23 de noviembre de 2012

Pornografías (1)

 
 
PORNOGRAFÍA DE LA CARIDAD
Ya se acerca, ya viene.
El último día deste mes de noviembre y el primero del próximo diciembre tendrá lugar el evento cúspide de la televisión chatarra chilena: la llamada “Teletón”. Como casi todos los programas y formatos que conforman la oferta gruesa de los canales nacionales, también este es de prístino origen estadounidense. En este caso, el modelo a imitar es una iniciativa misericordiosa de un entonces conocido hacedor de morisquetas llamado Jerry Lewis, que en 1966 llamó por cadena televisiva a hacer donaciones cash en beneficio de enfermos indigentes afectados por distrofia muscular diversa. La chilena variación actual apunta al financiamiento solidario de la rehabilitación de niños lisiados de escasos recursos.
Una lectura prima vista nos dice que se trata sin duda de objetivos dignos de todo elogio. No por acaso caridad y compasión ante el prójimo doliente fueron conceptualizadas ya por los presocráticos como virtudes, y por lo mismo ingresadas posteriormente por todas las religiones mayores en el catálogo de requisitos para postular a un cupo de salvación eterna al otro lado del espejo.
Hasta ahí las cosas, nada habría de reprochable en la elementalidad de ese instinto ético. Sin embargo, también muy tempranamente el inseparable alter ego del hombre predicador de virtudes (ese inmoralillo que todos llevamos dentro) descubrió otras aplicaciones prácticas del ejercicio de las mismas. Menos célicas, más aterrizadas. Así, con rapidez inaudita pero no inesperada, caridad y compasión devinieron en melifluos instrumentos de poder, en enemas de la mala conciencia, en fina cirugía plástica de nuestros abscesos civilizatorios. Si hojeamos a la ligera en la historia de nuestra humana sociedad (o humana suciedad) vemos que retorcerle la nariz a eso que consideramos virtudes, deformarlas hasta que se conviertan en exactamente lo contrario, ha sido desde siempre una praxis corriente en la producción de pensamiento utilitarista, especialmente el de carácter político o religioso.
Sólo así puede entenderse que el retintín virtuoso del llamado de la Teletón al chileno del montón a abrir su corazón y su billetera, no sea más que una cínica sordina del espantoso trompeteo publicitario con que el empresariado nacional y transnacional anuncia y celebra su supuesta caridad y compasión con infantes minusválidos. Virtudes devenidas en ingeniosos artilugios contables y tributarios en beneficio propio. (The chilean way, dicen los que saben).
Durante las interminables horas del spot publicitario más largo de la historia de la televisión, desfilarán -¡qué duda cabe! - ante las cámaras, figuras y figurines de la farándula política y de la subcultura nacional, que embetunados de maquillaje y piedad declararán su maratónico amor a los infantiles prójimos desvalidos, que esperan anhelantes por la monedita que les haga posible un tratamiento médico, unas muletas, una prótesis o una silla de ruedas. Como refuerzo visual se mostrarán imágenes de pequeños lisiados sonrientes que agradecerán la bondad de la dádiva. Este voyerismo hará perfecta la pornografía de la caridad.
Por otra parte, este largo show de la misericordia servirá una vez más para exculpar al estado (inútil por naturaleza, dicen los que dicen saber) por el incumplimiento de otro de sus tantos deberes intrínsecos.
A comienzos del pensamiento creador, los griegos entendían que la tragedia (en cuanto objeto de arte escénico) era conducir al espectador al acto purificador de la compasión y la caridad. Pero la modernidad, entre otras buenas y malas cosas, nos ha llevado también a entender que el vero objetivo de la tragedia representada por el Hombre en el escenario de su biografía inconclusa, sólo puede ser la eliminación de las causas que dan origen a la caridad y la compasión.
Entiéndanse estas fatigadas líneas, como un aporte personal a la otra maratón: ese largo camino a la Humanidad que tenemos por delante.
 
