9 de enero de 2017

UMBERTO ECO Y EL INCENDIO*

            “Por su verba los conoceréis...”

            Por supuesto, es una variación harto poblete de la manida cita bíblica. Si damos por cierta la traducción de Reina y Valera, la letra textual de la versión matea de la leyenda neotestamentaria dice: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16): uno de los muchos tropos con que los cuatro evangelistas oficiales (y también los noventa y cinco apócrifos) ornaron la representación literaria de vida, pasión y muerte de Jesús de Nazareth, el Ungido. La distribución e imposición de estos escritos a toda la cultura de occidente, con la fuerza de la fe y la ayuda del garrote con clavo, han convertido tales locuciones figuradas en lugares comunes de todos los idiomas europeos, con resonancia propia en muchas de nuestras hablas nativas indoamericanas. Hasta los ateos más recalcitrantes y toda aquella imponente literatura bien llamada universal echan mano permanente al saco de citas bíblicas.

            Recuerdo esto, porque la idea prima destas líneas era sólo decir algo sobre la reciente quemazón acaecida en Valparaíso, que no es la primera ni ha de ser la última. (Los tsunamis de fuego son asunto corriente en mi ciudad natal). Pero al escuchar y leer las farragosas opiniones de “las autoridades” sobre el tantas veces repetido siniestro y las efectivas fórmulas para “combatir y prevenir” las causas del mismo, así como la promesa ipsofacta de “acudir de inmediato en ayuda de las víctimas”, me regresó a la cabeza alguna cosa dicha y escrita por el grande maestro Umberto Eco y -ecco qui! - me asaltó de pronto la suspirosa certeza de estar escuchando un disco rayado. (Acotación para los nacidos después: antaño existieron discos de pasta o vinilo que el uso frecuente solía estropear, con el triste resultado de hacerlos repetir una y otra vez el mismo pasaje, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez... Así, ad infinitum.) El tiempo sólo se ha limitado a cambiar el nombre de los y las intérpretes, pero la misma cantinela, el mismo fraseo, la misma intensidad emocional de declaraciones y promesas permanecen intocadas. Menester sería agregar que tal circularidad reiterativa no siempre es un subproducto de la mala leche ni de una aritmética demagógica. Hasta es muy probable que estas repeticiones tan cansinas sean a veces pronunciadas con la mejor intención por personas honestas, que a menudo suelen creer en lo que dicen, aunque después los estropicios de la desmemoria las lleven a olvidar lo que alguna vez dijeron.

            En estos días que corren, el obligatorio tema referencial de periodistas y autoridades entrevistadas ha sido el incendio que arrasó doscientas o trescientas viviendas en las alturas playanchinas de ese “puerto que amarra como el hambre”. En nazarena procesión, sin dar tiempo a los micrófonos de enfriar la saliva recibida, todos los preguntados al respecto han coincidido en repetir una larga lista de las causas que hicieron posible el da capo al fine de una catástrofe cíclica, muy conocida por los porteños de todas las generaciones. Con variaciones melódicas, rítmicas o armónicas menores, ninguna de las causas enumeradas se ha apartado de la línea temática de la melopea deste dimes y diretes pos desastre. Según sea el solista de turno, se acentúa el tono en la falta de planificación urbana, en el descontrol en la construcción de viviendas, en el despelote de los organismos supervisores, en la imprevisión de la autoridad municipal, etc. También se vuelve a reprochar la indolencia cultural de los propios damnificados que insisten en levantar sus viviendas (¿?) en sectores no urbanizados y en lugares no aptos como las quebradas que en Valparaíso han servido siempre de muladares (que ahora se extienden generosos a las calles del perímetro patrimonial). Se habla de sacar consecuencias, de aprender las lecciones, de implementar soluciones y de impartir sanciones. A modo de bonus track, esta vez, si bien no muy novedoso, ha resultado por lo menos curioso escuchar que los eucaliptus (prolíficos inmigrantes ilegales e indeseados, ávidos de un agua cada vez más escasa y ajena) también cortan su tajada en este generoso reparto de irresponsabilidades a la hora de los quiubos. Como sea, si se escucha o lee con atención cada opinión oficiosa sobre las causas del reciente siniestro porteño, en ninguna parte y de ninguna voz se ha escuchado nombrar una de las más poderosas razones de estos infortunios crónicos con que el destino suele desfigurarnos el rostro patrio: la pobreza. Y mucho menos se menciona la versión más extrema desta: la miseria. (Bueno, es posible que las casas de Lo Barnechea o Chicureo también ardan, pero nunca trescientas a la vez).

            Sería un error de lesa imaginación pensar que el silenciamiento de tales palabras en los statements de “nuestras autoridades” es atribuible a una supuesta inopia vocabularia, de la que no pocas dellas suelen hacer gala. No es este el caso. Trátase nomás de un recurso instrumental del lenguaje publicano: no pronunciar lo impronunciable, cuando lo impronunciable acarrea siempre consigo el desafío de pronunciarse sobre lo que se evita pronunciar. Podrá sonar a cantinflada, pero Chomski, Eco y varios otros de sus colegas -desde su propio burladero, cada uno a su manera - se han encargado de aclararnos que cada lenguaje verbal trae bajo la manga la opción maliciosa de enmascarar lo que no se dice con el antifaz de la lógica parcial de la frase oportuna. Cierto, evitar la mención explícita del objeto en que se tropieza no elimina a este de la topografía real, ni nos pone a salvo de la estupidez de volver a tropezar en él hasta el cansancio, pero sirve al menos de paliativo acústico del dolor y el daño provocado por el porrazo.

            En alguna parte de su conferencia sobre la semiótica de “Los prometidos”, la novela de Alessandro Manzoni, Umberto Eco, con una considerable carga humorística, dedica un largo comentario a ese pasaje referido a la peste negra que termina agrediendo a Don Rodrigo, uno de los personajes dignatarios. La evidencia de un “repugnante bubón de un violáceo amoratado” (Manzoni), es incuestionable y salta a la vista de los más miopes; sin embargo, Don Rodrigo se niega de modo tajante a reconocer tal evidencia, y sus inferiores, por tanto, también se apresuran a negar lo evidente. “Inmediatamente”, dice Eco, “el lenguaje interviene para cubrir la realidad”. Cuando la peste comienza extender su señorío por las ciudades, la autoridad hace todo lo posible por desestimarla y explica que sólo “se trata de emanaciones de los pantanos, de privaciones y penalidades” (Manzoni). Las declaraciones de los príncipes y sus magistrados insisten en la repetición de causas accesorias, de recomendaciones fútiles, y desdeñan la esencialidad del problema. “Al principio pues, peste no, absolutamente no: prohibido hasta pronunciar la palabra” (Manzoni). En sus esfuerzos por tapar con el dedo el sol tenebroso de la atra mors, los notables son secundados por los especialistas de la época: los médicos, los que no se atreven a llamar peste a la peste y, sumisos ante la palabra de la autoridad, le dan a lo innombrable “nombres de enfermedades comunes”, la llaman “fiebres pestilentes” y recurren a una “estafa de palabras” (Manzoni), para calificar cada caso. A los que osan advertir la presencia del flagelo y llamarlo por su nombre, son inculpados del delito de traición a la patria; lo que lleva a la plebe, siempre creyente de la palabra de sus señores, a intentar el linchamiento de los culpables. Finalmente, la gente acaba por reconocer que la muerte negra está entre ellos, presente con nombre y apellido. Entonces la autoridad (eclesiástica en este caso) se resigna a aceptar el mal, pero poco y nada dice de sus causales, salvo la obligada alusión a la profecía apocalíptica. La misma a la que alude Sergio Bergman, ministro argentino del medio ambiente, para explicar el incendio forestal, aún activo, que en estos días lleva consumidas 1.400.000 has., en tres provincias argentinas.

