“Por su verba los conoceréis...”
Por supuesto, es una variación harto poblete de la manida cita
bíblica. Si damos por cierta la traducción de Reina y Valera, la letra textual
de la versión matea de la leyenda neotestamentaria dice: “Por sus frutos los
conoceréis” (Mt 7, 16): uno de los muchos tropos con que los cuatro evangelistas
oficiales (y también los noventa y cinco apócrifos) ornaron la representación
literaria de vida, pasión y muerte de Jesús de Nazareth, el Ungido. La
distribución e imposición de estos escritos a toda la cultura de occidente, con
la fuerza de la fe y la ayuda del garrote con clavo, han convertido tales
locuciones figuradas en lugares comunes de todos los idiomas europeos, con
resonancia propia en muchas de nuestras hablas nativas indoamericanas. Hasta
los ateos más recalcitrantes y toda aquella imponente literatura bien llamada
universal echan mano permanente al saco de citas bíblicas.
Recuerdo esto, porque la idea prima destas líneas era sólo
decir algo sobre la reciente quemazón acaecida en Valparaíso, que no es la
primera ni ha de ser la última. (Los tsunamis de fuego son asunto corriente en
mi ciudad natal). Pero al escuchar y leer las farragosas opiniones de “las
autoridades” sobre el tantas veces repetido siniestro y las efectivas fórmulas
para “combatir y prevenir” las causas del mismo, así como la promesa ipsofacta
de “acudir de inmediato en ayuda de las víctimas”, me regresó a la cabeza
alguna cosa dicha y escrita por el grande maestro Umberto Eco y -ecco qui! - me
asaltó de pronto la suspirosa certeza de estar escuchando un disco rayado.
(Acotación para los nacidos después: antaño existieron discos de pasta o vinilo
que el uso frecuente solía estropear, con el triste resultado de hacerlos
repetir una y otra vez el mismo pasaje, una y otra vez, una y otra vez, una y
otra vez... Así, ad infinitum.) El tiempo sólo se ha limitado a cambiar el
nombre de los y las intérpretes, pero la misma cantinela, el mismo fraseo, la misma
intensidad emocional de declaraciones y promesas permanecen intocadas. Menester
sería agregar que tal circularidad reiterativa no siempre es un subproducto de
la mala leche ni de una aritmética demagógica. Hasta es muy probable que estas
repeticiones tan cansinas sean a veces pronunciadas con la mejor intención por
personas honestas, que a menudo suelen creer en lo que dicen, aunque después
los estropicios de la desmemoria las lleven a olvidar lo que alguna vez
dijeron.
En estos días que corren, el obligatorio tema referencial
de periodistas y autoridades entrevistadas ha sido el incendio que arrasó doscientas
o trescientas viviendas en las alturas playanchinas de ese “puerto que amarra
como el hambre”. En nazarena procesión, sin dar tiempo a los micrófonos de
enfriar la saliva recibida, todos los preguntados al respecto han coincidido en
repetir una larga lista de las causas que hicieron posible el da capo al fine de una catástrofe
cíclica, muy conocida por los porteños de todas las generaciones. Con
variaciones melódicas, rítmicas o armónicas menores, ninguna de las causas
enumeradas se ha apartado de la línea temática de la melopea deste dimes y
diretes pos desastre. Según sea el solista de turno, se acentúa el tono en la
falta de planificación urbana, en el descontrol en la construcción de
viviendas, en el despelote de los organismos supervisores, en la imprevisión de
la autoridad municipal, etc. También se vuelve a reprochar la indolencia
cultural de los propios damnificados que insisten en levantar sus viviendas
(¿?) en sectores no urbanizados y en lugares no aptos como las quebradas que en
Valparaíso han servido siempre de muladares (que ahora se extienden generosos a
las calles del perímetro patrimonial). Se habla de sacar consecuencias, de
aprender las lecciones, de implementar soluciones y de impartir sanciones. A
modo de bonus track, esta vez, si
bien no muy novedoso, ha resultado por lo menos curioso escuchar que los
eucaliptus (prolíficos inmigrantes ilegales e indeseados, ávidos de un agua
cada vez más escasa y ajena) también cortan su tajada en este generoso reparto
de irresponsabilidades a la hora de los quiubos. Como sea, si se escucha o lee
con atención cada opinión oficiosa sobre las causas del reciente siniestro
porteño, en ninguna parte y de ninguna voz se ha escuchado nombrar una de las
más poderosas razones de estos infortunios crónicos con que el destino suele
desfigurarnos el rostro patrio: la pobreza. Y mucho menos se menciona la
versión más extrema desta: la miseria. (Bueno, es posible que las casas de Lo
Barnechea o Chicureo también ardan, pero nunca trescientas a la vez).