  
  


29 de octubre de 2012

CONFIESO QUE HE VOTADO


CONFIESO QUE HE VOTADO

Consummatum est.
Acabo de regresar del Liceo Augusto d’Halmar de Ñuñoa: lugar de votación en las chilenas elecciones comunales deste año. Confieso que he votado con una acibarada mezcla de frustración, autocompasión y bronca. También con una considerable pizca de asco. Acaso lo hice en ejercicio de una de esas tantas supersticiones de las que somos prisioneros desde que nos nacieron, o guiado quizá por esa misma falta de imaginación que durante más de once siglos llevó a los siervos de la gleba a ahinojarse frente a su señor y el obispo, para reconocer así, en y ante ellos, la única forma posible de convivencia social a la que podían aspirar en su miserable y terrenal vida. Con seguridad hay otros muchos motivos de origen igualmente difuso en mi inconsciencia histórica que, nolens volens, me llevaron esta espléndida (y rápidamente podrida) mañana de domingo a cumplir con mi parte de monaguillo triste en esta misa negra con que nuestra mal llamada democracia celebra sus impudicias disfrazadas de virtudes. De lo único que estoy seguro (valga esto a modo de excusa repetida) es que no voté por alguien, sino solamente en contra de alguien: un neanderthalensis con aspiraciones de sapiens.

Ciertamente esta excusa no logra justificar mi participación en un rito que ha mucho se vació de contenidos para quedar en lo que ahora es: un mal guiñol sin luces ni gracia. Todos sabemos de sobra que desde la kafkiana metamorfosis de la democracia en mercado, el votante es ahora sólo un consumidor al que se debe convencer de las bondades de un producto que alguna vez se llamó esperanza y hoy se llama candidato. Las ofertas programáticas (si es que podemos llamarlas así) tienen la consistencia y el peso de un flato revenido. La vacuidad de los slogans que en vísperas de esta “fiesta democrática” (así el imaginativo tropo del subsecretario de los sobreprecios) daba cuenta de esta mutación es simplemente sobrecogedora. “¡Aquí estoy!”, “¡Siempre contigo!”, “¡Vamos por más!”,  “¡Te lo firmo y te lo cumplo!”, “¡Junto a ti las veinticuatro horas”, ¡Tú me conoces!”. La lista es larga. Ya se ha escrito bastante sobre la abrumadora estadística de estos eructos mentales (que en verdad deben leerse como un psicograma de curvas rojas), pero con seguridad aún no logramos entender su patología.

¿Por qué, a pesar de tal espeluzno con que se nos muestra esta “democracia”, insistimos en aferrarnos a su culto?

¿Por qué, cuando se trata de entonar el canto de sirenas con que Circe nos invita al naufragio de esta democracia en que navegamos, armonizan en perfecto dúo, voces tan disímiles como la del esclarecido Cristian Warnken con la del templario Gonzalo Rojas (el Otro, el Falso)? ¿Por qué el fresco trino incendiario de Camila Vallejo se funde en una sola nota con el rebuzno troglodita de un tal Moreira?  

¿Por qué pervive esa curiosa coralidad con que tirios y troyanos elevan sus ditirambos a esta farsa de expresión soberana del ciudadano “libre”?

No hago más que repetir algunas de las muchas preguntas que ya se han hecho y siguen haciendo otros más ilustrados e indignados, que en número creciente comienzan a descubrir que el Rey está desnudo, por mucho que él y sus cortesanos afirmen lo contrario. Mucho me temo que las respuestas a estas interrogantes, se encuentran más en las aproximaciones cognitivas de Levi-Strauss o Mircea Eliade a nuestros oscuros cultos ancestrales, antes que en los pretendidos racionalismos de la sociología o las ciencias políticas.

Ideada apenas hace dos mil años como una dinámica posibilidad del desarrollo humano compartido, la democracia hace tiempo que se ha empantanado en los cenagales del descrédito y la impotencia al que la han empujado los verdaderos dueños del poder. Otra esperanza humana petrificada en dogma. Otra audacia del pensamiento transmutada en estampita religiosa con forma de voto.

Entre los cultores de esta moderna superstición llamada democracia, no pocos se empecinan en afirmar que ella es el sistema político menos malo, o al menos tiene esa camaleónica capacidad de renovar el maquillaje con que actúa. (Lo “menos malo” sigue siendo malo y por lo mismo no puede impedir el desafío de la búsqueda de “algo mejor”).

Sobre esto recuerdo lo que me decía al respecto una buena conocida alemana (digamos, una amiga cercana del tercer tipo). Mientras el país existió, ella fue una apasionada, estricta y fiel militante del partido que gobernó casi 40 años la RDA (un paisito bien conocido por algunos de nuestros actuales prohombres y promujeres públicas). Después de la caída del Muro de Berlín, esta amiga, por obra y gracia del birlibirloque de la buena oportunidad, se transformó en apasionada, estricta y fiel militante de otro partido, en todo diferente, al que había servido en su vida anterior. Cuando tocábamos ese (y otros objetos menores que no vienen al caso), ella, con mucho gracejo me decía mimosa: “Las elecciones en el socialismo eran carreras donde corría un solo caballo. Las elecciones en la democracia, en cambio, son carreras donde corren muchos caballos, pero todos son del mismo dueño”.

