidenta, se hace evidente la influencia de la didáctica teatral y sus procedimientos de construcción de caracteres. Puede verse así, por ejemplo, en el caso del personaje Indalecio Puente, que su función se define como un proceso de autoconstrucción, es decir, de llegar a ser ese que en definitiva escoge ser, dadas las exigencias de la trama en la que se halla envuelto y de la cual es responsable. En Prontuarios y claveles es posible advertir la disposición del autor implícito de cautelar que los personajes nunca sean absorbidos por un lenguaje contrario a lo que verdaderamente son, puesto que su imperativo fundamental como personajes, es ser fieles a su propia biografía. La dimensión dialógica de la novela se nutre con las voces autónomas que pueblan la representación sin dejar que la voluntad autoral se imponga sobre personajes que ya han encontrado su lugar en el tejido dramático. Este aspecto del proceso constructivo de los personajes evidencia el dispositivo teatral responsable de la configuración de mundo. La presencia de la dinámica del teatro se procesa a la vez dentro del juego narrativo, puesto que, a nivel de la historia, los personajes deben actuar el personaje que van construyéndose. La comedia de equivocaciones en la que se hallan inmersos se une, además, a que tanto el narrador como su antiguo compañero Indalecio Puente fueron estudiantes de teatro en los años 1970, en los tiempos en que Allende fue electo.

4) Prontuarios y claveles tiene como aliado fundamental en la configuración de mundo la presencia del humor. La forma de narrar, las características de la perspectiva semántica, los dobleces de los personajes, la diferencia entre el modo que se perciben y cómo los procesa el lector, el tipo de imaginación involucrada, lo febril de los acontecimientos, el delirio de ciertas escenas, la figura que conforman los personajes, entre otros aspectos, refuerzan la idea de que el humor es, en definitiva, una forma diferente de procesar la realidad. La comicidad y la risa a ella asociada le otorga a esta dimensión carnavalesca del texto de Omar Saavedra el status de una auténtica catarsis y la capacidad de desacralización del mundo representado. La palabra indirecta, la polivalencia interpretativa, la ausencia de cualquier certeza autoritaria en la conciencia narrativa, encuentran su génesis en una enunciación eminentemente lúdica y lúcida. El humor y la risa, por lo tanto, son verdaderos dispositivos de desenmascaramiento del mundo, de los personajes y del sujeto escritural.

5) La escritura de Prontuarios y claveles es representativa de una condición de la literatura, entendida como mathesis, sugiriendo con ello la capacidad de contener diversos tipos de saberes al interior de la representación. En el caso de la novela de Omar Saavedra esta característica alcanza un particular despliegue, puesto que la enciclopedia cultural activada involucra saberes como la literatura, el arte, el teatro, la historiografía, la arquitectura, la política, entre otros. Dentro de esta imbricación hay, sin embargo, un saber que predomina y moldea una especie de discurso al interior del universo narrativo: la música. Las funciones que cumple en el texto dicha disciplina artística es variada y rebasa el nivel temático para configurarse como un potente elemento de significación. Es elocuente, al respecto que el repertorio que escucha el escritor Meruane está íntimamente ligado a  su estado de ánimo y a las cualidades performativas de la música. Escucharla y fusionarse en su universo sonoro deviene experiencia privilegiada para contrarrestar la precariedad del devenir cotidiano: “La música y la ópera lo desintoxicaban de las mordidas ponzoñosas que le asestaba la mediocridad nuestra de cada día”.
Para Meruane la música es una pasión que cultiva con la constancia de un melómano y de un coleccionista que compara versiones, establece juicios de valor respecto a las diversas interpretaciones y goza con la particularidad de cada una de ellas.
La música, sin embargo, no se asocia únicamente a situaciones serias o de sello sublime, sino que también productiviza el humor descarnado que cruza la novela. Elocuente, por ejemplo, son las arias de ópera que canta Frau Engelmann en los momentos del proceso amatorio y de exaltación erótica que, según Meruane, su amante eventual, eran francamente imposibles de olvidar.
Dentro de su pasión por la música, el personaje concentra su absoluta admiración en la figura de Mozart. En una concepción de mundo donde el tema religioso se limita a la  caricaturización de las formas en que la derecha cultiva una religiosidad para fines políticos y económicos, la admiración del protagonista por el músico austríaco alcanza resonancias que le adjudican la condición de un iluminado. Pertinentes al respecto son las reflexiones del filósofo Isaiah Berlin, quien señala que “Cuando los ángeles tocan para Dios, tocan a Bach. Cuando tocan entre ellos, tocan a Mozart”
Para concluir, quisiera enfatizar que la escritura de Omar Saavedra Santis activa un amplio dispositivo de recursos gramaticales, lingüísticos y estéticos, lográndose así un equilibrio perfecto entre la forma de narrar y los contenidos representados. La claridad conceptual, la sintaxis revisada hasta la perfección, la riqueza lexical y la  composición narrativa dan cuenta de una atención especial por la forma novela y sus potencialidades. Por otro lado, todo este rigor lingüístico, la técnica narrativa privilegiada y la elaborada inteligencia que sostiene la ficción no evidencian el esfuerzo y el trabajo sostenido en el momento de su producción. El estilo desplegado en Prontuarios y claveles revela una condición que en la estética del romanticismo  se definía con el concepto de gracia, es decir una cualidad donde dicha cualidad que alcanzan algunos artistas enmascara y disimula el trabajo que hay detrás. Tras la facilidad con que se nos muestra el acto artístico hay un ethos que lo configura, pero que en la dinámica de la gracia jamás debe mostrarse. En la novela de Omar Saavedra la técnica narrativa actúa en contrapunto con un cierto y necesario olvido de la misma. De esta manera, rigor y sentido artístico convierten a Prontuarios y claveles en un objeto artístico donde la calidad escritural establece un poderoso contrapunto con la solidez en la forma de articular una sugerente visión de mundo.

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MIS AGRADECIMIENTOS

Omar Saavedra Santis

Desoyendo las muy precisas instrucciones de mi entrenador en estos asuntos chilenos de públicas relaciones, no voy a referirme a las particulares circunstancias, objetivas y subjetivas, bajo las cuales esta novela por fin aquí presente, fue gestada y nacida, hace ya un par de años, en una ciudad lejana y distinta en mucho de esta en que ahora nos encontramos. Para tranquilidad de ustedes, sólo voy a seguir aquella sugerencia que me recomendaba brevedad.
Una reminiscencia al margen y sin ninguna malignidad: un buen conocido mío y pintor de arte, cuando nos invitaba a su atelier a admirar sus últimas creaciones, tenía la costumbre, frente a cada cuadro suyo que nos presentaba, de entregarnos una dilatadísima y minuciosa aclaración de lo que habían sido sus motivos, intenciones, convicciones, objetivos, fundamentos, principios, razonamientos, emociones, ángeles y demonios que lo habían llevado a pintar lo que había pintado. A menudo eran los suyos esclarecimientos y análisis tan atractivos que terminaban por hacernos relegar sus cuadros a los páramos del olvido. Por lo tanto, mi reticencia a referirme a este libro ni con recuerdos ni explicaciones de ningún tipo justificativo, obedece a la simple y resignada convicción que, como autor, no considero una práctica muy meritoria, eso de andar ofreciendo servicios extras de postillón a los posibles lectores que se aventuren por mis páginas.
Permítanme agregar en esta parte una archisabida simpleza axiomática: para que un libro sea libro debe cumplir con dos condiciones esenciales, primero debe ser escrito por alguien y luego leído por otro. Creo no pecar de falsa modestia, cuando me atrevo a suponer que de ambas, es la primera condición la más fácil de cumplir, pues sólo requiere del solitario empeño del autor. Mucho más compleja me parece la segunda condición, porque para que ella se cumpla es menester que lo escrito por el autor se transforme efectivamente en un libro. Por cierto me estoy refiriendo al viejo libro de papel, un objeto cuyo futuro la mórbida modernidad digital ha ido llenando de interrogantes agoreras. Pero ese es un tema para otra ocasión. Hoy quiero referirme a las dificultades cada vez mayores que, en países como el nuestro, presupone la conversión de un manuscrito literario en libro. Son estas a mi juicio, dificultades múltiples de ninguna índole técnica y mucho menos de exclusivo arbitrio editorial, sino de carácter estrictamente sistémico-ideológico, (para utilizar una expresión tan “endemoniada” como demodé.)
Digo esto, porque por obra y desgracia de nuestra esperpéntica concepción de modernidad, también el libro -como tantas otras cosas que algunos alucinados considerábamos y nos emperramos en seguir considerando una necesidad inalienable del proceso de humanización del Hombre-  también el libro, digo, ha mutado en una mercancía más en el trapicheo omnímodo en que ha devenido nuestra existencia y razón de ser. Ni siquiera una de mucho valor intrínseco, ya que hablamos de una mercancía, a la que la avasalladora industria global de la comunicación y el comercio cultural le ha ido asignado un rol cada vez más prescindible en el negocio de conquista, domesticación, compra y venta de conciencias, al detalle y al por mayor, que se realiza en las vastas dimensiones sin fronteras del cyberspace.
Desde su mera nacencia han sido muchos los avatares que el libro ha debido y debe enfrentar antes de convertirse en uno (y también después). Ocurre a veces, cuando algunos de los que lo escriben aún están vivos (sin que esto signifique necesariamente que lo sean), esta sola contemporaneidad los condena a compartir el destino incierto de sus criaturas. Sobre esto decía Brecht en las cuatro líneas de una de sus “Elegías de Hollywood” en 1942: (permítanme que las lea primero en el idioma en que fueron pensadas y escritas, digamos como un pequeño saludo a una lengua, un autor y una cultura con los que estoy endeudado para siempre):


Jeden Morgen, mein Brot zu verdienen,
Fahre ich zum Markt, wo Lügen gekauft werden.
Hoffnungsvoll
Reihe ich mich ein unter die Verkäufer
.”


En castellano, esto suena más o menos así:

Cada mañana, para ganarme el pan,
Viajo al mercado donde se compran mentiras,
Lleno de esperanzas,
Tomo mi lugar entre los vendedores”.

Tal estado general de cosas que atañen al libro se hace particularmente difícil, aquí, en la fértil provincia y señalada en la región antártica famosa. Creo no cometer ningún delito de leso patriotismo, si ahora, a propósito de esto, saco a colación la opinión de varios poetas y escritores nuestros, partiendo por Huidobro, cuando dicen que este es un país donde, culturalmente hablando, se vive de manera muy precaria. De esta congénita precariedad republicana nuestra, dio también cuenta en sus días el porteño de Buenos Aires, Roberto Arlt; y si alguno quisiera poner en duda su argentina objetividad para referirse a nuestras chilenas miserias, agrego que hace muy pocos días, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt, en su acostumbrado tono patricio recordaba y hacía suya esa desoladora estadística aproximativa que cifra más o menos en dos mil el número efectivo de lectores de libros existentes en Santiago, una ciudad de ocho millones de habitantes. Esta precariedad de la que hablamos se hace patética cuando el director saliente del Museo Nacional de Bellas Artes advierte que la principal tarea del próximo director será “salir a la calle a buscar plata”. Esta precariedad se torna ofensiva y obscena cuando se escuchan las estruendosas salvas de palacio con que se anuncian y celebran los porcentajes de nuestro sostenido crecimiento económico. Y esta precariedad alcanza ribetes siniestros, cuando precisamente la secretaria ejecutiva del Libro y la Lectura de nuestro Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, propone una delicada solución final al conflicto estudiantil que vivimos en estos días, con una conocida frase cuchillera referida a su principal dirigenta: “Muerta la perra, se acaba la leva”.
Si esta precariedad nuestra de cada día no alcanza a convertirse en desesperanza, es sólo gracias a que todavía nos quedan algunos porfiados en el país que insisten en pintar de azul los hospitales, que se empecinan en darle gracias a la vida, o que desde la escena se preocupan de asegurarnos que esta vida es sueño por vivir; sin olvidar, por supuesto, a los anónimos artistas que se niegan alegremente a capitular ante el adocenamiento de la trivialidad dominante y se arriesgan a garrapatear en los muros ciegos de la prepotencia política: “las putas al poder, sus hijos fracasaron”.
Para terminar estas marginales divagaciones, quiero decir que si esta novela mía se transformó en el libro que hoy lanzamos a alguna parte, sólo fue posible gracias a la solidaridad moral y práctica de aquellos amigos, encabezados por Enrique Fernández, con los que compartimos la certidumbre de que una vida sin libros “sería un error”. (Que es lo que Nietzsche, con la máxima justicia, dice sobre la música). Quiero agradecer también la prolija y bondadosa lectura que ha hecho Cristian Montes de estos “Prontuarios”, y las palabras de José Miguel Varas, a quién le debo, en muchos sentidos, mucho más de lo que él imagina. Y agradecer finalmente vuestra presencia en este pequeño acto ceremonial, para compartir este breve ejercicio de humanidad llamado libro.

Santiago, 6 de septiembre del 2011




           


4 de marzo de 2011

CRÓNICA POLICIAL


ROMA LOCUTA,
CAUSA FINITA

En materia de récords de cualquier tipo, dignos de ser registrados por la memoria humana, este país de los chilenos no tiene mucho que mostrar. Destacable es por cierto en las estadísticas de las plusmarcas mundiales nuestro dúo Nobel de premios. De literatura, se entiende. Esta área testimonial de nuestro ser y quehacer creativos, junto a aquella más controvertida de la lucha por la Paz y/o los Derechos Humanos, es la única en la que algún habitante del subdesarrollo tiene aún –con o sin méritos- la opción de disputar una medallita y un chequecito con cargo a las utilidades de la dinamita. Las otras disciplinas, las “duras”, son de competencia única y exclusiva del llamado primer mundo.
Existen sin embargo algunos otros ítems de la curiosidad comparativa, en el que el país de los chilenos disputa el liderazgo en el catálogo de récords con números y cifras del asombro triste. Somos, por ejemplo, uno de los países que ha padecido una de las dictaduras militares más longevas e inicuas que registra la historia de América Latina. Una, además, de secuelas tan visibles para el cuerpo y espíritu de nuestra alfeñique democracia como todas las que son consecuencia de una lobotomía hecha con sables.
Además, en lo que respecta a la Natura misma que nos rodea, nuestro aporte nacional a la convulsiva actividad telúrica del planeta es de una preeminencia más o menos categórica. Sí, estamos parados – o tratamos de estarlo- en un piso que nunca termina de moverse. Sin ir más lejos, hace poco se acaba de conmemorar (el actual presidente habló de “celebrar”, pero quizá se trató de uno de sus tantos lapsus brutus) el primer aniversario de nuestro último terremoto de intensidad bíblica, que vino a corroborar esta merecida fama nuestra de país movido. No fue el primero y podemos asegurar con cierta certeza que está lejos de ser el último o el más apocalíptico.
Algo menos conocidos, porque tal vez poco importantes y nada novedosos, son los temblores, digamos, éticos que también suelen sacudir con singular regularidad los cimientos de nuestra chilena sociedad. Los más se originan, como es de esperar, en los espacios subterráneos de la actividad política, económica, militar-policial, judicial y eclesial. Aquellas oquedades a las que muy rara vez llega la luz del día. Pero suele ocurrir que en esas regiones se producen, de vez en cuando, explosiones endógenas que erupcionan violentamente hacia el exterior. Se abren entonces grietas en el pulcro mármol público de esas institucionalidades por las que se escurren riachos de la mierda secreta acumulada en la oscuridad de sus intestinos. Cuando ello ocurre una cantidad de trapitos mugrosos se asoman al sol. De este modo volvemos a enteramos, muy fugazmente, de lo que ya sabíamos de similares erupciones anteriores, que, como le susurra Marcellus a Horacio “algo podrido hay en Dinamarca”.
Uno de estos temblores más siniestramente pintorescos es el que acaba de ocasionar la sentencia vaticana de la Congregación para la Doctrina de la Fe en contra del cura Fernando Karadima, (algunos lo llaman “padre” vaya uno a saber por qué), por los delitos de abusos (sexuales) en contra de menores, así como de “abuso de ministerio” y delito contra “el sexto precepto del Decálogo”. Lo pintoresco –y esto sólo hasta cierto punto- de las terremóticas sacudidas que el caso Karadima ha provocado en el  pequeño universo  de nosotros los chilenos es que nos ha dejado entrever el rostro desencajado por el pavor de nuestra derecha católica más rabiosamente integrista. Los mismos rostros de las mismas “buenas familias” que ayer permanecían impávidos antes los crímenes indecibles de la dictadura militar, se deforman hoy con muecas de horror al descubrir que a uno de sus preceptores morales más confiables le gustaba jugar con caquita propia y ajena. Precisamente el adalid primo de la tradición, de las buenas costumbres  y  del inmutable orden divino de las cosas, había sucumbido en la lucha eterna del Bien contra el Mal ante algo tan sucio y crapuloso como el tráfico carnal al margen de las ordenanzas católico-divinas. ¡Y más encima, como si esto fuera poco, con personas del mismo sexo!
Lo pintoresco del caso Karadima, y al mismo tiempo grotesco pero de ningún modo sorprendente o casual, ha sido observar el esfuerzo desesperado con que, desde un comienzo hasta el amargo final, la gran mayoría de sus feligreses y la jerarquía eclesiástica local cerraron filas en torno al anchorman de su fe, como si fuera este un caballero cruzado que no podía caer en mano de los infieles para ser devorado por el Moloch del racionalismo ateo. Mucho menos pintoresco y mórbidamente sobrecogedor resulta enterarse del poder mental cuasi omnímodo que este ministro de Dios ejercía sobre sus víctimas, al punto de obnubilar en ellos cualquier capacidad de discernimiento propio, para someterlos a la potestad absoluta de sus deseos y arbitrios. Aunque para algunos tal vez risible, no deja de ser inquietante la oscura fuerza de persuasión de un cura que durante décadas es capaz de convencer a mancebos acólitos suyos, que hacer o dejarse hacer una pajita, penetrar o dejarse penetrar por un “hombre santo” como él, de alguna manera también los santificaba. Aunque utilizar a Dios como chulo no es precisamente una novedad en la historia universal de la infamia, nunca deja de asombrar que como método de seducción sexual siga funcionando aún en este tiempo descreído.
Ya en los comienzos del pasado siglo XX, en sus estudios sociológicos de la religión, Max Weber hablaba de los “líderes carismáticos” que surgían al interior de las creencias religiosas y sus prácticas. Son los que suelen encabezar los procesos de fanatización por los cuales una fe deviene en secta. Sin duda Fernando Karadima era uno de esos líderes. Sin embargo este especial fluidum carismático suyo no sólo le servía de lúbrico lubricante (perdón por el cacofónico pleonasmo) para aceitar las tiernas carnes que eran objeto de sus apetitos. También le servía para mantener bien engrasados los tragamonedas de su parroquia de El Bosque, llamada del Sagrado Corazón de Jesús. Asunto no menor, si se miran las cifras visibles en el haber de la parroquia y de la Pía Unión Sacerdotal, asociación fundada hace cuarenta años por Karadima y que él convirtió en una fundición de oro y obispos. Son haberes avaluados en algunos millones de dólares y que durante la” dirección  espiritual” de Fernando Karadima eran prácticamente de su libre disposición. Pero en verdad, no se trata de nada nuevo bajo el sol. Las dos grandes “D” de la abstracción humana, Dios y el Dinero, suelen operar cooperativamente cuando se trata de ganar almas y bolsillos para sus respectivas causas.
La sentencia vaticana aspira a poner punto final al caso Karadima. Con seguridad así será. Como lo fue en el caso de Monseñor Francisco José Cox Hunneus, obispo de La Serena, condenado por Roma por delitos similares a los cometidos por su hermano en Cristo en la parroquia de El Bosque. También el caso de Marcial Maciel palidece y se cubre poco a poco del polvo pío del olvido. Larga es la lista de delincuentes con sotana y larga la desmemoria que los ampara hasta el momento de su reincidencia. Los juicios penales y civiles en contra de Fernando Karadima, si ellos llegaran a tener lugar, desaparecerán en algún recodo de los arenosos laberintos judiciales sin dejar huellas. Sólo hay que darle tiempo al tiempo para que esto ocurra. Y como sabemos, el tiempo es un joker que la Iglesia, la Una, la Católica, Apostólica y Romana maneja con una habilidad que no es de este mundo.

18 de febrero de 2011

TITULOS DE DIARIO

        INVIDIA


Silvio Berlusconi.
Todos, especialmente los italianos, creen conocerlo al Onorevole Presidente del Consiglio dei Ministri della Repubblica Italiana, al Cavaliere del Lavoro, al capo di tutti capi. Así lo creen porque encuentran su rostro inevitable en la primera página de todos los diarios, en los noticieros de la mañana, la tarde, la noche, de ayer, de hoy y de mañana. Porque reconocen su sonrisa esculpida en palo doquiera la vean, que brilla y resplandece aún en la oscuridad más profunda.
Todos saben que este uomo d'onore, además de su sonrisa, es dueño de una fortuna inmensa, pero desconocen las dimensiones exactas de sus tesoros y nada saben de recetas, ingredientes y modos con los que tal riqueza fue amasada. Todos saben que cuando la situación lo exige el brazo derecho del susodicho se convierte en un misil crucero de altísimo poder explosivo, pero desconocen su alcance real y todos coinciden en que lo mejor es no conocerlo. Todos saben que las pasiones y ambiciones son parte esencial de todo hombre público, pero la mayoría coincide que en el caso de Berlusconi, estas conforman una patología excesiva aún en los mórbidos meandros del poder político. Con orgullo inaudito él mismo proclama con su dentífrica sonrisa de muñeco de película de terror: “¡Soy la persona más perseguida de todos los tiempos por la justicia en todo el mundo!”[1] Las estadísticas le dan la razón. Los fiscales y jueces que han iniciado procesos judiciales en su contra constituyen legión. Si se mira la muy extensa lista de los juicios a que ha sido sometido, no existe prácticamente ni un área del delito penal y civil que Il Cavaliere haya dejado intocada. En todas las salas de los tribunales italianos, sobre la testera de los jueces, se puede leer una consigna tan solemne como patética: “La legge è uguale per tutti” (“La ley es igual para todos”). Igual de patética que el artículo 3 de la constitución de la República Italiana, que asegura a los desavisados que ante la ley todos gozan de la misma dignidad, sin distinción de sexo, raza, lengua, religión, opinión política, condición política o social. Ciertamente Berlusconi no es el único que ha demostrado que tales preceptos apenas si valen como practical jokes, pero con seguridad es el personaje más emblemático de todos aquellos intocables que –por supuesto no sólo en Italia- hacen de la ley un mojoncito de plastilina para modelar monitos a su propia imagen y semejanza. Pero ha ocurrido también que por alguna razón extraña, la ley ha mostrado a veces poca ductibilidad ante los deseos del Cavaliere, y lo ha puesto al borde de la incomodidad. En tales casos il caro signor Al Tappone (como lo apodó algún chusco cuando a Berlusconi se le antojó usar un delincuencial sombrero panamá) no ha tenido mayores problemas en hacer derogar la ley incómoda y reemplazarla por otra a la medida de sus necesidades. Para esto ha contado y cuenta con la mayoría de un parlamento que él ha convertido en una filial más de alguna de sus mil empresas.
Los italianos saben que su Berlusconi es el que es, aunque no sepan exactamente quien es. Saben bien que las sombras del Cavaliere son frondosas, largas e impenetrables. Saben que es uno de aquellos que después de estrechar la mano de uno de sus votantes, este tiene que contarse los dedos de vuelta para ver si le falta uno. Sin embargo son esos mismos votantes los que, desde 1994 hasta la fecha, le han dado cuatro veces a Silvio Berlusconi la mayoría parlamentaria que él necesita para seguir ejerciendo la mueca de su sonrisa eterna en el laberinto de espejos deformantes en la feria de entretenciones de nuestra modernidad democrática. Un curiosum inmobile que, después de su último triunfo electoral el 2008, Berlusconi mismo explicó ante la prensa con el desparpajo desopilante de los Elegidos. Según él, la receta de su éxito es la envidia. Los italianos lo votan porque lo envidian. Envidian su dinero, su poder, su vida privada, sus triunfos, su ser. Y remató sus razones con una frase para la que aun no ha sido fundido el bronce en que debe ser vaciada: “Gli italiani sono coglione!”. (“¡Los italianos son unos boludos!”). Sus votantes, la mayoría del electorado, lo aplaudió a rabiar.
Hoy, Il Cavaliere enfrenta en Milán un nuevo proceso. Esta vez por práctica y fomento de la prostitución con menores, además de abuso de poder. Aunque nada nuevo, el mercado mediático pone en su vitrina, escrita en capitales, la poética posibilidad de que Berlusconi arriesga, por este no tan nuevo delito de su envidiable prontuario, quince años de cárcel.
Per favore, no jodan!
El proceso terminará como todos los anteriores en su contra, de manera muy diferente al de Joseph K. Porque Berlusconi no es un perro. Es él, Il Cavaliere. Y a su regreso victorioso de los tribunales después de esta nueva cruzada, lo estarán esperando a la entrada de una de sus catorce villas, madres y padres anhelantes que le llevarán como ofrenda a sus hijas o hijos catorceañeros, con la esperanza de  que Il Cavaliere se digne de meterles aunque sea la puntita.


  

Ciao a tutti! E andate a cagare...



[1] http://www.spiegel.de/politik/ausland/0,1518,654339,00.html

8 de febrero de 2011

POSTALES URBANAS (2)

VERSALLES

No.
No es el château acromegálico en Île-de-France desde donde Louis XIV ordenaba y controlaba el afrancesamiento de la Europa del Gran Siglo y en donde por las tardes después del trabajo descansaba de la pesada carga que le significaba ser Sol y Estado al mismo tiempo, además de amante mediocre[1], genitor prolífico y gallipavo real.
No.
Al Versalles este del que hablamos no se le ve por ningún lado ni siquiera la punta de un bucle empolvado de la peluca sifilítica de algún Austria o un Borbón. Tampoco se ven en él ninguna de las decenas de coquetos juegos de agua en medio de los jardines de césped milimétrico de aquel otro Versalles, ni mucho menos se ven sus miles de turistas que lo asaltan a diario armados de folletos en cien idiomas, cámara digital y una botella de medio litro de Eau d´Evian en cada mano.
No.
Este Versalles está doce mil kilómetros alejado del otro, su tocayo ricacho. Más exactamente en el sur de la otra orilla, por ahí donde las proas llegaron a fundarle la patria a Borges, a Piazzolla y Maradona. Porque este Versalles  del que hablamos, es un barrio periférico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como ellos, los porteños, la llaman a su ciudad con el tonillo rimbombante que le conocemos y, con más o menos razón, también le envidiamos. Este Versalles es un barrio pequeñito que a duras penas alcanza a agarrarse del borde del mapa de la ciudad que lo alberga. Antes de convertirse en barrio a comienzos del pasado siglo XX, era territorio de familias gallegas semicriollas que aspiraban a ser patricias. La modernidad política republicana no les dio la ocasión de serlo, pero sí de parecerlo, lo que en nuestras latitudes viene a ser lo mismo. Es esta pequeñez trepadora y genuflexa de nuestra pseudoaristocracia latinoamericana, la que llevó a los prohombres comunales de aquel tiempo a darle a este barrio el pomposo nombre que hoy carga y nada dice. Creo que hay también un otro barrio Versalles en Cali. Y desparramados por el resto de Sub-América se encuentran miles de otros barrios con nombres igualmente espurios e historias parecidas. (En Santiago hay uno con un nombre poéticamente estremecedor: “Barrio Suboficiales de Caballería”).
Pero volvamos a este Versalles bonaerense. Su densidad demográfica es baja. En la actualidad sus habitantes no suman un tercio de los cortesanos que sirvieron al Rey Sol en el otro Versalles hace más de tres siglos. En este barrio tampoco se decide absolutamente nada que afecte algún asunto que vaya más allá de sus propias, estrechas fronteras distritales. Exceptuando naturalmente las partidas del Vélez Sarsfield cuando juega de local en el “José Amalfitani”, el mismo estadio donde el papa Juan Pablo II el año 87 les dijo a los porteños lo que ellos sabían desde siempre, que Dios era católico, apostólico y argentino. (Aunque por comprensibles razones de edad, ÉL no siempre se acuerde de todos esos atributos suyos, ni gusta que se los echen en cara). En verdad, el estadio queda en Liniers, el barrio vecino, pero la mayoría de los de Versalles son hinchas del Vélez, así es que para el caso da lo mismo. Para los shilenos es de interés saber que de la mano de Marcelo Bielsa el Vélez recibió el 98 del siglo pasado la copa nacional del Torneo de Clausura, una de las tantas que el club junta en las vitrinas de su posteridad para que las admiren los pibes de mañana.  
Al barrio este del que estamos hablando llegué por casualidad y en un bus del transporte urbano. Sí, fue la casualidad –la más heterodoxa y exacta de las leyes naturales- la que me condujo con mano tierna y segura al barrio ese. Una casualidad que no termino de agradecer, debo decir. Del Obelisco a Versalles hay diecisiete kilómetros. La misma distancia que hay entre el otro Versalles y el centro de París. El viaje desde el mero centro de Buenos Aires, digamos por ejemplo desde Viamonte esquina con Jean Jaurés hasta el polideportivo del Vélez, dura noventa minutos. Se podría pensar que es un largo viaje, pero no es así. Apenas da el tiempo justo para pensar todas las bobadas del mundo, incluidas postales como esta, destinadas a nadie. El colectivo -o “bondi” como lo llaman algunas personas- más apropiado para hacer este viaje es el 99. Hace un recorrido muy parecido al paseo por un laberinto de catorce curvas infinitas, al final del cual uno desciende mareado en este Versalles en el confín del continente. Pero a poco andar me asaltó la sospecha de que el bus 99 era también una máquina del tiempo que me había transportado, sin que yo lo notara, al pretérito pueblerino del barrio intocado e inalcanzable que uno lleva adentro, nomás poblado de nostalgias adolescentes y sueños incumplidos. Las pacíficas y anchas arboledas de tilos y plátanos orientales le daban fuerza argumental a esta sospecha mía de haber retrocedido en el tiempo. Las calles de Versalles, semivacías en cualquier hora del día, tienen ese algo raro de las descripciones que Soriano hace de sus provincias. Lugares de encuentros y desencuentros con uno mismo y los demás, donde la arena de los relojes se demora un poco más en caer, y no siempre lo hace de arriba para abajo. Es decir, nada del otro mundo, pero también con muy poco de este. Con esa sospecha entonces de encontrarme tardíamente en otro tiempo conmigo mismo, me senté en una banca de la plaza Ciudad de Banff[2], “la placita” la llaman aquí. Me senté así nomás, sin pensar en nada, o sea pensando en todo lo que se piensa en esos lugares. Como esperando simplemente, acaso sin saberlo, la aparición de un camión colorado cargado con toneles o cualquiera otra simple epifanía parecida, sin otra importancia más que la que de hacerme entrever unas pocas de esas muchas cosas de las que están llenas los días y que uno no ve, a pesar de tenerlas frente a los ojos. Estos barrios nuestros son algunas de esas cosas.
Posiblemente en Buenos Aires más de un oriundo de Puerto Madero o Recoleta no ha puesto nunca el pie en Versalles. Así como más de un santiaguino de La Dehesa no hollará jamás el polvo de Renca. Porque uno de los muchos destinos de nuestras megalópolis latinoamericanas es ser y permanecer terra incognita incluso para los que las habitamos. No sólo a causa de sus dimensiones geográficas y los abismos sociales que separan a los diez mil de arriba de los millones de abajo, sino también por la fatídica falta de curiosidad por saber lo que hay al otro lado de la empalizada con que nos hemos aislado de los demás.  
Sentado ahí en “la placita” pensé, sin temor a equivocarme, que con seguridad no existen postales de este Versalles del que hablo. Decidí entonces, dibujar esta.

Barrio Brasil de Santiago, febrero 2011




[1] Según cuenta el duque de Saint-Simon, el chismoso oficial de aquella época.
[2] Fue Perón quien la bautizó así, como homenaje a la pequeña ciudad escocesa de ese nombre por haber acogido a José de San Martín a comienzos de su largo exilio en 1824. Allí el general de libertadores fue honrado con el título de Freeman of the Royal Burgh of Banff, cuando los suyos, es decir nosotros, nos dábamos a la tarea de olvidarlo poniéndole un monumento encima.

POSTALES URBANAS (1)


PACOS


Por razones que no viene al caso mencionar, uno se encuentra en un mediodía del verano en curso en pleno centro “cívico” de esta ciudad llamada Santiago de Chile. El sol cae a plomo de un cielo que no se ve pero se adivina, y ese plomo fundido se esparce inmisericorde por entre las estrechas callejas grises, llenas a esta hora de pasantes como uno, condenados por alguna necesidad burocrática o laboral a transitar por ellas. Uno piensa (si tal ejercicio es posible bajo esas condiciones) que tal vez fueron esa canícula sin gracia y la fealdad del entorno las que llevaron a Roberto Arlt a lapidar esta ciudad con las odiosas descripciones que hizo de ella. Unas, que en ese momento sólo se pueden comprender y compartir. Un poco más allá se encuentra la Casa de los Presidentes de Chile, más conocida como Palacio de la Moneda. (Nomen est omen: el poder político del Mammon es incuestionable). Pero ese crisol de monedas desde donde se administra este país raras veces había sido servido con más propiedad que ahora, por uno que la revista “Forbes” sigue incluyendo en el ranking, debidamente prontuariado, de los mil más ricos del planeta. Si a estas exterioridades del lugar se agregan los recidivos de la dura memoria de uno que –¡joder!- ha llegado hasta ahí desde una distancia exiliar de treinta y cinco años, entonces no debe sorprender que en ese mediodía de sol y plomo tal lugar comience a transformarse en una amarillenta fotografía de una pesadilla que desde aquel martes once se niega a pasar a blanco, a pesar de la abracadabrante desmemoria de muchos y de la devoción por el cálculo político-infinitesimal de otros. Esta muy subjetiva transformación de esas calles en un sauna de luto se hace esperpéntica, cuando de pronto una estridencia de cajas, chirimías y pífanos se apodera del aire de ese mediodía caliente y hace retumbar tímpanos y ventanas. Una centuria de carabineros irrumpe en la escena. Es el desfile de la guardia del palacio arriba mencionado que se adueña de la calle y la atención de los pasantes. La encabezan dos lanceros a caballo de carabina terciada a la espalda. Los siguen un orfeón armado de bronces ruidosos y un batallón pedestre, a paso de parada o una euritmia parecida. Cierran el corso otros dos lanceros ídem. Como seguir adelante ya no es posible y retroceder tiene poco sentido, entonces uno se resigna a ser mirón de uno de los ritos más antiguos del monopolio de la violencia en cualquier forma de estado: la coreografía milica de los ángulos rectos y la mirada zombie.
Uno los mira y claro, al verlos pasar, a uno se le vienen cosas a la cabeza. Como esa del violinista Albert Einstein, quien escribió, dijo y repitió no pocas veces que para ejecutar y admirar desfiles militares –con todo lo que ellos significaban en su esencia- no era necesario tener cerebro, bastaba con la médula espinal. Por lo demás, al margen sea dicho, mi padre no sabe tocar el violín pero opina exacta y rabiosamente lo mismo. Sin embargo mucho me temo que Einstein y mi padre sean parte insignificante de una minoría intrascendente en la historia de la Umanidad. (A la palabra le falta, por razones obvias, la “hache” de Hombre). En cada región y país de nuestro tiempo una mayoría de dimensiones metastásicas sigue aceptando este predominio militante de la médula espinal sobre el cerebro.
Bueno, mirándolos a esos muchachones verdiblancos taconear enérgicos sobre el asfalto blandengue de nuestra democracia, uno también se recuerda de la nostálgica admiración del más notorio de los escritores nazis chilenos por los carabineros guardianes de la moneda: Miguel Serrano. Él veía en ellos el prototipo de lo que debería ser la “raza” y el “sentido patriótico” de los chilenos. Seguramente mirarlos, evocaba en él algún Grosser Zapfenstreich[1] de las SS, a la luz de antorchas en Nuremberg, la ciudad de los congresos imperiales del NSDAP[2]. Hay colegas de oficio y otros practicantes locales del imbricado género de la crítica literaria, que aceptan y justifican benévolos estas escapadas verbales de Serrano como leves distorsiones de “la belleza de pensar”. No lo dicen porque no sepan lo que dicen. Lo dicen a sabiendas que Auschwitz –cuyos hornos Serrano siempre negó, así como siempre defendió y reivindicó a las Waffen-SS como una “orden esotérica”- hace saltar en pedazos cualquiera ética, y por ende toda estética. (Schiller en Weimar ya lo había predicho).
Aturdido aún por el tschang-tsching-dum-durum de la tropa policial que se aleja por entre los tules borrosos del calor de ese mediodía, a uno no le queda más que la urgencia de meterse al primer bar para ahuyentar esos recuerdos perros que acaban de asaltarlo. Ese primer bar es la Unión Chica, que a esa hora está lo suficientemente vacía como para sentarse en un rincón solitario a rumiar sobre lo visto. La soledad de la primera cerveza no dura mucho. Poco después del largo primer trago uno ve aparecer a su lado al conocido que suele acompañarlo algunas veces en los solitarios paseos de cinco mil pasos de cada tarde. También él ordena una cerveza. Uno comete entonces el error de siempre y deja caer a la mesa un sesgado comentario sobre el show policial-teatral que acaba de presenciar. Sin esperar a que uno termine, el viejo conocido lo interrumpe para decir y hacer lo que uno ya sabe y teme de antemano.
“¡Ah, sí, nuestro carabinero!”, dice suspiroso y teatrero, “¡Una de las subespecies más inefable en nuestra zoología de servicio público! ¡Tan Dr. Jekyll con algunos pocos y tan Mr. Hide con otros muchos! ¡Creo haber escrito algo sobre el tema! ¿Me permite que se lo lea?”. Y antes de que uno logre huir, mete su mano al bolsillo interior de la chaqueta y saca de ella una mugrosa libretita de apuntes que uno conoce bien. En ella, el viejo conocido, aquejado desde su infancia por la variante más inane del síndrome de Diógenes, acostumbra a coleccionar frases, aforismos, pensamientos -propios y ajenos-, en fin, cualquier palabra que le parezca digna de ser conservada como dudosa materia prima de algún opus que nunca escribirá. Esta vez se trata de un soneto. La intención de un soneto, digamos.  
Se acomoda las gafas y lee con voz arrugada, que suena como un gastado disco de vinilo de la Berta Singerman recitando a Juan Ramón Jiménez:

“Hay en mi país una especie animal,
 que lejos de extinguirse crece y crece
 y más crece por mucho que le pese
 al simple mortal o a cualquier tal por cual.
Perros son de color verde y sin bozal,
que muerden al que menos lo merece,
 sin mirar ni cachar lo que acontece
 ni en este país, ni en el mundo real.
 Tales perros verdes no tienen nombre,
 pero sí un amo, además dueño
 del soberano estado y sus soldados.
 Este su amo, los mira hacer risueño
 y piensa lo que piensa un prohombre
 ¿qué haría yo sin mis pacos culiados?”

El viejo conocido termina su declamación, no dice nada, pero se lo queda mirando a uno a la espera de un comentario. Y uno, si fuera honesto, tendría que decirle que como sonetista es una mierda. Y que como “podeta” satírico se moriría de hambre. Y uno podría agregar además, que el tema político de los uniformados y su médula espinal es demasiado serio como para hacer chacota de él. Pero en lugar de la franqueza, uno opta por el camino menos espinudo de la falsedad piadosa. Palmotea entonces la espalda del otro, farfulla veloz y sin mirarlo a los ojos: “¡Interesante! ¡Interesante!”, y ordena otra ronda de cerveza. A la media hora, ni uno ni el otro ya se acuerdan de los pacos, y les da lo mismo que sean culiados o no.

[1] Gran ceremonia militar nocturna que se realiza en ocasiones conmemorativas de rango o en honor a alguna personalidad civil o militar. Se sigue practicando en la Alemania actual.
[2] Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei – Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán

24 de enero de 2011

FOTOS DE DIARIO


DISFRACES


Siguiendo algunos consejos cardiológicos de autoayuda, acostumbro a dar cinco mil enérgicos pasos diarios por las calles vespertinas del barrio en que vivo, no más acompañado por mi ineludible Otro Yo, que casi siempre es el mismo. Con el tipo este solemos intercambiar opiniones más o menos sinceras sobre asuntos que los años han ido tornando sospechosamente repetitivos, y que nosotros suponemos de interés, aunque rara vez lo sean. Por supuesto, como corresponde a parejas condenadas a vivir juntas hasta que la muerte los separe, no olvidamos las buenas costumbres de las incriminaciones mutuas y nuestras consuetudinarias, cada vez más acibaradas quejas sobre el estado general del mundo y sus alrededores.
Aunque sin destino fijo, este ejercicio hace inevitable acostumbrarse a determinadas rutas y estaciones. Una de estas últimas es un kiosko donde me detengo a leer los titulares de diarios que hace mucho dejé de comprar, pero que aún no logro dejar de hojear on line y a regañadientes.
Esta vez los titulares dan cuenta de un un supuestamente importante gran cambio en el equipo ministerial del gobierno de turno en este país en el que vivo. La primera página muestra las fotos de los ministros que salen y los que entran, y publica alguna frase presidencial, tres veces adjetivada, con ocasión de este recambio, que por cierto, como ellos mismos bien saben, no ha de cambiar nada. Es sólo una escena más de una muy antaña liturgia republicana, vacía desde hace mucho de significados reales, si es que alguna vez los tuvo. Esa primera página de los diarios del día registra palabras, firmas de actas y nombres sin ninguna trascendencia, salvo aquella que los mismos actores se autoasignan en el momento de posar para una foto tan evanescente como su papel de comparsas en un sainete sin vis cómica ni intenciones de tenerla. Me distraigo con las fotos de esos rostros también perfectamente intercambiables entre sí como los discursos y diatribas con los que ellos articulan su intrascendencia. Como están muy lejos de ser écrivains o écrivants, me ahorro el trabajo de hurgar en la nariz de Barthes en busca de algún material para cementar este juicio mío.
“Si al menos se disfrazaran”, suspira en ese momento, con afectación exagerada, mi Otro Yo, quien alguna vez padeció de erráticas inclinaciones por el arte teatral, de las que nunca ha logrado sanarse totalmente.
Su comentario logra irritarme, lo que era, supongo, su propósito, porque era lo mismo que estaba pensando yo, sin atreverme a pensarlo en verdad hasta el final.
¿Disfrazarse de qué?”, le pregunto.
¡Y, no sé! ¡Disfrazarse de algo, digo yo!”, es su respuesta, no exenta de un inequívoco quántum de provocación expresado en ese subtonillo porteño que gusta de usar cuando se trata de sacarme los choros del canasto en cuestiones de leso orgullo vocacional. Ha llegado pues, el momento de la confrontación.
“Escuche, mi estimado”, me digo, tratando de ocultar detrás de mi despectiva modulación, tan demodée como yo mismo, la oleada de bronca que ya no puedo evitar, “me parece que usted olvida que los políticos, per se, viven disfrazados. Es la conditio sine qua non de su existencia. Su disfraz, como el de putas travestis, estafadores, periodistas de tevé, milicos, predicadores, embajadores, vendedores de seguros y autos usados, es parte esencial de su más prístina naturaleza profesional. ¡Que un político se plante un disfraz encima del que ya usa, sería de un barroquismo inexcusable, aún en ámbitos tan sobrecargados de payasos y payasadas como el de nuestra fauna y flora política!”. Y antes de que mi acompañante abra la boca, agrego de sopetón la frase que él ya está pensando: “¡De acuerdo, más flora que fauna!”.
Con esa respuesta mía a la provocación de mi sombra he entrado a un terreno escabroso. Lo sé. La crítica impensada a la práctica de arsénico y encaje antiguo de la actual política contingente, y en contra de aquellos políticos que la practican desde tiempos de memoria escasa, es y ha sido, por desgracia, un efectivo cazabobos de dictaduras de bigote, credo y uniforme. El real espacio crítico que la democracia se permite en relación  al personal  que la administra, es siempre estrecho y de techo bajo.
En contra de lo esperado empero, la réplica de mi Otro Yo a mi feble razonamiento no toca ese nervio al aire que deja mi argumentación. Lo hace de adrede y por mortificarme. Por dejar la espina clavada en la mala conciencia de mi lengua atarantada.
“Cierto”, dice mi siamés intrínseco, “por eso mismo, ¿no sería simpático que, por variar digo yo, los políticos se disfrazaran alguna vez de lo que son, en lugar de lo que les gustaría parecer?”.
Los cuatro mil pasos que nos faltan para cumplir la caminata terapéutica de esa tarde, los invertimos en imaginar cómo se verían.

Brasil (el barrio), 23 de enero del 2011