Sería un error de lesa imaginación pensar que el
silenciamiento de tales palabras en los statements
de “nuestras autoridades” es atribuible a una supuesta inopia vocabularia, de
la que no pocas dellas suelen hacer gala. No es este el caso. Trátase nomás de
un recurso instrumental del lenguaje publicano: no pronunciar lo
impronunciable, cuando lo impronunciable acarrea siempre consigo el desafío de
pronunciarse sobre lo que se evita pronunciar. Podrá sonar a cantinflada, pero Chomski,
Eco y varios otros de sus colegas -desde su propio burladero, cada uno a su
manera - se han encargado de aclararnos que cada lenguaje verbal trae bajo la
manga la opción maliciosa de enmascarar lo que no se dice con el antifaz de la
lógica parcial de la frase oportuna. Cierto, evitar la mención explícita del
objeto en que se tropieza no elimina a este de la topografía real, ni nos pone
a salvo de la estupidez de volver a tropezar en él hasta el cansancio, pero
sirve al menos de paliativo acústico del dolor y el daño provocado por el
porrazo.
En alguna parte de su conferencia sobre la semiótica de “Los prometidos”, la novela de
Alessandro Manzoni, Umberto Eco, con una considerable carga humorística, dedica
un largo comentario a ese pasaje referido a la peste negra que termina
agrediendo a Don Rodrigo, uno de los personajes dignatarios. La evidencia de un
“repugnante bubón de un violáceo amoratado” (Manzoni), es incuestionable y
salta a la vista de los más miopes; sin embargo, Don Rodrigo se niega de modo
tajante a reconocer tal evidencia, y sus inferiores, por tanto, también se
apresuran a negar lo evidente. “Inmediatamente”, dice Eco, “el lenguaje interviene
para cubrir la realidad”. Cuando la peste comienza extender su señorío por las
ciudades, la autoridad hace todo lo posible por desestimarla y explica que sólo
“se trata de emanaciones de los pantanos, de privaciones y penalidades”
(Manzoni). Las declaraciones de los príncipes y sus magistrados insisten en la
repetición de causas accesorias, de recomendaciones fútiles, y desdeñan la
esencialidad del problema. “Al principio pues, peste no, absolutamente no:
prohibido hasta pronunciar la palabra” (Manzoni). En sus esfuerzos por tapar
con el dedo el sol tenebroso de la atra
mors, los notables son secundados por los especialistas de la época: los
médicos, los que no se atreven a llamar peste a la peste y, sumisos ante la
palabra de la autoridad, le dan a lo innombrable “nombres de enfermedades
comunes”, la llaman “fiebres pestilentes” y recurren a una “estafa de palabras”
(Manzoni), para calificar cada caso. A los que osan advertir la presencia del
flagelo y llamarlo por su nombre, son inculpados del delito de traición a la
patria; lo que lleva a la plebe, siempre creyente de la palabra de sus señores,
a intentar el linchamiento de los culpables. Finalmente, la gente acaba por reconocer
que la muerte negra está entre ellos, presente con nombre y apellido. Entonces
la autoridad (eclesiástica en este caso) se resigna a aceptar el mal, pero poco
y nada dice de sus causales, salvo la obligada alusión a la profecía apocalíptica.
La misma a la que alude Sergio Bergman, ministro argentino del medio ambiente,
para explicar el incendio forestal, aún activo, que en estos días lleva
consumidas 1.400.000 has., en tres provincias argentinas.
En Chile, esta “estafa de palabras” por la que los gatos
se convierten en liebres, no empieza ni se agota en la diarrea oral que ha
desatado el último incendio de Valparaíso. Ella se extiende con talento de
mieloma por todo el esqueleto que sostiene la verba del discurso político de
tirios y troyanos. Así es como han desaparecido los mendigos para mutar en
“personas en condición de calle”; la masa de trabajadores y pobres es ascendida
a “clase media” (lo demuestran sus zapatillas Adidas made in China que pagan en
cómodas y eternas cuotas con la tarjeta correspondiente); el cogoteo realizado
por empresarios y bancos se acepta sonriente como “faltas graves a la libre
competencia”; la prevaricación se convierte en “igualdad ante la ley”. La lista
de similares neologismos ideológicos es larga y siempre renovada. Si fuera
verdad que el lenguaje crea realidad, habría que amigarse con la idea que un
lenguaje estafador crea en las conciencias una realidad falsificada. ¡Fritos
estamos, Sancho!
Mejor lo dejamos hasta aquí el asunto este.
Mirando atrás en su historia, sabemos que a Valparaíso no
lo tumban ni los incendios, ni los terremotos, ni los temporales, ni la marina
(a propósito ¿cuándo nos devolverán el molo?), ni el edificio del congreso, ni el
alcalde Pinto ni el vecino Castro, ni la discursería del método con que se
explica a los porteños ignaros lo que no saben, pero dicen saber. Es innegable
que todos estos accidentes lo dejan desguañangado al puerto y lo tienen siempre
a medio morir saltando, pero ahí sigue con su olor a meados; con su inexplicable poesía de perros y
escaleras; con su pasado de leyenda, su presente cochambroso y un futuro que no
llega; con su intransigente personalidad de loquito babilónico obstinado en
seguir empinándose hacia las alturas, las mismas que de vez en vez suelen arder
para quemarle las biografías y ahumarle la sopa a los pobres que las habitan. Si
al final resultara que porteños y porteñas son descendientes de las afiebradas
gentes de Sinar y por eso el castigo, eso no habrá de sorprendernos: el lado
flaco de Valparaíso ha sido siempre su vanidosa originalidad.