Después de depositar mi voto, al abandonar el Liceo Augusto d´Halmar de Ñuñoa, (con el cachito de cola que me queda entre las piernas), se me vino a la cabeza esa frase final de la obra “Marat-Sade” de Peter Weiss. (En rigor, la obra se llama: “Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral del hospicio de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade).

En este final teatral, la figura del revolucionario Jacques Roux (representada por un erotómano), con la camisa de fuerza anudada a su espalda, mientras los enfermeros lo arrastran fuera, grita desesperado al público: “¡Cuándo vais a comprender! ¡Cuándo vais a comprender!”.

Naturalmente yo no dije ni grité nada. Yo no tengo el valor de Roux (y en lo que respecta a la erotomanía, el trapo ya no me da ni siquiera para imaginarme muchas cosas). De haberlo hecho, los milicos (¿qué hacía allí esa manada en traje de combate?) me habrían interpelado con su modus habitual. Por lo tanto, me vine simplemente a casa a beber una cerveza (prohibida estrictamente por nuestra virtud republicana en días de elección).

Con la lata en la mano, mirando la majestuosa montaña que nos dio por baluarte el Señor, me resigné pues, a suspirar estas líneas.

 
NOTABENE.

Al cierre de esta edición me entero que en la región metropolitana un trío de damas (que gozan de toda mi simpatía – no las conozco, así es que no puedo decir más) acaban de desbancar a un duro trío macho de nuestro pleistocénico más reciente. Me alegro por ello. Tal operación de limpieza sin embargo, no invalida mis líneas anteriores. La extirpación ocasional de verrugas en el rostro de la democracia, no logra paliar y mucho menos mejorar el gangrenosum que la devora por dentro. Vale.   

 

 

 

 

10 de octubre de 2012

VOTAR POR BOTAR


VOTAR POR BOTAR

Me entero que en este país llamado Chile, en algún domingo próximo deste mes de octubre se realizan elecciones para elegir alcaldes y concejales de los gobiernos comunales. A primera vista se trata (al menos eso afirman, con sospechosa vehemencia, la contitusión bolítica de la repúvlica[1], los medios de comunicación, y por supuesto los propios candidatos) de expresar una voluntad política a través de un voto supuestamente informado, directo y secreto. Un ejercicio de democracia del pueblo soberano, dicen. Tras la eufonía de la expresión se esconde aviesa, una cacofonía falsaria. Se trata en verdad de un simple mecanismo indirecto con que los administradores del mercado y su sistema se aseguran que se produzcan todos los cambios políticos necesarios para que todo siga igual. (Gatopardo se llama esta bestia siemprerediviva).
El llamado voto informado, directo y secreto es sólo otra forma de “McDonald´s happy box”, la “cajita feliz de McDonald”, con que se accede a la “voluntad popular” de una masa electoral que hace mucho dejó de ser informada, para ser ahora simplemente manipulada. Al emitir su voto, el ciudadano elector entrega a un perfecto desconocido parte principal de su potestad personal de discernir y actuar sobre asuntos que le incumben. Y lo hace a cambio de nada. (A menos que se crea que lo que pregonan los afiches de supermercado con que se presentan los candidatos, son verdades celestiales).
El acto democrático en su quimérica versión aristotélica es el acto de un hombre libre. Espécimen que muy difícilmente se puede encontrar en una masa aherrojada a un sistema de mercado y mercadeo que ha hecho (y perfeccionado) de la estulticia y el engaño una fuente inagotable de su poder.
Hablando de esto, José Saramago dijo alguna vez que: “El poder real hoy es el económico, que es lo que verdaderamente gobierna al mundo. Pero los ciudadanos no tienen acceso, ni directo ni indirecto a ese poder, ya que su voto no define las políticas económicas. ¿Cómo podemos, entonces, seguir hablando de democracia si no tenemos los instrumentos para controlar ese poder? La democracia se convirtió en el instrumento de dominio de los grandes grupos económicos”.
Si miramos en nuestro redor ¿quién podría desmentir hoy en este país a Saramago?
Hablando sobre lo mismo, Leopoldo Lugones, un poeta que políticamente nada en común tenía con Saramago, decía hace ochenta años: entre una democracia mayoritaria y una verdadera hay la misma diferencia que entre la prostitución y el amor”.
Sería monótono seguir con citas semejantes de otros notables sobre la degeneración y envilecimiento de la idea esencial de eso que insistimos en llamar democracia. (A propósito, con suspirosa melancolía, me recuerdo  de esa bella consigna ácrata que exige “todo el poder para nadie y ningún poder para todos”).
Sin embargo, a pesar de toda mi bronca histórica y política conmigo y con mi tiempo, el domingo de las elecciones acudiré a votar. Pero votaré sólo para aportar a botar al actual esperpento regente de esta comuna en la que vivo. (Creo que es Ñuñoa o Providencia o Viña del Mar u otra parecida). No votaré por alguien, sino en contra de alguien. Por cierto no existe la más mínima garantía que a este esperpento no lo suceda otro u otra de igual catadura, pero debo reconocer que aun palpita en mí, débil, la cada vez más frágil  esperanza de vislumbrar aunque nomás sea a la distancia, una llamita de decencia en este túnel de la obscenidad política en que nos encontramos. ¿O sólo es un fuego fatuo?



