18 de febrero de 2011

TITULOS DE DIARIO

        INVIDIA


Silvio Berlusconi.
Todos, especialmente los italianos, creen conocerlo al Onorevole Presidente del Consiglio dei Ministri della Repubblica Italiana, al Cavaliere del Lavoro, al capo di tutti capi. Así lo creen porque encuentran su rostro inevitable en la primera página de todos los diarios, en los noticieros de la mañana, la tarde, la noche, de ayer, de hoy y de mañana. Porque reconocen su sonrisa esculpida en palo doquiera la vean, que brilla y resplandece aún en la oscuridad más profunda.
Todos saben que este uomo d'onore, además de su sonrisa, es dueño de una fortuna inmensa, pero desconocen las dimensiones exactas de sus tesoros y nada saben de recetas, ingredientes y modos con los que tal riqueza fue amasada. Todos saben que cuando la situación lo exige el brazo derecho del susodicho se convierte en un misil crucero de altísimo poder explosivo, pero desconocen su alcance real y todos coinciden en que lo mejor es no conocerlo. Todos saben que las pasiones y ambiciones son parte esencial de todo hombre público, pero la mayoría coincide que en el caso de Berlusconi, estas conforman una patología excesiva aún en los mórbidos meandros del poder político. Con orgullo inaudito él mismo proclama con su dentífrica sonrisa de muñeco de película de terror: “¡Soy la persona más perseguida de todos los tiempos por la justicia en todo el mundo!”[1] Las estadísticas le dan la razón. Los fiscales y jueces que han iniciado procesos judiciales en su contra constituyen legión. Si se mira la muy extensa lista de los juicios a que ha sido sometido, no existe prácticamente ni un área del delito penal y civil que Il Cavaliere haya dejado intocada. En todas las salas de los tribunales italianos, sobre la testera de los jueces, se puede leer una consigna tan solemne como patética: “La legge è uguale per tutti” (“La ley es igual para todos”). Igual de patética que el artículo 3 de la constitución de la República Italiana, que asegura a los desavisados que ante la ley todos gozan de la misma dignidad, sin distinción de sexo, raza, lengua, religión, opinión política, condición política o social. Ciertamente Berlusconi no es el único que ha demostrado que tales preceptos apenas si valen como practical jokes, pero con seguridad es el personaje más emblemático de todos aquellos intocables que –por supuesto no sólo en Italia- hacen de la ley un mojoncito de plastilina para modelar monitos a su propia imagen y semejanza. Pero ha ocurrido también que por alguna razón extraña, la ley ha mostrado a veces poca ductibilidad ante los deseos del Cavaliere, y lo ha puesto al borde de la incomodidad. En tales casos il caro signor Al Tappone (como lo apodó algún chusco cuando a Berlusconi se le antojó usar un delincuencial sombrero panamá) no ha tenido mayores problemas en hacer derogar la ley incómoda y reemplazarla por otra a la medida de sus necesidades. Para esto ha contado y cuenta con la mayoría de un parlamento que él ha convertido en una filial más de alguna de sus mil empresas.
Los italianos saben que su Berlusconi es el que es, aunque no sepan exactamente quien es. Saben bien que las sombras del Cavaliere son frondosas, largas e impenetrables. Saben que es uno de aquellos que después de estrechar la mano de uno de sus votantes, este tiene que contarse los dedos de vuelta para ver si le falta uno. Sin embargo son esos mismos votantes los que, desde 1994 hasta la fecha, le han dado cuatro veces a Silvio Berlusconi la mayoría parlamentaria que él necesita para seguir ejerciendo la mueca de su sonrisa eterna en el laberinto de espejos deformantes en la feria de entretenciones de nuestra modernidad democrática. Un curiosum inmobile que, después de su último triunfo electoral el 2008, Berlusconi mismo explicó ante la prensa con el desparpajo desopilante de los Elegidos. Según él, la receta de su éxito es la envidia. Los italianos lo votan porque lo envidian. Envidian su dinero, su poder, su vida privada, sus triunfos, su ser. Y remató sus razones con una frase para la que aun no ha sido fundido el bronce en que debe ser vaciada: “Gli italiani sono coglione!”. (“¡Los italianos son unos boludos!”). Sus votantes, la mayoría del electorado, lo aplaudió a rabiar.
Hoy, Il Cavaliere enfrenta en Milán un nuevo proceso. Esta vez por práctica y fomento de la prostitución con menores, además de abuso de poder. Aunque nada nuevo, el mercado mediático pone en su vitrina, escrita en capitales, la poética posibilidad de que Berlusconi arriesga, por este no tan nuevo delito de su envidiable prontuario, quince años de cárcel.
Per favore, no jodan!
El proceso terminará como todos los anteriores en su contra, de manera muy diferente al de Joseph K. Porque Berlusconi no es un perro. Es él, Il Cavaliere. Y a su regreso victorioso de los tribunales después de esta nueva cruzada, lo estarán esperando a la entrada de una de sus catorce villas, madres y padres anhelantes que le llevarán como ofrenda a sus hijas o hijos catorceañeros, con la esperanza de  que Il Cavaliere se digne de meterles aunque sea la puntita.