            En Chile, esta “estafa de palabras” por la que los gatos se convierten en liebres, no empieza ni se agota en la diarrea oral que ha desatado el último incendio de Valparaíso. Ella se extiende con talento de mieloma por todo el esqueleto que sostiene la verba del discurso político de tirios y troyanos. Así es como han desaparecido los mendigos para mutar en “personas en condición de calle”; la masa de trabajadores y pobres es ascendida a “clase media” (lo demuestran sus zapatillas Adidas made in China que pagan en cómodas y eternas cuotas con la tarjeta correspondiente); el cogoteo realizado por empresarios y bancos se acepta sonriente como “faltas graves a la libre competencia”; la prevaricación se convierte en “igualdad ante la ley”. La lista de similares neologismos ideológicos es larga y siempre renovada. Si fuera verdad que el lenguaje crea realidad, habría que amigarse con la idea que un lenguaje estafador crea en las conciencias una realidad falsificada. ¡Fritos estamos, Sancho!

            Mejor lo dejamos hasta aquí el asunto este.

          Mirando atrás en su historia, sabemos que a Valparaíso no lo tumban ni los incendios, ni los terremotos, ni los temporales, ni la marina (a propósito ¿cuándo nos devolverán el molo?), ni el edificio del congreso, ni el alcalde Pinto ni el vecino Castro, ni la discursería del método con que se explica a los porteños ignaros lo que no saben, pero dicen saber. Es innegable que todos estos accidentes lo dejan desguañangado al puerto y lo tienen siempre a medio morir saltando, pero ahí sigue con su olor a meados; con su inexplicable poesía de perros y escaleras; con su pasado de leyenda, su presente cochambroso y un futuro que no llega; con su intransigente personalidad de loquito babilónico obstinado en seguir empinándose hacia las alturas, las mismas que de vez en vez suelen arder para quemarle las biografías y ahumarle la sopa a los pobres que las habitan. Si al final resultara que porteños y porteñas son descendientes de las afiebradas gentes de Sinar y por eso el castigo, eso no habrá de sorprendernos: el lado flaco de Valparaíso ha sido siempre su vanidosa originalidad.

2 de enero de 2017

SUEÑOS Y PESADILLAS EN TIEMPOS PREELECTORALES*

Sabido es que el buen Borges descreía de eso que en la vulgata política suele llamarse democracia. La apostrofaba como “un abuso de la estadística”. Quizá fuera este lapidario parecer suyo fruto de la influencia de don Jorge Guillermo, su padre, un burgués abogado partidario de aquel prístino anarquismo de Maricastaña que exigía “todo el poder para nadie y ningún poder para todos”; o acaso fuera este desprecio hacia la democracia, nomás una de las innúmeras chirigotas con las que nuestro Borges acostumbraba a divertir hasta sus devotos más quejicas (entre los que me incluyo), dichas con su tan propio y encantador tono chusco con que ninguneaba a africanos, indios, esquimales, gramáticos, futbolistas, peronistas, gardelianos y otros grupos sin importancia. Al revés de sus dicterios sobre la democracia, su apreciación del milicaje fue durante largo tiempo más seria, llena de respeto y admiración. Borges, como su admirado Lugones, veía en ellos una casta de nobles caballeros guardapatrias, entre los que se contaban sus abuelos y bisabuelos, gloriosos coroneles de las guerras de la independencia y contra los mazorqueros de Rosas. Quizá fue esta admiración por estos entorchados mayores suyos y su hambre épica por el gesto heroico que lo llevó a Borges, desde un comienzo y por muchos años, a alabar sin tapujos morales y con exceso de verbo untuoso las dictaduras milicas de la Argentina y Chile. Y no existen muchas dudas que fue esta ciega admiración suya por ídolos que terminaron encharcados hasta el cuello con la sangre de sus víctimas propiciatorias, la que le impidió al gran Maestro, ser el primer escritor argentino en levantar la Copa del Nobel de Literatura. Y buéh... No ha de ser este el primer ni último error de mal juicio de la Kungliga Akademien för de fria konsterna. Muy suecos serán, pero también estos académicos son humanos falibles y acostumbran a meter la pata hasta más arriba de la pera. (Acaban de hacerlo otra vez este año 2016). Sin embargo – y este detalle no es tan conocido como debiera serlo- nuestro Borges supo reconocer, con unas pocas palabras inexorables, que sus admirados caballeros de uniforme, capa y espada no era sino una caterva de exterminadores sin parangón en la historia de la histeria homicida de los patrones de la latina América. Fue en abril de 1980, en plena dictadura de “los caballeros” cuando Borges declaró a “La Prensa” de Buenos Aires: “no puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos”. Poco después, firmaba sin comentarios el manifiesto redactado por Ernesto Sábato, el más respetado de sus contreras, donde se exigía respuestas del gobierno gorila por los miles de desaparecidos. Aunque Borges no volvió sobre este tema ni otros de molesta mundanalidad parecida, con esa pequeña frase y aquella firma, hizo patente que su descreimiento de la democracia para nada entrababa su irreductible compromiso con los derechos humanos y con esa fumosa libertad que debería garantirlos.
            Algo diferentes, no menos taxativas y mucho más numerosas que las de Borges fueron las opiniones sobre eso que llamamos democracia, de uno sí que recibió (esta vez con todo merecimiento) el Premio Nobel de Literatura: José Saramago. El tema fue recurrente en su reflexión política de ciudadano de su tiempo y en su obra. Decía Saramago en 1997, en Lanzarote:

Yo creo que hay que seguir creyendo en la democracia, pero en una democracia que sea de verdad. Cuando yo digo que la democracia en la que viven las actuales de este mundo es una falacia, no es para atacar a la democracia ni menos. Es para decir que esto que llamamos democracia no lo es. Y que, cuando sea, nos daremos cuenta de la diferencia. Nosotros no podemos seguir hablando democracia en plano puramente formal. Es decir, que existan elecciones, Parlamento, leyes, etc. Puede haber un funcionamiento democrático de instituciones de un país, pero yo hablo de un problema mucho más importante, que el problema del poder. Y el poder, aunque sea una trivialidad decirlo, no está en instituciones que elegimos. El poder está en otra parte.