[1] Las faltas ortográficas evidencian que se trata de un documento que requiere de manera urgente una corrección a fondo.

14 de mayo de 2012

PALABRAS Y CONTRAPALABRAS


PALABRAS Y CONTRAPALABRAS

(La pública opinión de Catalina)


Desde el año 2000, a comienzos del otoño, suele entregarse en Santiago de Chile el Premio Altazor: una distinción que pretende honrar meritorios rendimientos de creadores de todas las áreas de las artes nacionales chilenas. Hablamos de un premio de carácter etéreo, sin ningún respaldo en metálico (salvo la estatuilla de hierro que insinúa el metafísico vuelo del paracaidista homónimo, que encumbró la creación poética de Vicente Huidobro a una altura de vanguardia en la literatura hispanoamericana del pasado siglo XX). Es una premiación inter pares, porque quienes lo otorgan (con más o menos buen criterio) y quienes lo reciben (con más o menos méritos) son ante todo colegas de pasión y oficio. Se trata entonces, más bien de una graciosa reverencia con que los artistas chilenos se honran a sí mismo por sus servicios prestados al siempre sísifo desarrollo de la “cultura nacional”. (Binomio este último, que la demagogia política suele enunciar en público con eufónica rimbombancia, para luego condenar en la práctica a la gran mayoría de los posesos hacedores que día a día se arriesgan a construirla y mantenerla viva, a la precariedad existencial de los ilotas.) Se entiende por lo tanto que ceremonias de premiación de este tipo, tan pobretonas de reflectores, sin alfombras rojas, sin el glamour del billete grande ni el oropel de la farándula, gozan de escaso interés general y del generoso desinterés oficial.

Esta vez sin embargo, un episodio más bien anecdótico convirtió un pequeño acto cultural que debía pasar perfectamente desapercibido, en un espectáculo de impensada pirotecnia.  
    
Uno de los “Altazor” de este otoño cayó en manos de Catalina Saavedra, por su trabajo actoral en “Gladys” (pieza teatral de Elisa Zulueta, igualmente galardonada como la mejor obra teatral de la pasada temporada 2011). En sus palabras de agradecimiento, Catalina dedicó este premio a Iván Fuentes, el líder del Movimiento Social por Aysén y los ciento cincuenta mil indignados de la siempre maltratada región patagona (uno de los pocos dirigentes sociales que entre sus demandas incluye expresamente el acceso popular a la cultura en general y al teatro en particular). Al terminar su breve alocución de gracias, Catalina pronunció una consigna personal de combate que al día siguiente explotó como granada de fragmentación en el apático paisaje mediático nacional.
¡Viva el teatro, viva la cultura, abajo Piñera!”, dijo impúdicamente.

(Información para los desavisados: Piñera, Sebastián, es empresario chileno. Desde el 2010 se desempeña como Presidente de Chile. Eventualmente hasta el 2014. Lo que sí es seguro es que después de su mandato presidencial seguirá perteneciendo a la élite de los hombres más ricos del planeta Tierra).