  

Ciao a tutti! E andate a cagare...



[1] http://www.spiegel.de/politik/ausland/0,1518,654339,00.html

8 de febrero de 2011

POSTALES URBANAS (2)

VERSALLES

No.
No es el château acromegálico en Île-de-France desde donde Louis XIV ordenaba y controlaba el afrancesamiento de la Europa del Gran Siglo y en donde por las tardes después del trabajo descansaba de la pesada carga que le significaba ser Sol y Estado al mismo tiempo, además de amante mediocre[1], genitor prolífico y gallipavo real.
No.
Al Versalles este del que hablamos no se le ve por ningún lado ni siquiera la punta de un bucle empolvado de la peluca sifilítica de algún Austria o un Borbón. Tampoco se ven en él ninguna de las decenas de coquetos juegos de agua en medio de los jardines de césped milimétrico de aquel otro Versalles, ni mucho menos se ven sus miles de turistas que lo asaltan a diario armados de folletos en cien idiomas, cámara digital y una botella de medio litro de Eau d´Evian en cada mano.
No.
Este Versalles está doce mil kilómetros alejado del otro, su tocayo ricacho. Más exactamente en el sur de la otra orilla, por ahí donde las proas llegaron a fundarle la patria a Borges, a Piazzolla y Maradona. Porque este Versalles  del que hablamos, es un barrio periférico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, como ellos, los porteños, la llaman a su ciudad con el tonillo rimbombante que le conocemos y, con más o menos razón, también le envidiamos. Este Versalles es un barrio pequeñito que a duras penas alcanza a agarrarse del borde del mapa de la ciudad que lo alberga. Antes de convertirse en barrio a comienzos del pasado siglo XX, era territorio de familias gallegas semicriollas que aspiraban a ser patricias. La modernidad política republicana no les dio la ocasión de serlo, pero sí de parecerlo, lo que en nuestras latitudes viene a ser lo mismo. Es esta pequeñez trepadora y genuflexa de nuestra pseudoaristocracia latinoamericana, la que llevó a los prohombres comunales de aquel tiempo a darle a este barrio el pomposo nombre que hoy carga y nada dice. Creo que hay también un otro barrio Versalles en Cali. Y desparramados por el resto de Sub-América se encuentran miles de otros barrios con nombres igualmente espurios e historias parecidas. (En Santiago hay uno con un nombre poéticamente estremecedor: “Barrio Suboficiales de Caballería”).
Pero volvamos a este Versalles bonaerense. Su densidad demográfica es baja. En la actualidad sus habitantes no suman un tercio de los cortesanos que sirvieron al Rey Sol en el otro Versalles hace más de tres siglos. En este barrio tampoco se decide absolutamente nada que afecte algún asunto que vaya más allá de sus propias, estrechas fronteras distritales. Exceptuando naturalmente las partidas del Vélez Sarsfield cuando juega de local en el “José Amalfitani”, el mismo estadio donde el papa Juan Pablo II el año 87 les dijo a los porteños lo que ellos sabían desde siempre, que Dios era católico, apostólico y argentino. (Aunque por comprensibles razones de edad, ÉL no siempre se acuerde de todos esos atributos suyos, ni gusta que se los echen en cara). En verdad, el estadio queda en Liniers, el barrio vecino, pero la mayoría de los de Versalles son hinchas del Vélez, así es que para el caso da lo mismo. Para los shilenos es de interés saber que de la mano de Marcelo Bielsa el Vélez recibió el 98 del siglo pasado la copa nacional del Torneo de Clausura, una de las tantas que el club junta en las vitrinas de su posteridad para que las admiren los pibes de mañana.  