            El lugar de residencia de ese poder del que habla Saramago, lo sabemos todos, es un Olimpo de divina ubicuidad, habitado, dice luego Saramago el año 2004 en Porto, por un puñado de desconocidos de siempre, que abandonan su modesto anonimato sólo cuando el ranking Forbes publica sus dorados nombres. Ellos son:

...los consejos de administración de las multinacionales que deciden nuestra vida. Eso lo sabemos todos, pero, en nombre de nuestra tranquilidad y conciencia cívica, nos empeñamos en creer que la democracia apenas consiste en eso que tenemos. Si esta se redujera a lo que vemos día a día, la llamaríamos de otra manera —«poder subordinado a otro poder»—, por ejemplo, pero no democracia. Vivimos en una plutocracia, porque los ricos son quienes gobiernan y viven.

            En la tradición nacional chilena este vasallaje es celebrado como un punto cumbre de nuestra democracia, cuando el gobernante o preboste de turno emprende su camino a Canossa en Casapiedra, a rendir pleitesía a bancarios y marchantes, para asegurarles lo que ellos ya saben: que no hay nada que temer. A cambio de eso, recibe como gracioso gesto de real beneplácito algún objeto masturbatorio u otro regalillo de igual valor simbólico.
            Con pasión y desesperada lucidez, Saramago insistirá una y otra vez en alumbrar con la luz de su imaginería las sombras que en el decurso turbulento de la historia han ido oscureciendo, hasta desfigurarla, la bella antigua palabra δημοκρατία, reduciéndola a una borrosa representación alegórica de su esencia, en otro mito griego de catálogo turístico. Así, un expresidente de los USA y eximio fumador de habanos, según se lee en su autobiografía, le concede a la democracia la categoría de dogma, de profesión de fe: una epifanía que despliega todo su salvífico esplendor en ese momento en que el ciudadano, el día de elecciones, deposita su voto en la urna. Para él, votar es el instante seminal en que el ritual democrático reinicia su perenne destino circular ad maiorem Dei gloriam, o gloriam Homini, según sea la parroquia del practicante.
            Acá en Chile, el alza continua de la abstención electoral, ha provocado grande inquietud en el bloque multicolor de defensores permanentes de la democracia. Ven en ello —con zozobra evidente- una merma del valor de su representatividad y por ende de su autoridad gestora. Ante este mayoritario desinterés electoral de la ciudadana plebe, se apresuran entonces a quemar incienso y elevar cantos de alabanza a esa democracia que estos prohombres han creado a imagen y semejanza de sí mismos. La ven en riesgo de descarriarse hacia otros rumbos, ignotos y, por lo mismo, contrarios o no coincidentes con sus propios afanes. No resulta sorprendente por tanto, que acá en Chile, durante los cuasi eternos períodos preelectorales que conforman nuestro ciclo de vida ciudadana coincidan romanos y cartagineses, con el mismo fervor, en su incitación al voto. Los más poéticos de entre ellos hablan de la urgente necesidad de “reencantar” al votante arisco; como si el ejercicio democrático fuera un asunto de nigromancia y ellos, los druidas encargados de mezclar las hierbas para lograr el cocimiento sanatorio que ponga fin, o al menos reduzca, esa abulia electoral.
            En ecuménica comunión, no exenta de grotesco, en los días y semanas previos a cada elección se elevan voces de todas las escuderías para inculcar al ciudadano el deber moral de concurrir a las urnas (el retintín necrológico de la palabra no es casual) y hacer uso de su intangible derecho a delegar esa submicroscópica cuota de poder que representa su voto, a alguien que casi nunca conoce, salvo por sonrientes afiches callejeros o imágenes de TV. En los días previos a cualquier elección tales rétores se apresuran, con dicción lambisca o prosopopeya académica, en reprochar la falta de conciencia cívica del que opta por la abstención electoral; los moralistas apelan a la memoria y ven en tal decisión un imperdonable desprecio ante la dura, costosa larga lucha contra el generalato por la recuperación de la democracia; los más plañideros llegan al extremo de suplicar al votante que poco o nada importa por quién se vote, sino lo importante es votar, aunque nomás sea votar nulo o garrapatear una cochinada en la papeleta. Deste modo, al reducirse el número de abstinentes, dicen, se robustece aquello que ellos llaman democracia; en ningún momento se permiten la sabia exquisitez de la duda cartesiana sobre el estado de salud de esa democracia. O se niegan a hacerlo. O no son capaces.  O no lo hacen, porque dudar significaría reconocer que hace mucho las elecciones han mutado en una vocinglera, vulgar competencia inter pares por un curul parlamentario o una desteñida banda presidencial terciada al pecho. Ya lo dijo en “El Gatopardo” Tancredi Falconeri a su tío Fabrizio Corbera, el príncipe de Salina: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie". Tal propósito se refleja con más o menos variaciones en el discurso de todos los candidatos y precandidatos que hoy prometen a ese votante esquivo un certero plan para alcanzar un “Chile más solidario y más justo”.
            El voto que decidirá si estos abnegados reciben la oportunidad de mostrar en la práctica su desinteresada vocación de servicio público, ha de ser, según se lee en muchos papeles constitucionales: libre, secreto e informado. La recia musicalidad de este puñado de calificativos, no carece de cierto encanto, pero si se los escucha bien se podrá percibir la resonancia desafinada de un huevo huero. Para ello, basta leer un boletín del Senado (5914-06) donde se explica en ese castellano de sintaxis aterradora —tan caro a los gobernantes, legisladores y/o candidatos a algo— que el sufragio libre no es más que una expresión de “libre albedrío”, y que ese sufragio sea secreto significa que la persona debe emitirlo enfrentado solo a su “conciencia ciudadana”; y será “informado” en cuanto el elector pueda acceder a los “contenidos programáticos y valóricos” que cada candidato haya tenido a bien explicar alguna vez, en alguna parte. Todo esto, en un país donde hace años fue eliminada de la curricula escolar la educación cívica, y se ha jibarizado a tamaño de ridículo el número de horas de historia y filosofía; un país donde el analfabetismo funcional de lectura y comprensión de textos superó hace mucho el 50% de la población; un país donde las tecnologías de la información y la comunicación, casi todas ellas controladas por esos otros “poderes” de los que habla Saramago, han masificado la cosificación de valores y aspiraciones personales, reduciéndolas al consumo bruto de la trivialidad en todas sus formas, incluidas las culturales y políticas. El desarrollo epidémico de las TIC no hace incierto que en un futuro previsible a los ya legendarios requisitos que debe cumplir el voto para que sea democrático, se agregue el atributo de “electrónico”. Con eso, el control del embauco será perfecto. Saramago insiste con lata pesadez: “En las sociedades modernas, que a sí mismas se llaman democráticas, el grado de manipulación de las conciencias ha llegado a un punto intolerable. Eso genera un sistema que es democrático sólo en las formas”.
            El crecimiento exponencial del consumo suntuario, ornado por delitos alta gama de los dueños del bazar, es alabado por los gestores políticos y los administradores de turno del sistema que lo genera, como inequívoca señal de progreso en todos los ámbitos del humano quehacer. No trepidan en comparar la actual autopista del “bienestar alcanzado” con las callejas sombrías del bajo medioevo en que pululábamos hace cuarenta o cincuenta años, por ahí, en alguna parte del “siglo más breve de la historia”. Melifluos, olvidan estos panegiristas recordar los cadáveres que tal progreso ha barrido bajo la alfombra por donde transitamos al futuro: no son pocos. No hablemos ahora de los delitos de lesa humanidad cometidos en nombre de la democracia. Limitémonos a lanzar una breve mirada más allá del borde del ombligo a esos bosques que ya no están o a esos mares que intranquilos nos bañan; bástenos con aspirar el perfume microparticulado que hace de Santiago una de las ciudades más contaminadas del continente; es suficiente con mirar las imágenes de la feliz cajita digital que resplandece eterna e inextinguible en el altar de cada hogar y lugar público para saber de qué “modernidad” y “bienestar” hablan los voceros de las mismas; basta con un paseo dominical por los valles y praderas de los malls encantados y encantadores; basta con hojear diarios, escuchar radios para oir o leer la sabia palabra de los hombres y mujeres públic@s sobre cualquier problema que nos ataña (entreverada siempre con la oferta de la semana con veinte por ciento de descuento por cualquier compra con la tarjeta propia). Summa summarum, para mirar cuánto hemos crecido basta con mirarnos en la ferial galería de los espejos nuestros de cada día, y mirarle el rostro a nuestro progreso y, de paso, avizorar el futuro que dejaremos en herencia a los que vienen.
            Sería una necedad suponer que la democracia misma es la culpable deste estropicio sobre el que se yergue esto que algunos llaman “prosperidad” (un otro eufemismo vaselina para suavizar la violenta penetración en nuestras vidas del capitalismo más salvaje del que se tenga memoria). Nadie, ni siquiera los más cutres de nuestros adalides antisistema, osarían inculpar al invento de la rueda por los accidentes de tránsito. Al mismo tiempo sería una bobería, digna de camisa de fuerza, pensar a fortiori que la democracia valida todo lo que haga o se deshaga en su nombre. Es por uso y abuso, que la bella palabra ha sido deformada hasta convertirla en un pobre recurso retórico con que balbuceamos nuestra incapacidad de convertir la democracia en un espacio real de desarrollo humano para todos, de civismo participativo, libre de caníbales y del mandamiento terrible del survival of the fittest; un espacio en fin, donde el Hombre sea un dios para el Hombre y no el lobo del Hombre.
            ¿Cómo habría de verse tal democracia?
            Aún no lo sabemos. Desconocemos, además, el camino conducente a ella. Pero tal ignorancia no es argumento para proclamar la no existencia de esa democracia que no conocemos, tampoco es un pretexto para justificar la miríada de tropelías infamantes que se han cometido y siguen cometiendo al amparo del fuero libertino concedido por ese “abuso de la estadística” que consiste en la mitad + 1 y chao, se acabó la discusión.  Es fácil comprender que los actuales defensores, sostenedores y gestores de tal “democracia”, corporeizados en genio y figura por el “político realista” (ese que desdeña en sus funciones públicas el uso de la imaginación e insiste en que el político con visiones debe acudir al psiquiatra o al oculista), que sólo sabe reaccionar airado ante esta abstrusa pregunta por ese algo que sólo logramos intuir en las dimensiones que nos permite nuestra cada vez más reducida facultad para fantasear con  la posibilidad de existencia de mundos mejores. Con ese inimitable tono de autoridad que caracteriza la especie de los Elegidos, estos no vacilan en anatemizar toda mención, por piccola que ella sea, que aluda a tal posibilidad. Para ello, “utopía” o “populismo” son los peores insultos con que suelen aportillar cualquier intención de algún despistado que atreva a salirse del actual guión de hierro dizque democrático, por el que ha de regirse cualquier desarrollo social y convivencia nacional. (Desde los tiempos de Espartaco el Tracio, existe una tercera palabra, peor que las dos anteriores, impronunciable por su obscenidad y prohibida por lo mismo per saecula saeculorum.)
            Sabido es que los requisitos para ser candidato a un “cargo de representación popular” en Chile son mínimos. Al parecer basta con ser chileno con derecho a voto, tener una edad que varía entre los 21 y 35 años y, en algunos casos, demostrar no haber sido condenado a pena aflictiva (¿?). A ninguno de los Elegidos se le exige ser especialmente inteligente o mostrar un mínimo nivel cultural. Tal indigencia, sin embargo, no debería ser impedimento para el siempre sano ejercicio de una proba creatividad política. Que esto es posible, basta con recordar un momento el memorable gobierno de Sancho en la ínsula de Barataria. Sólo sería deseable y de mucho agradecer que nuestros Elegidos no se esforzaran demasiado en parecer lo que no son.
            Volviendo a José Saramago, tampoco él saca de su manga un abracadabra para que eso que llamamos “democracia” deje de ser un “espejismo” o una “superstición” o “un santo en el altar” y transmute en una democracia real y efectiva, una que extienda su potestad más allá del día de elecciones, con real imperio en los movedizos territorios de la economía, la cultura y una política de verdad, una que logre comprender que la vida humana puede y debe ser algo más que una espinuda marcha cuesta arriba en dirección a su final irrenunciable. Se limita Saramago a resumir con una frase su optimista pesimismo: “Hay que inventar algo mejor”.