Aunque el flamígero llamado de Catalina fue pronunciado como frase entera y así debe ser oído y entendido, preciso es reconocer –desgraciadamente- que sólo fue el último tercio de la misma el que de manera unánime despercudió la aletargada “opinión pública”. Pero no es por acaso que el ominoso “abajo Piñera” de Catalina siguió después de sus vivat al teatro y la cultura. Es de sobra sabido que el nivel cultural del presidente es inversamente proporcional a su extraordinaria capacidad y energía para demostrarlo en público. Como sea, fue ese “abajo Piñera” el chispazo que encendió (nomás por un breve instante) el entusiasmo de muchos, reavivó el odio de otros tantos y disturbó en varios otros la paz de su atardecer mental.

Por supuesto que la televisión chilena (al igual que los monos místicos de Nikkō y de acuerdo a su natural forma de ser) no vio, no oyó, ni dijo nada. Pero algunos periódicos y radios se apresuraron en pedir la opinión de romanos y cartagineses sobre el “exabrupto” de Catalina Saavedra. No viene al caso registrar aquí las solidarias voces en pro de su apelación. Son muchos los que la celebraron con aplausos y chirigotas. Sin embargo varios le negaron a Catalina toda originalidad en su decir, por cuanto sólo se había limitado a articular verbalmente el resultado de las últimas encuestas que cifra en un casi 75% el porcentaje de la población chilena que desea lo mismo que ella. Algo más preocupante que el jolgorio de esa mayoría fue el odio con que la otra parte acusó el lúdico golpe de cascabel que esta “Rata de izquierda” (así un lector de “La Segunda”) asestó al Señor Presidente. Fueron numerosos los llamados a degüello de la iconoclasta que la prensa de derecha se esmeró en reproducir en toda su alevosía.

Algunas otras personas, con menos beligerancia pero con igual ofuscación rechazaron molestos la expresión de la actriz. Unos la tildaron de “desubicada que emite opiniones en lugares que no corresponde”, otros consideraron sus palabras como “fuera de contexto” e “irritantes”. ¿Cuál sería, según ellos, el contexto apropiado y los lugares correctos para que una actriz lenguaraz le diga al Señor Presidente lo que una abrumadora mayoría piensa de él? No lo dicen. Olvidan que el escenario ha sido desde siempre (al menos desde Aristófanes en adelante) un buen lugar para asestar puyazos a los príncipes de todos los tiempos, pelajes y colores.

Más allá del grado de aceptación, rechazo o indiferencia que despertó la frase de Catalina, lo que a mí me ha parecido más relevante es su coraje para pronunciarla en público. Lo hizo aún a sabiendas que los poderosos no aceptan ni toleran voces disonantes, y no tienen remilgos a la hora de tomar desquite. Catalina me hizo reconocer mi propia falta de valor para expresar de viva voz mi opinión sobre asuntos de este tiempo que me incumben y afectan. Nunca me he atrevido a escribir, mucho menos decir, lo que yo pienso del actual Señor Presidente de este país en que vivo. Me gustaría decirle por ejemplo, que me parece un epígono caricaturesco de aquel regente italiano que hasta hace poco se jactaba de gobernar a un pueblo “sin cojones”; decirle que detesto su sonrisa de payaso maligno esculpida en su cara de palo; que me enferma su afán de riqueza y poder: que no soporto su devoción de Tartufo empedernido; que sufro lo indecible con su altisonancia de patán inculto, etc. Pero decir y/o escribir lo que pienso exigiría de mí una bizarría que yo, por desgracia, no tengo en bodega.

Por todo esto agradezco a Catalina su bendita frase. Y agradecerle también por el raro y complejo privilegio de ser su padre. 

 

     

30 de abril de 2012

A PROPÓSITO DE CONCURSOS


SANTIAGO SIN MIS CIEN PALABRAS

Como es de público conocimiento, una vez al año, la empresa operadora del Metro santiaguino organiza un concurso de micro relatos, patrocinado por la empresa minera La Escondida. No sólo se trata de una simpática iniciativa cultural, sino es además una elegante torera que le permite a ambas empresas presentarse ante la opinión pública como mecenas rangosos, aunque en sensu stricto todos saben que esta dadivosidad nace más bien de un frío cálculo tributario antes que de alguna bonhomía cultural.
Como sea, el mencionado concurso goza sin duda de una gran popularidad. Así, este año 2012 alcanzó el envidiable record de más de 58.000 participantes. No es impensable, quizá hasta acaso determinante, que tal popularidad sea estimulada por los premios en metálico con que vienen enjaezados los laureles. Seamos precisos: en caso alguno se trata de sumas estratosféricas. El premio mayor no alcanza a ser una quinta parte de lo que se embolsa mes a mes cada miembro del directorio de ambas empresas o lo que cada honorable senador de la república recibe por sus servicios a la patria. En este año, los dos millones de pesos que aguardaban por el ganador del concurso fueron un atractivo indiscutible para las decenas de miles de mortales comunes que se dieron a la simpática y nunca tan fácil tarea de enhebrar un relato en cien palabras. (Monterroso lo lograba con menos). Los dos millones eran un atractivo al que tampoco yo, desde mi acostumbrada precariedad existencial, pude resistirme. (Como siempre hago en estas ocasiones, hasta me farreé imaginariamente y por adelantado los dos millones en un viaje a Buenos Aires: despilfarrados en libros, picaditas con buenos amigos en “El Federal” y aperitivos vespertinos con mejores amigas en alguno de los cafés notables de Palermo.) 
Por supuesto no me gané ni siquiera un peluche de consuelo.
En el proceso digestivo de esta nueva derrota me dije que el jurado, compuesto en su parte principal por dos jóvenes plumas de renombre (oí que se trataba de una damielita y un bolañito), con toda seguridad no había leído mis opúsculos. Porque era imposible que ellos, los miembros del jurado supremo, hubieran leído las 5.800.000 palabras de los 58.000 textos en el escaso tiempo del que disponían para emitir su juicio. No, lo más probable es que ellos sólo se hubieran limitado a juzgar sobre una minúscula preselección, hecha por anónimos funcionarios del metro o de cualquier parte, vaya uno a saber quienes. Si me hubieran leído, me dije, me habrían tirado a lo menos uno de los premios chicos. Pero después de pensar otro momento, me dije que tal vez sí habían leído mis textos y los habían desdeñado, para terminar concediendo la gracia de su decisión (y los dos millones) a otros. Entonces, concluí mi proceso de lamer las heridas de mi maltratada vanidad recordando lo que sabemos desde siempre: que todos los jurados literarios cometen errores imperdonables. En todo caso, reconocí además, suspirando, que sería fantástico que alguna vez, para variar digamos, se les ocurriera equivocarse también conmigo.
Antes, mucho antes, mis manuscritos despreciados terminaban perdiéndose en los cajones del olvido. Ahora, merced a la digitalización, los arrojo sin grande cargo de conciencia al infinito papelero sin fondo de los unos y ceros que conforman nuestra hipermodernidad.
Total, la internet aguanta todo.
Aquí van pues, mis despechadas 3 x 100 palabras.

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DELITO MAYOR

Traté de alejarme lo más rápido del lugar. Pero ella reaccionó de inmediato.
“¡Atajen al ladrón!”, rugió furiosa apuntándome con el dedo.
Su grito en la vastedad de la estación Tobalaba fue la orden tronante que transformó a la dócil manada borreguil que a esa hora iba y venía, en una jauría de dogos sedientos de sangre. Comprendí de inmediato que estaba perdido. Mientras me aforraban, y antes de perder el conocimiento, alcancé a escuchar que alguien le preguntaba: “¿Qué le robaron, señorita?”.
“¡Mi corazón!”, respondió ella, anegada en lágrimas, “¡Este canalla me robó el corazón!”

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PELIGRO PÚBLICO
La primera en percatarse fue una pasajera. De inmediato alertó con un SMS al 133 de Emergencias Policiales. En la estación subsiguiente una unidad de fuerzas especiales logró bajar al tipo del tren, sin mayores dificultades. Después de un interrogatorio de varias horas, el fiscal decidió ponerlo a disposición del juzgado de turno. Frente al juez, el sujeto repitió su versión del hecho que se le imputaba: dijo que no usaba celular porque simplemente no tenía. El magistrado dispuso su prisión preventiva por todo el tiempo que requiriera el Servicio Médico Legal para el peritaje psiquiátrico correspondiente.

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SERVICIO ESPECIAL

Usted se apresura y logra subir al último vagón. Jadeando se deja caer en uno de los asientos reservados para la tercera edad. Curiosamente el tren está casi vacío. Una viejecita enfrente suyo le sonríe afable. Usted devuelve la sonrisa y luego se dedica a mirar por la ventana la veloz oscuridad del túnel. Cansado, entrecierra los ojos. Vuelve a abrirlos cuando el tren se detiene. Es una estación desconocida.
─Llegamos─, suspira la anciana.
─Yo me bajo después─, dice usted bonachón.
─Parece que usted no entiende─, le aclara amable la viejecita, ─Su viaje ya terminó. Sígame por favor.    










12 de enero de 2012

NO SÓLO PARA TEATREROS



Desde hace algún tiempo, dicto un pequeño seminario en el Programa de Magíster de Artes, con mención en Dirección Teatral, de la siempre benemérita Universidad de Chile.
Para mí, una experiencia miserablemente mal pagada y extraordinariamente enriquecedora.
El trabajo con jóvenes creadores teatrales, es libar de una inagotable fuente de Juvencia.
Experiencia por lo tanto, que no termino de agradecer.
Ahora sucede que este Programa está en peligro de desaparecer del mapa académico.
Así al menos lo anuncia una carta firmada por un coronel y una coronela de la 
Facultad de Artes de la U. de Chile.
Como al susodicho Programa de Magíster y al Departamento de Teatro,
me unen puramente lazos afectivos,
la carta del coronel y la coronela logró irritarme de muy buena manera.
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A PROPÓSITO DE LA CARTA DE LOS CORONELES
 

         A fines de 1996, en Berlín, gracias a un encuentro tan casual como grato con un viejo amigo del Teatro El Galpón de Montevideo, me enteré, así al pasar, de la existencia del Programa de Magister en Dirección Teatral de la Universidad de Chile. Debo decir que esta pequeña noticia (por llamarla de alguna manera) me alegró pero no me sorprendió. Consideré este Programa como una señal más del acelerado mejoramiento académico con que la Universidad de Chile se esforzaba en aquel tiempo, por llevar a cabo el difícil (aún inconcluso) proceso de recuperación plena de sus potestades esenciales, subyugadas por los diecisiete años de plomo de la dictadura militar del capital. Tarea particularmente ardua al interior de un sistema educacional que todavía hoy insiste en privilegiar los valores del mercado por sobre los humanos. Tampoco me sorprendió saber que este Programa de Magister en Dirección Teatral de nuestra Universidad era, a la fecha de su creación, el primero de esta naturaleza en Chile y me atrevo a suponer, también en América Latina. Por cierto este primer lugar tiene poca y ninguna importancia como valor estadístico. Su verdadero y gran mérito reside en su significación pionera para el arte teatral chileno e internacional. Por lo demás, con la creación de este Programa de Magister, la Universidad de Chile sólo ha continuado reafirmando su compromiso con la creación cultural del país al que pertenece y al que se debe. 
     Ahora debo reconocer que sí ha logrado sorprenderme la lectura de la ominosa carta del Director de Posgrado y de la Decana de la Facultad de Artes, en la que se comunica su decisión personal de cerrar el mencionado Programa de Magíster de Dirección Teatral. Pecando de una ingenuidad quizá extemporánea, siempre creí que el durísimo retorno a la práctica de la democracia (por mucho que esta nos siga pareciendo a muchos enclenque, cegatona y torpe) tenía visos de solidez que hacían poco probable una resurrección de los que fueron sus enterradores.
           La carta en cuestión me demostró que estaba equivocado.
          Aunque precario en su formalidad administrativa, este papel deja entrever la misma bruta intencionalidad que animaba los antiguos decretos militares de orden y mando, garrapateados y firmados con manu militari, por los que fue regida y sometida la vida académica de la Universidad de Chile en un pasado por desgracia aún muy cercano. La carta no entrega razones plausibles. No puede hacerlo, simplemente porque no existen razones que justifiquen la amputación de un órgano sano de un cuerpo vivo. Un órgano de uso perfectible, por supuesto, como todos los que sirven a la complejidad de la vida. Pero al margen de estos considerandos fisiológicos, lo verdaderamente inquietante de este “bando” taxativo, es su oscuro propósito de tapiar y negar un pequeño espacio de formación y libertad de expresión ad libitum a muchos de los futuros creadores teatrales de Chile y América Latina. Frente a tal intención, la respuesta de la comunidad universitaria en general y la teatral en particular, no puede ser si no la de siempre: la resistencia creativa ante la estulticia en ropaje académico. 
         No obstante, me empecino en creer que los firmantes de la carta en cuestión, no han reflexionado aún sobre los veros alcances de su capricho administrativo. Si lo hacen, que es lo que esperamos todos los creadores teatrales que nos sentimos ofendidos por tal capricho, la benedicta carta no pasará de ser una ínfima nota prescindible al pie de página de la autobiografía de nuestra Universidad.  

5 de enero de 2012

A PROPÓSITO DE ENCUESTAS


EL CARTELITO

El alemán Christoph Schlingensief (1960-2010) fue un “artista de acción”. Tal definición es lo suficientemente holgada como para albergar todas las variaciones interpretativas que a uno se le antojen, o ninguna. Por lo mismo es bastante precisa para describir la actividad artística que Schlingensief desplegó a lo largo de su breve residencia en la tierra. Con envidiable desparpajo y no poco talento metió las manos y las patas en el cine, el teatro, la ópera, la televisión, la dramaturgia, la performance callejera, y por supuesto también en los muladares de la televisión. Pero lo que caracterizó su quehacer artístico fue, sin duda alguna, su extraordinaria capacidad de provocación intelectual y política. Schlingensief era en este difícil arte de la comunicación una suerte de Rey Midas: todo lo que hacía se transformaba en un gargajo en el ojo del establishment, en una bravata al orden natural o espurio de las cosas (incluída en estas por cierto, el cáncer que lo liquidó).
Advierto aquí que estas pocas líneas están lejos de ser un piadoso in memoriam de Schlingensief. Tampoco son un loor obnubilado de su obra, la que ofreció siempre –fiel a sí misma- un generoso espacio común para el enfrentamiento de sus detractores y admiradores. Si hago esta necrológica evocación de Schlingensief es porque acabo de terminar la siempre indigesta lectura de la última encuesta de “opinión pública” que mes a mes se realizan en este país en el que vivo y que junto a otros diecisiete millones insisto en llamar mío aunque, mirado el asunto de cerca, este enunciado de posesión sea más que dudoso. Fue, pues, esta lectura la que me llevó a recordar que en 1997 Schlingensief fue detenido por la policía alemana por encargo expreso de un fiscal pequeñito por dentro y por fuera (muy parecido a otros) que lo imputó por “incitación al magnicidio” y por el “delito de sedición”.
El origen de estas imputaciones fue un cartelito que Schlingensief había mostrado en una de sus famosas Kunstaktionen (“acciones artísticas”) en el marco de la Documenta de 1997; a saber, una de las muestras más importantes de arte contemporáneo que se realiza quinquenalmente en la ciudad de Kassel.
El cartelito en cuestión decía:
“Tötet Kohl!” (“¡Maten a Kohl!”).
Recordemos que a la sazón el democratacristiano Helmut Kohl era el canciller todopoderoso de la nueva Alemania reunificada. El cartelito de Schlingensief levantó la polvareda que él esperaba y fue motivo suficiente para que la derecha alemana hiciera tronar sus trompetas morales llamando a impartir un correctivo ejemplar al insoportable contestatario ácrata (el mismo que tiempo antes había organizado excursiones natatorias de indignados para ir a mostrarle el culo a Helmut Kohl en su residencia austriaca de verano en el Lago Wolfgang, como delicada señal de desaprobación de su forma de gobernar). Afortunadamente los jueces de la causa del Estado alemán contra Christoph Schlingensief, aceptaron la argumentación de la defensa en el sentido que tal invitación al magnicidio no era sino un recurso artístico. Una hipérbole, digamos, que simbolizaba, aunque de modo extremo, la crítica radical del artista a la situación política general del país y a sus gobernantes. Los magistrados reconocieron así el primado de la libertad artística del bufón por sobre las razones de lesa majestad.
Volviendo a las encuestas nacionales mencionadas más arriba, todos sabemos que ellas han registrado una altísima temperatura del ánimo popular frente a los “gestores” políticos tanto del gobierno como de la oposición, y ante la precariedad funcional de las instituciones y poderes del chileno estado. No cabe duda que en la actualidad esta temperatura se acerca con rapidez al nivel crítico que precede a las explosiones sociales que suelen hacer historia. (Ingobernabilidad la llaman los siúticos melindrosos). Después de leer tales estadísticas fue que me recordé de la ominosa invitación artística que aquella vez Schlingensief hizo a los alemanes en Kassel.  Pensé que quizá también en Chile ha llegado el momento de escribir un cartelito parecido. Mejor varios.