Al barrio este del que estamos hablando llegué por casualidad y en un bus del transporte urbano. Sí, fue la casualidad –la más heterodoxa y exacta de las leyes naturales- la que me condujo con mano tierna y segura al barrio ese. Una casualidad que no termino de agradecer, debo decir. Del Obelisco a Versalles hay diecisiete kilómetros. La misma distancia que hay entre el otro Versalles y el centro de París. El viaje desde el mero centro de Buenos Aires, digamos por ejemplo desde Viamonte esquina con Jean Jaurés hasta el polideportivo del Vélez, dura noventa minutos. Se podría pensar que es un largo viaje, pero no es así. Apenas da el tiempo justo para pensar todas las bobadas del mundo, incluidas postales como esta, destinadas a nadie. El colectivo -o “bondi” como lo llaman algunas personas- más apropiado para hacer este viaje es el 99. Hace un recorrido muy parecido al paseo por un laberinto de catorce curvas infinitas, al final del cual uno desciende mareado en este Versalles en el confín del continente. Pero a poco andar me asaltó la sospecha de que el bus 99 era también una máquina del tiempo que me había transportado, sin que yo lo notara, al pretérito pueblerino del barrio intocado e inalcanzable que uno lleva adentro, nomás poblado de nostalgias adolescentes y sueños incumplidos. Las pacíficas y anchas arboledas de tilos y plátanos orientales le daban fuerza argumental a esta sospecha mía de haber retrocedido en el tiempo. Las calles de Versalles, semivacías en cualquier hora del día, tienen ese algo raro de las descripciones que Soriano hace de sus provincias. Lugares de encuentros y desencuentros con uno mismo y los demás, donde la arena de los relojes se demora un poco más en caer, y no siempre lo hace de arriba para abajo. Es decir, nada del otro mundo, pero también con muy poco de este. Con esa sospecha entonces de encontrarme tardíamente en otro tiempo conmigo mismo, me senté en una banca de la plaza Ciudad de Banff[2], “la placita” la llaman aquí. Me senté así nomás, sin pensar en nada, o sea pensando en todo lo que se piensa en esos lugares. Como esperando simplemente, acaso sin saberlo, la aparición de un camión colorado cargado con toneles o cualquiera otra simple epifanía parecida, sin otra importancia más que la que de hacerme entrever unas pocas de esas muchas cosas de las que están llenas los días y que uno no ve, a pesar de tenerlas frente a los ojos. Estos barrios nuestros son algunas de esas cosas.
Posiblemente en Buenos Aires más de un oriundo de Puerto Madero o Recoleta no ha puesto nunca el pie en Versalles. Así como más de un santiaguino de La Dehesa no hollará jamás el polvo de Renca. Porque uno de los muchos destinos de nuestras megalópolis latinoamericanas es ser y permanecer terra incognita incluso para los que las habitamos. No sólo a causa de sus dimensiones geográficas y los abismos sociales que separan a los diez mil de arriba de los millones de abajo, sino también por la fatídica falta de curiosidad por saber lo que hay al otro lado de la empalizada con que nos hemos aislado de los demás.  
Sentado ahí en “la placita” pensé, sin temor a equivocarme, que con seguridad no existen postales de este Versalles del que hablo. Decidí entonces, dibujar esta.

Barrio Brasil de Santiago, febrero 2011




[1] Según cuenta el duque de Saint-Simon, el chismoso oficial de aquella época.
[2] Fue Perón quien la bautizó así, como homenaje a la pequeña ciudad escocesa de ese nombre por haber acogido a José de San Martín a comienzos de su largo exilio en 1824. Allí el general de libertadores fue honrado con el título de Freeman of the Royal Burgh of Banff, cuando los suyos, es decir nosotros, nos dábamos a la tarea de olvidarlo poniéndole un monumento encima.