            La política chilena —salvo rarísimas y olvidadas excepciones - nunca ha sido pródiga en la producción de pensamiento propio, pero siempre muy diestra en el manejo de una abundosa mediocridad en la representación de sí misma en la arena de un coliseo sin esperanzas, ante un público menguante que hace mucho dejó de ilusionarse. El bombo ha sido reemplazado por el bostezo; el voto por la abstención; el interés por el hastío. Pero acaso sea justamente este inflacionario desprecio popular por la astringente ineptitud de los Elegidos, el sacudón que sea capaz de arrancar a alguno de ellos de ese marasmo en que reposan la digestión de su dieta y logre despertar su curiosidad por buscar posibles salidas de escape al círculo cada vez más vicioso y enviciado de nuestra democracia. ¿Las hay? La realidad es tan rarita, que ilógico sería que no las hubiera. Querer buscarlas y encontrarlas es otra cosa: una que requiere, al menos, una intención que hoy no se avizora en el túrbido horizonte de la política chilena.

*Publicado en “El Mostrador” el 23 de diciembre del 2016.

16 de mayo de 2014

PORNOGRAFÍAS (2)

PORNOGRAFÍA DE LA SEGURIDAD CIUDADANA
(y una triste evocación de René Descartes)

      Ayer cobré unos modestos dinerillos que muy graciosamente la Tesorería General de la República tuvo a bien reembolsarme como
devolución de impuestos. En el Bancoestado (llamado antes Banco del Estado) los guardas de chaleco blindado no se movieron del lado de los cajeros automáticos mientras yo recogía agradecido mis cuatro billetitos, pero no me importó que me vieran digitar mi clave secreta. (En verdad, no es mucho lo que se puede descifrar con ella).

     Al salir del banco, con tres heroicos Arturo Prat y una lírica Gabriela Mistral entibiándome el lado cordial del pecho, cumplí con un antiguo rito con que el pobretón nacional suele celebrar alguna plata ocasional en sus bolsillos: me hice lustrar los zapatos. Me senté pues en uno desos altos taburetes pringosos del Paseo Ahumada donde los limpiabotas ofrecen sus servicios. Antes de empezar a ganarse sus seiscientos pesos, el lustrador me hizo entrega obligada de un tabloide de titulares amarillos y chistosos. Por él me enteré de la intención del Supremo Gobierno (así se le llama) de aumentar en seis mil efectivos el contingente policial del país. Otra nota informaba que empresarios transportistas y agricultores de la Araucanía exigían enérgicamente un aumento de las fuerzas especiales de carabineros y de la PDI en la región, para contener el terrorismo mapuche allá en el sur. Había también otra noticia que daba cuenta que Chile tenía las tasas más altas de presidiarios en América Latina. (También leí algo sobre el sobrepeso de Shakira, pero aquí y ahora eso no viene al caso). Todas esas noticias me importaron menos que el renovado fulgor de mis zapatos viejos.

       Así, con mis zapatos brillando y el corazón contento me las endilgué a la parada del bus. En las cercanías del Pasaje Matte, una pareja de carabineros con chalecos reflectantes procedía al control de un comerciante callejero que ofrecía a los pasantes cinturones artesanales. Mejor dicho, había querido ofrecerlos, porque ahora terminaba de devolverlos a una bolsa de plástico negro mientras uno de los carabineros hablaba en su intercomunicador y el otro sostenía al vendedor por el brazo, como ayudándolo a no dejarse seducir por la idea de una fuga sin sentido. Yo continué mi camino. Con la casquivana ligereza que da el agradable peso de los billetes en el bolsillo me metí a una tienda de computación sólo para preguntar por el precio de un disco duro externo. Otro guarda de pistola y cachiporra al cinto me examinó con una desconfianza que desapareció cuando vio mis zapatos relucientes. Solícito indagó por mis deseos. No era mi intención comprar el disco, sólo asegurarme que el precio estaba fuera de mi alcance económico. Al salir de la tienda me despedí cortés del guarda (uno de los 83.000 que resguardan el comercio y la banca santiaguina). En verdad, todo eso seguía interesándome menos que el renovado brillo de mis zapatos. 

     Tampoco me importó ver en el bus esos carteles tipo far west  que anuncian multas de hasta ochenta mil pesos y penas de cárcel a los que evaden el pago del pasaje. (Una de las tantas falacias morales nuestras de cada día: todos saben que tales evasiones poco y nada afectan los servicios del Transantiago, y apenas si merman un poco los más que jugosos dividendos que se embolsan sus operadores). Para demostrar que las amenazas de aquellos carteles no son vanas, en Plaza Italia subió al bus un destacamento de tres controladores y dos carabineros (estos con chalecos antibalas), que procedieron a revisar las tarjetas bip de cada pasajero. Bajaron a tres, pero a ninguno de nosotros nos importó mucho.

      Pero a pesar mío, en ese momento no me quedó más que memorar aquel verano parisino de 1649, cuando René Descartes se despidió de sus pocas amistades antes de emprender su viaje sin retorno a la corte de la reina Cristina en Estocolmo. En la soirée de despedida, Madeleine de Souvré, marquise de Sablé, le preguntó por las razones de un viaje tan intempestivo y riesgoso al fin más helado del mundo. El padre del racionalismo moderno le respondió suavemente: “Acá hay demasiada policía, madame”.


      En triste e inútil imitación del adelantado de la duda metódica me bajé en calle Suecia, y ya no me sorprendió ver estacionados casi en la esquina con Providencia dos buses repletos de fuerzas especiales, a la espera de sus enemigos. Seguí mi camino y poco a poco el brillo de mis zapatos recién lustrados dejó de contentarme.

14 de enero de 2014

TALENTO CHILENO (1)

TALENTO CHILENO:
MEMORIA Y DESMEMORIA

Se afirma con cierta pesada insistencia que eso que llamamos pueblo chileno padece del síndrome de la mala memoria. (Yo mismo pertenezco a esos pesados y a ese pueblo). Largo es el listado de las variaciones de tal patología y muy ancho el abanico de sus características mórbidas y sociales. Con afán notable hemos prosperado en el cultivo del olvido histórico: un logro cultural que no tiene parangón en el acontecer de la América Latina desde hace quinientos y pico de años. Nuestra autobiografía colectiva pareciera ser un palimpsesto de páginas en blanco y un muestrario de ruedas de carreta (de todo grandor y no siempre redondas) que tragamos con la felicidad del fiel que cumple con el sacramento que le ordena alguna fe subsidiaria de las convicciones que no se tienen y de las razones que no se desean. Barrunto que acaso sea esa forma amorfa de ser lo que somos y sobre todo lo que no somos, lo que mejor refleja nuestra identidad.

La canícula del verano santiaguino, pero también el resplandor de algunos incendios al “sur del Bio Bio” (y el consiguiente enérgico llamado de la autoridad política, administrativa y policial a combatir estos con látigo, aceite y pólvora) me ha llevado en los últimos días al ocio de hojear libros que, aunque leídos y releídos (obsoletos dicen algunos), vuelven a sorprenderme con su caleidoscopía memoriosa. Entre ellos, uno que obliga a recordar a aquellos ministros, fiscales y yanaconas de turno que la historia se maneja por leyes distintas a la de los códigos penales. Aquí va un trozo desa otra porfiada memoria humana, la de la poesía, más exacta que los manuales gramáticos del olvido. 

PERO volvieron.
                            (Pedro se llamaba.)
Valdivia, el capitán intruso,
cortó mi tierra con la espada
entre ladrones: "Esto es tuyo,
esto es tuyo, Valdés, Montero,
esto es tuyo, Inés, este sitio
es el cabildo".
Dividieron mi patria
como si fuera un asno muerto.
"Llévate
este trozo de luna y arboleda,
devórate este río con crepúsculo",
mientras la gran cordillera
elevaba bronce y blancura.
Asomó Arauco. Adobes, torres,
calles, el silencioso
dueño de casa levantó sonriendo.
Trabajó con las manos empapadas
por su agua y su barro, trajo
la greda y vertió el agua andina:
pero no pudo ser esclavo.
Entonces Valdivia, el verdugo,
atacó a fuego y a muerte.
Así empezó la sangre,
la sangre de tres siglos, la sangre océano,
la sangre atmósfera que cubrió mi tierra
y el tiempo inmenso, como ninguna guerra.
Salió el buitre iracundo
de la armadura enlutada
y mordió al promauca, rompió
el pacto escrito en el silencio
de Huelén, en el aire andino.
Arauco comenzó a hervir su plato
de sangre y piedras.
                                   Siete príncipes
vinieron a parlamentar.
                                    Fueron encerrados.
Frente a los ojos de la Araucanía,
cortaron las cabezas cacicales.
Se daban ánimo los verdugos. Toda
empapada de vísceras, aullando,
Inés de Suárez, la soldadera,
sujetaba los cuellos imperiales
con sus rodillas de infernal harpía.
Y las tiró sobre la empalizada,
bañándose de sangre noble,
cubriéndose de barro escarlata.
Así creyeron dominar Arauco.
Pero aquí la unidad sombría
de árbol y piedra, lanza y rostro,
transmitió el crimen en el viento.
Lo supo el árbol fronterizo,
el pescador, el rey, el mago,
lo supo el labrador antártico,
lo supieron las aguas madres
del Bío Bío.
Así nació la guerra patria.
Valdivia entró la lanza goteante
en las entrañas pedregosas
de Arauco, hundió la mano
en el latido, apretó los dedos
sobre el corazón araucano,
derramó las venas silvestres
de los labriegos,
                               exterminó
el amanecer pastoril,
                                    mandó martirio
al reino del bosque, incendió
la casa del dueño del bosque,
cortó las manos del cacique,
devolvió a los prisioneros
con narices y orejas cortadas,
empaló al Toqui, asesinó
a la muchacha guerrillera
y con su guante ensangrentado
marcó las piedras de la patria,
dejándola llena de muertos,
y soledad y cicatrices. ”

El capítulo nerudano es en verdad mucho más largo que las líneas de arriba. Continúa hasta el día de hoy y se prolongará seguramente hasta más allá de mañana.

12 de noviembre de 2013

SU VOTO


(Por alguno de los tantos misterios que atiborran las oscuridades de mi vasta ignorancia sucedió que un buen día, este, mi blog desapareció del mapa virtual. Ciertamente una menudencia si se lo compara con otras cosas que han desaparecido de mi vida. De todos modos lamenté el hecho. Hace unos días, en un raro momento de sagacidad se me ocurrió comentarle a mi hija Bárbara esta enigmática desaparición. Entre benigna y misericordiosa ella me miró y dijo que el asunto tenía tanto de misterioso como yo de sagaz: una nimiedad fácil de solucionar. Dicho y hecho. Aquí estoy otra vez, monologando frente al espejo.)

VOTOS



         Desto no ha mucho pero eran otros tiempos aquellos, cuando los políticos candidatos a ocupar algún cargo desos que se llaman de “representación popular” pagaban de su propio bolsillo (o de sus partidos y patrocinadores) la impresión de las papeletas a usar el Día del Voto. Con seguridad, tal autogestión le ahorraba al estado algunos pesos, pero abría la puerta a numerosas iniciativas macucas de los candidatos para aumentar ad libitum la cantidad de sufragios a su favor, tales como agregar papeletas extras en las urnas al momento del recuento o reemplazar los que favorecían a los otros candidatos por los propios. Para asegurarse que la balanza “democrática” se inclinara a su favor, muchos candidatos de aquellos tiempos recurrían, tal como en el presente, a la ayuda de discursos plenos de promesas que ellos pronunciaban con más o menos talento retórico. Sabedores sin embargo, de la etérea eficacia de tal método de convencimiento, algunos candidatos no se fiaban demasiado de la fuerza persuasiva de sus cantos de sirenas; por lo mismo en vísperas o el día mismo de la elección solían ayudarse con otros medios quizá menos elegantes pero mucho más efectivos que la palabra, que consistían simplemente en comprarle al ciudadano elector la cruz de su preferencia. No pecamos de obviedad si acotamos en esta parte que eran los candidatos pudientes los que de modo preferencial echaban mano deste recurso, pero no eran los únicos. Distintas y hasta curiosas eran las formas de pago por el voto. Cuentan que allá en el campo, los patrones de fundos celebraban a su manera el domingo de elecciones. Cargaban en carreta o camiones a sus inquilinos y familiares que aparentaran mayoría de edad (daba lo mismo que la tuvieran o que supieran leer y escribir), los acarreaban a los locales de votación, donde depositaban la papeleta que les entregaba el capataz. De regreso al fundo, los esperaba una misa y un jolgorioso novillo asado con todo el vino que fuera menester. En regiones más urbanas el candidato comprador de votos, utilizaba el siempre socorrido sistema criollo del “pasando y pasando”. En la sede del candidato comprador se le entregaba al vendedor del voto, antes del acto electoral mismo, la mitad de un billete, o un solo zapato, o un “libro” (así se llamaba la mitad de un colchón que en esos tiempos constaba de dos partes iguales). El otro “libro”, el otro zapato o la otra mitad del billete se entregaban después del recuento de los votos y la imprescindible victoria del comprador. Tales engorros eran necesarios, porque también en aquellos tiempos se hablaba de respeto hacia una cierta voluntad popular mayoritaria que el homo elector debía expresar en elecciones libres a través de su voto universal, informado, secreto, directo, personal e intransferible.

       A pesar de que ayer y hoy muchos insisten que la democracia no tiene apellidos, permítasenos suponer que ella es –al menos– mutable y perfectible. (De otro modo sería un cadáver exquisito). Así se explican las muchas transformaciones que el sistema electoral chileno ha experimentado en su breve devenir. Reconozcamos que hogaño la práctica de compra y venta del voto es menos brutanteque y más sofisticada de lo que era antaño (aunque también menos folklórica y más sosa) . Hoy ocurre que es el Estado el que paga a los candidatos por cada voto que reciben. Al ojo avieso y la mente torcida de algunos rezongadores amargados (entre los que muchos me incluyen) esto podría aparecer como un cohecho estatista de nuevo tipo, pero barrunto que es sólo una otra señal del síndrome socialistoide que suele aquejar al moderno “capitalismo consciente” cuando se trata de autorrenovarse y protegerse ante cualquier amenaza de desequilibrio. Este co-financiamiento estatal de la actividad electoral y electorera me recuerda a esas otras urgentes transfusiones estatistas con que los gobiernos y parlamentos de turno en algunas (muchas) ocasiones se apresuran en socorrer a la banca privada y al empresariado, cuando son víctimas de las impensadas anemias que les ocasiona su propio vampirismo.

          Un conocido de viejos tiempos y diputado en los nuevos (uno de esos que antes se llamaban “compañeros”) ante estas ingenuotas preguntas sobre el tema, trataba de develarme con impaciente bondad las imperiosas razones destas normas electorales. Apelando a mi buena memoria, me decía melifluo que haber alcanzado la democracia nos había exigido a muchos un precio muy alto (cuestión indiscutible), pero agregaba que mantener y sustentar la democracia costaba aun mucho más caro. Esta era una verdad axiomática, me decía, que también explicaba –entre muchas otras prácticas democráticas igual de raras– los gordos honorarios (eso que curiosamente ellos llaman “dietas”) que los representantes populares en el Parlamento, elegidos por el pueblo para servir al pueblo, se asignan a sí mismos por sus sacrificados servicios.

         Mientras lo escuchaba a mi viejo conocido, yo pensaba que este año, cualquier candidato, gane o pierda, cobra 687 pesos por cada voto recibido. Por parte del pueblo elector en cambio, el día de la elección (esa “feast of democracy” en el decir de aquel legendario fumador de puros llamado Bill Clinton) el chileno que acuda a las urnas, si no tiene la suerte de tener un pariente con auto o de vivir al lado del local de votación, tendrá que desembolsar entre 1000 y 1200 pesos en locomoción. Acaso estas pobres aritméticas sean demasiado primitivas para explicar algunos refinados mecanismos con que funciona esta moderna democracia que tanto nos costó alcanzar, pero por pobres que ellas sean, deberían ser tomadas en cuenta para que esta democracia no se convierta en un mero “abuso de las estadísticas”, como lo denunciaba Borges.
            


14 de febrero de 2013

ELECCIONES


 

 

MÁS SOBRE LO MISMO

 

El 17 de noviembre deste año 2013 tendrán lugar elecciones presidenciales y parlamentarias en Chile. El domingo 25 de septiembre del mismo año, la población alemana será convocada para elegir el nuevo Bundestag y por ende, el nuevo gobierno de Alemania. Para no ser menos, en la Capilla Sixtina del Vaticano el próximo mes de marzo se reunirán los cardenales menores de 80 años en un cónclave secreto para elegir al nuevo Pontifex Maximus de la católica, apostólica y romana iglesia.  
Casualmente en estos días cayó en mis manos el libro del Dr. Phil. Michael-Schmidt Salomon. Aunque después tuve que beber un vaso largo de bicarbonato, fue con todo una grata lectura veraniega, de la que más abajo reproduzco algunas líneas sobre el tema eleccionario.

 

 

Michael Schmidt-Salomon
NINGÚN PODER A LOS TONTOS
Un manifiesto contencioso
(Adjunto libro completo como documento PDF y Word)

 

“La estupidez – ella es la gran constante de la historia humana, la única potencia mundial que ha perdurado durante milenios: reyes, papas y presidentes vinieron y se fueron; sociedades surgieron y sucumbieron, programas electorales fueron escritos y olvidados – la estupidez permaneció. Revoluciones, catástrofes naturales, guerras mundiales o crisis financieras tampoco pudieron mellarla. De hecho, siempre hubo brotes esperanzadores de conformar más racionalmente la convivencia de la gente; sin embargo, tales experimentos raramente perduraron. La poderosa Internacional de los Tontos, de los estrechos de mente, de los que se quedaron eternamente en el pasado, de los retardados sin remedio que retomaron el atril de director de la historia y marcaron el débil ritmo al que las condiciones deben danzar.

 

… Aunque hoy los partidos se esfuerzan más que nunca en obtener aprobación por parte de los electores, la aprobación por parte de los electores a los partidos políticos no fue nunca tan pobre como lo es hoy en día.

 

¿Cómo se explica esto? ¿Podría ser que los electores cada vez se asustan más de sí mismos al notar en la flaqueza y desorientación en la política la imagen reflejada de su propia flaqueza y desorientación? ¿Despotricamos contra los »políticos necios sólo porque queremos desviar nuestra propia estupidez? La amarga verdad es: ¡En la democracia no sólo todo el poder proviene del pueblo, sino también toda la estupidez! ¿Por qué entonces acusar con el dedo a políticos incapaces, banqueros rapaces  o predicadores de odio chiflados? ¡Después de todo nosotros, cabezas huecas, recibimos sólo la política, la economía y la religión de cabezas huecas que merecemos!

 

Entonces partamos por nosotros mismos: ¿Qué fue lo que falló entonces tan terriblemente para que hayamos permitido esta estupidez? ¿Por qué no se vislumbra aún un fin de esta farsa? ¿Cómo es posible que a partir de todos los tiernos bebés de Homo-sapiens, que día tras día ven la luz del mundo, se desarrollen con regularidad espantosa Homo-demens adultos retrasados. Para responder a esta interrogante echemos un vistazo a la  Matrix cultural de la que se alimenta el Poder de los Tontos…”

 

31 de enero de 2013

Recurso del método (1)


EL HOYO DE CELLE

           
Los hechos que desde hace décadas (si queremos ser exactos, más bien siglos) sacuden con violencia a la Araucanía, pero que aún no logran sacudir de su cómplice letargo a los regentes y administradores políticos del país (también a la mayoría de su población), últimamente han comenzado a ser objetos de sesudos análisis del “trabajo de inteligencia e información” que realizan en la región los servicios policiales y aquellos similares de la brumosa Agencia Nacional de Inteligencia (ANI es la sigla), de la cual, como corresponde al carácter de sus clandestinas actividades legales nadie sabe mucho. Por razones obvias, las instancias parlamentarias encargadas de su fiscalización y control, tampoco parecen saber mucho de ella. Sólo se limitan a aprobar su financiamiento y funcionamiento.
Se multiplican las opiniones y comentarios sobre la misión que estos servicios cumplen o deberían cumplir en la Araucanía, en “legítima defensa del estado de derecho”. Toda esta gelatinosa verbalidad que se derrama sobre el tema me ha llevado a recordar “El hoyo de Celle”.
Ocurrió hace ya algunos años, pero el plot de la historia, aun con otros productores, otros autores y otros actores, con otros argumentos, otras escenografías y vestuarios, sigue siendo tan actual como las razones que lo engendraron.
 En la madrugada (siempre estas historias comienzan de madrugada) del 25 de julio de 1978 una poderosa detonación arrancó de su sueño a un par de miles de habitantes de Celle, una pequeña ciudad en el estado alemán de Baja Sajonia. Resultado de la explosión fue un forado de cuarenta centímetros en los muros exteriores de la moderna prisión de alta seguridad de la ciudad (hoy una de sus principales atracciones). Con una celeridad que demostraba la eficiencia que se espera de ellos, la policía y las fuerzas de inteligencia estatales no necesitaron demasiado tiempo para descubrir que se trataba de un fallido atentado terrorista, cuyo fin había sido liberar a Sigurd Debus, un supuesto miembro de la RAF (Fracción del Ejército Rojo, un pequeño grupo de la izquierda alemana más radical de aquellos tiempos), que se encontraba en la prisión. Las pruebas presentadas por los expertos de la policía y los organismos de seguridad que avalaban sus afirmaciones eran tan abrumadoras como irrefutables: al huir después del fútil atentado, los autores habían abandonado en el lugar de los hechos un Mercedes 350 SL en cuyo interior se encontraron armas y munición, así como pasaportes falsificados. Entre estos, uno con la foto de Sigurd Debus, en cuya celda fueron halladas herramientas que evidentemente debían servir al propósito de cavar un túnel. Para eliminar toda duda razonable sobre la paternidad de la RAF deste nuevo delito terrorista, la autoridad persecutora agregó a la lista de sus evidencias el “documento Dellwo”, escrito presuntamente por el miembro de la RAF, Karl-Heinz Dellwo, por el que la prescrita organización declaraba su intención de realizar atentados en los “perímetros de las prisiones” con el objeto de solidarizar con los camaradas presos.
A pesar de todas estas pruebas y del extraordinario despliegue de fuerzas operativas de la policía estatal y federal, y aun cuando la autoridad dio a conocer sus identidades inmediatamente después del atentado la cárcel de Celle, los autores materiales del mismo nunca fueron habidos. Se trataba de los delincuentes comunes Klaus-Dieter Loudil y Manfred Berger. En su lugar fue detenido el obrero estucador Manfred Gürth, un supuesto cómplice de ambos y condenado como tal a tres años de prisión. El prisionero Sigurd Debus fue trasladado a otra prisión en Hamburgo bajo condiciones de extrema seguridad. En 1981 los abogados de Debus solicitaron su libertad condicional a la que tenía derecho según el reglamento penal vigente. Esta solicitud fue denegada por el ministro estatal de justicia, aludiendo a la “participación intelectual” de Sigurd Debus en el atentado a la cárcel de Celle en 1978. Como protesta ante esta decisión, Debus inició una huelga de hambre que culminó con su muerte cuarenta y siete días después de iniciada.
Hasta ahí, la versión “oficial” sobre estos hechos que en su ocasión ocuparon las páginas titulares de la prensa y los principales espacios de la televisión. En innúmeros talk-shows, las autoridades federales y estatales hicieron coro para condenar la amenaza terrorista que se cernía sobre la democracia alemana, que hacía necesaria, sí, imprescindible un endurecimiento de las leyes para perseguir y castigar con el mayor rigor a los que se hicieran responsables de delitos tan deleznables como el atentado a la cárcel de Celle.
Ocho años después, en 1986, Ulrich Neufert, un redactor del “Hannoverschen Allgemeinen Zeitung” (perteneciente a esa especie en extinción de  periodistas que gustan de hurgar en las páginas oscuras de las “historias oficiales”), después de una acuciosa investigación, cementada por una abrumadora cantidad de documentos, puso al descubierto que el caso del “Hoyo de Celle” había sido un operativo especial planeado, dirigido y ejecutado por los servicios estatales de seguridad e inteligencia de la Baja Sajonia. Los autores deste guiñol siniestro le habían dado a su criatura un encantador nombre circense: “Acción Magia de Fuego”, se llamaba. Todo en él, desde la A hasta la Z, había sido un hilván de faramallas destinados a inculpar al enemigo predeterminado por la autoridad política de turno. Por supuesto el trabajo de las comisiones parlamentarias que investigaron el caso concluyó, como de costumbre, en nada.
Sería ocioso en esta parte comenzar con el enunciado de paralelos históricos entre el hoyo de Celle y los muchos hoyos cavados por las políticas de seguridad chilenas, en especial las del actual gobierno del empresario Sebastián Piñera, no sólo en la Araucanía. (Sin olvidar las de todos los gobiernos anteriores, incluido por cierto el más efectivo de todos ellos en materia de seguridad, el del Capitán General, que cavaba más tumbas que hoyos).
¿Quién, medianamente cuerdo (o sea chilenamente normal), se atrevería a asegurar que la situación desbordada de la Araucanía es algo que se puede solucionar con estrategias de inteligencia militar o de seguridad nacional? ¿Quién se atrevería a asegurar que los servicios de inteligencia no actúan operativamente desde hace tiempo en la región? ¿Quién se atrevería a confiar ciegamente en la veracidad de las declaraciones oficiales de la autoridad  política sobre los hechos que ella cataloga como “terroristas?
Larga, muy larga es la lista de preguntas que se deducen naturalmente de las actividades encubiertas de estos organismos instrumentales con que el estado, cualquiera sea su forma, realiza su monopolio constitucional de la violencia. Por otro lado se hace menester no olvidar, que en el cumplimiento de sus objetivos todos los servicios de seguridad e inteligencia han necesitado, buscado y obtenido siempre la colaboración (voluntaria, forzada y/o pagada) de elementos que pertenecen al “enemigo” que se debe combatir. Sin esta ayuda espuria, todas las operaciones en el frente invisible de la defensa de la patria estarían simplemente condenadas al fracaso. Además vale la pena no olvidar, que el estado como tal, desde sus platónicos comienzos, ha necesitado tener ante sí la imagen de un "enemigo" como razón esencial de su propia existencia. (Platón defendía incluso el derecho del gobierno a mentir, si así lo exigía el interés público).
Así pues, el hoyo de Celle no hizo más que dejar al descubierto un modus operandi normal de los servicios de inteligencia. Desgraciadamente, es también un hoyo que condena a la democracia a seguir cayendo en él cada vez que el gobierno de turno lo considere necesario.