POSTALES URBANAS (1)


PACOS


Por razones que no viene al caso mencionar, uno se encuentra en un mediodía del verano en curso en pleno centro “cívico” de esta ciudad llamada Santiago de Chile. El sol cae a plomo de un cielo que no se ve pero se adivina, y ese plomo fundido se esparce inmisericorde por entre las estrechas callejas grises, llenas a esta hora de pasantes como uno, condenados por alguna necesidad burocrática o laboral a transitar por ellas. Uno piensa (si tal ejercicio es posible bajo esas condiciones) que tal vez fueron esa canícula sin gracia y la fealdad del entorno las que llevaron a Roberto Arlt a lapidar esta ciudad con las odiosas descripciones que hizo de ella. Unas, que en ese momento sólo se pueden comprender y compartir. Un poco más allá se encuentra la Casa de los Presidentes de Chile, más conocida como Palacio de la Moneda. (Nomen est omen: el poder político del Mammon es incuestionable). Pero ese crisol de monedas desde donde se administra este país raras veces había sido servido con más propiedad que ahora, por uno que la revista “Forbes” sigue incluyendo en el ranking, debidamente prontuariado, de los mil más ricos del planeta. Si a estas exterioridades del lugar se agregan los recidivos de la dura memoria de uno que –¡joder!- ha llegado hasta ahí desde una distancia exiliar de treinta y cinco años, entonces no debe sorprender que en ese mediodía de sol y plomo tal lugar comience a transformarse en una amarillenta fotografía de una pesadilla que desde aquel martes once se niega a pasar a blanco, a pesar de la abracadabrante desmemoria de muchos y de la devoción por el cálculo político-infinitesimal de otros. Esta muy subjetiva transformación de esas calles en un sauna de luto se hace esperpéntica, cuando de pronto una estridencia de cajas, chirimías y pífanos se apodera del aire de ese mediodía caliente y hace retumbar tímpanos y ventanas. Una centuria de carabineros irrumpe en la escena. Es el desfile de la guardia del palacio arriba mencionado que se adueña de la calle y la atención de los pasantes. La encabezan dos lanceros a caballo de carabina terciada a la espalda. Los siguen un orfeón armado de bronces ruidosos y un batallón pedestre, a paso de parada o una euritmia parecida. Cierran el corso otros dos lanceros ídem. Como seguir adelante ya no es posible y retroceder tiene poco sentido, entonces uno se resigna a ser mirón de uno de los ritos más antiguos del monopolio de la violencia en cualquier forma de estado: la coreografía milica de los ángulos rectos y la mirada zombie.
Uno los mira y claro, al verlos pasar, a uno se le vienen cosas a la cabeza. Como esa del violinista Albert Einstein, quien escribió, dijo y repitió no pocas veces que para ejecutar y admirar desfiles militares –con todo lo que ellos significaban en su esencia- no era necesario tener cerebro, bastaba con la médula espinal. Por lo demás, al margen sea dicho, mi padre no sabe tocar el violín pero opina exacta y rabiosamente lo mismo. Sin embargo mucho me temo que Einstein y mi padre sean parte insignificante de una minoría intrascendente en la historia de la Umanidad. (A la palabra le falta, por razones obvias, la “hache” de Hombre). En cada región y país de nuestro tiempo una mayoría de dimensiones metastásicas sigue aceptando este predominio militante de la médula espinal sobre el cerebro.
Bueno, mirándolos a esos muchachones verdiblancos taconear enérgicos sobre el asfalto blandengue de nuestra democracia, uno también se recuerda de la nostálgica admiración del más notorio de los escritores nazis chilenos por los carabineros guardianes de la moneda: Miguel Serrano. Él veía en ellos el prototipo de lo que debería ser la “raza” y el “sentido patriótico” de los chilenos. Seguramente mirarlos, evocaba en él algún Grosser Zapfenstreich[1] de las SS, a la luz de antorchas en Nuremberg, la ciudad de los congresos imperiales del NSDAP[2]. Hay colegas de oficio y otros practicantes locales del imbricado género de la crítica literaria, que aceptan y justifican benévolos estas escapadas verbales de Serrano como leves distorsiones de “la belleza de pensar”. No lo dicen porque no sepan lo que dicen. Lo dicen a sabiendas que Auschwitz –cuyos hornos Serrano siempre negó, así como siempre defendió y reivindicó a las Waffen-SS como una “orden esotérica”- hace saltar en pedazos cualquiera ética, y por ende toda estética. (Schiller en Weimar ya lo había predicho).
Aturdido aún por el tschang-tsching-dum-durum de la tropa policial que se aleja por entre los tules borrosos del calor de ese mediodía, a uno no le queda más que la urgencia de meterse al primer bar para ahuyentar esos recuerdos perros que acaban de asaltarlo. Ese primer bar es la Unión Chica, que a esa hora está lo suficientemente vacía como para sentarse en un rincón solitario a rumiar sobre lo visto. La soledad de la primera cerveza no dura mucho. Poco después del largo primer trago uno ve aparecer a su lado al conocido que suele acompañarlo algunas veces en los solitarios paseos de cinco mil pasos de cada tarde. También él ordena una cerveza. Uno comete entonces el error de siempre y deja caer a la mesa un sesgado comentario sobre el show policial-teatral que acaba de presenciar. Sin esperar a que uno termine, el viejo conocido lo interrumpe para decir y hacer lo que uno ya sabe y teme de antemano.
“¡Ah, sí, nuestro carabinero!”, dice suspiroso y teatrero, “¡Una de las subespecies más inefable en nuestra zoología de servicio público! ¡Tan Dr. Jekyll con algunos pocos y tan Mr. Hide con otros muchos! ¡Creo haber escrito algo sobre el tema! ¿Me permite que se lo lea?”. Y antes de que uno logre huir, mete su mano al bolsillo interior de la chaqueta y saca de ella una mugrosa libretita de apuntes que uno conoce bien. En ella, el viejo conocido, aquejado desde su infancia por la variante más inane del síndrome de Diógenes, acostumbra a coleccionar frases, aforismos, pensamientos -propios y ajenos-, en fin, cualquier palabra que le parezca digna de ser conservada como dudosa materia prima de algún opus que nunca escribirá. Esta vez se trata de un soneto. La intención de un soneto, digamos.  
Se acomoda las gafas y lee con voz arrugada, que suena como un gastado disco de vinilo de la Berta Singerman recitando a Juan Ramón Jiménez:

“Hay en mi país una especie animal,
 que lejos de extinguirse crece y crece
 y más crece por mucho que le pese
 al simple mortal o a cualquier tal por cual.
Perros son de color verde y sin bozal,
que muerden al que menos lo merece,
 sin mirar ni cachar lo que acontece
 ni en este país, ni en el mundo real.
 Tales perros verdes no tienen nombre,
 pero sí un amo, además dueño
 del soberano estado y sus soldados.
 Este su amo, los mira hacer risueño
 y piensa lo que piensa un prohombre
 ¿qué haría yo sin mis pacos culiados?”

El viejo conocido termina su declamación, no dice nada, pero se lo queda mirando a uno a la espera de un comentario. Y uno, si fuera honesto, tendría que decirle que como sonetista es una mierda. Y que como “podeta” satírico se moriría de hambre. Y uno podría agregar además, que el tema político de los uniformados y su médula espinal es demasiado serio como para hacer chacota de él. Pero en lugar de la franqueza, uno opta por el camino menos espinudo de la falsedad piadosa. Palmotea entonces la espalda del otro, farfulla veloz y sin mirarlo a los ojos: “¡Interesante! ¡Interesante!”, y ordena otra ronda de cerveza. A la media hora, ni uno ni el otro ya se acuerdan de los pacos, y les da lo mismo que sean culiados o no.

[1] Gran ceremonia militar nocturna que se realiza en ocasiones conmemorativas de rango o en honor a alguna personalidad civil o militar. Se sigue practicando en la Alemania actual.
[2] Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei – Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán