31 de enero de 2013

Recurso del método (1)


EL HOYO DE CELLE

           
Los hechos que desde hace décadas (si queremos ser exactos, más bien siglos) sacuden con violencia a la Araucanía, pero que aún no logran sacudir de su cómplice letargo a los regentes y administradores políticos del país (también a la mayoría de su población), últimamente han comenzado a ser objetos de sesudos análisis del “trabajo de inteligencia e información” que realizan en la región los servicios policiales y aquellos similares de la brumosa Agencia Nacional de Inteligencia (ANI es la sigla), de la cual, como corresponde al carácter de sus clandestinas actividades legales nadie sabe mucho. Por razones obvias, las instancias parlamentarias encargadas de su fiscalización y control, tampoco parecen saber mucho de ella. Sólo se limitan a aprobar su financiamiento y funcionamiento.
Se multiplican las opiniones y comentarios sobre la misión que estos servicios cumplen o deberían cumplir en la Araucanía, en “legítima defensa del estado de derecho”. Toda esta gelatinosa verbalidad que se derrama sobre el tema me ha llevado a recordar “El hoyo de Celle”.
Ocurrió hace ya algunos años, pero el plot de la historia, aun con otros productores, otros autores y otros actores, con otros argumentos, otras escenografías y vestuarios, sigue siendo tan actual como las razones que lo engendraron.
 En la madrugada (siempre estas historias comienzan de madrugada) del 25 de julio de 1978 una poderosa detonación arrancó de su sueño a un par de miles de habitantes de Celle, una pequeña ciudad en el estado alemán de Baja Sajonia. Resultado de la explosión fue un forado de cuarenta centímetros en los muros exteriores de la moderna prisión de alta seguridad de la ciudad (hoy una de sus principales atracciones). Con una celeridad que demostraba la eficiencia que se espera de ellos, la policía y las fuerzas de inteligencia estatales no necesitaron demasiado tiempo para descubrir que se trataba de un fallido atentado terrorista, cuyo fin había sido liberar a Sigurd Debus, un supuesto miembro de la RAF (Fracción del Ejército Rojo, un pequeño grupo de la izquierda alemana más radical de aquellos tiempos), que se encontraba en la prisión. Las pruebas presentadas por los expertos de la policía y los organismos de seguridad que avalaban sus afirmaciones eran tan abrumadoras como irrefutables: al huir después del fútil atentado, los autores habían abandonado en el lugar de los hechos un Mercedes 350 SL en cuyo interior se encontraron armas y munición, así como pasaportes falsificados. Entre estos, uno con la foto de Sigurd Debus, en cuya celda fueron halladas herramientas que evidentemente debían servir al propósito de cavar un túnel. Para eliminar toda duda razonable sobre la paternidad de la RAF deste nuevo delito terrorista, la autoridad persecutora agregó a la lista de sus evidencias el “documento Dellwo”, escrito presuntamente por el miembro de la RAF, Karl-Heinz Dellwo, por el que la prescrita organización declaraba su intención de realizar atentados en los “perímetros de las prisiones” con el objeto de solidarizar con los camaradas presos.
A pesar de todas estas pruebas y del extraordinario despliegue de fuerzas operativas de la policía estatal y federal, y aun cuando la autoridad dio a conocer sus identidades inmediatamente después del atentado la cárcel de Celle, los autores materiales del mismo nunca fueron habidos. Se trataba de los delincuentes comunes Klaus-Dieter Loudil y Manfred Berger. En su lugar fue detenido el obrero estucador Manfred Gürth, un supuesto cómplice de ambos y condenado como tal a tres años de prisión. El prisionero Sigurd Debus fue trasladado a otra prisión en Hamburgo bajo condiciones de extrema seguridad. En 1981 los abogados de Debus solicitaron su libertad condicional a la que tenía derecho según el reglamento penal vigente. Esta solicitud fue denegada por el ministro estatal de justicia, aludiendo a la “participación intelectual” de Sigurd Debus en el atentado a la cárcel de Celle en 1978. Como protesta ante esta decisión, Debus inició una huelga de hambre que culminó con su muerte cuarenta y siete días después de iniciada.
Hasta ahí, la versión “oficial” sobre estos hechos que en su ocasión ocuparon las páginas titulares de la prensa y los principales espacios de la televisión. En innúmeros talk-shows, las autoridades federales y estatales hicieron coro para condenar la amenaza terrorista que se cernía sobre la democracia alemana, que hacía necesaria, sí, imprescindible un endurecimiento de las leyes para perseguir y castigar con el mayor rigor a los que se hicieran responsables de delitos tan deleznables como el atentado a la cárcel de Celle.
Ocho años después, en 1986, Ulrich Neufert, un redactor del “Hannoverschen Allgemeinen Zeitung” (perteneciente a esa especie en extinción de  periodistas que gustan de hurgar en las páginas oscuras de las “historias oficiales”), después de una acuciosa investigación, cementada por una abrumadora cantidad de documentos, puso al descubierto que el caso del “Hoyo de Celle” había sido un operativo especial planeado, dirigido y ejecutado por los servicios estatales de seguridad e inteligencia de la Baja Sajonia. Los autores deste guiñol siniestro le habían dado a su criatura un encantador nombre circense: “Acción Magia de Fuego”, se llamaba. Todo en él, desde la A hasta la Z, había sido un hilván de faramallas destinados a inculpar al enemigo predeterminado por la autoridad política de turno. Por supuesto el trabajo de las comisiones parlamentarias que investigaron el caso concluyó, como de costumbre, en nada.
Sería ocioso en esta parte comenzar con el enunciado de paralelos históricos entre el hoyo de Celle y los muchos hoyos cavados por las políticas de seguridad chilenas, en especial las del actual gobierno del empresario Sebastián Piñera, no sólo en la Araucanía. (Sin olvidar las de todos los gobiernos anteriores, incluido por cierto el más efectivo de todos ellos en materia de seguridad, el del Capitán General, que cavaba más tumbas que hoyos).
¿Quién, medianamente cuerdo (o sea chilenamente normal), se atrevería a asegurar que la situación desbordada de la Araucanía es algo que se puede solucionar con estrategias de inteligencia militar o de seguridad nacional? ¿Quién se atrevería a asegurar que los servicios de inteligencia no actúan operativamente desde hace tiempo en la región? ¿Quién se atrevería a confiar ciegamente en la veracidad de las declaraciones oficiales de la autoridad  política sobre los hechos que ella cataloga como “terroristas?
Larga, muy larga es la lista de preguntas que se deducen naturalmente de las actividades encubiertas de estos organismos instrumentales con que el estado, cualquiera sea su forma, realiza su monopolio constitucional de la violencia. Por otro lado se hace menester no olvidar, que en el cumplimiento de sus objetivos todos los servicios de seguridad e inteligencia han necesitado, buscado y obtenido siempre la colaboración (voluntaria, forzada y/o pagada) de elementos que pertenecen al “enemigo” que se debe combatir. Sin esta ayuda espuria, todas las operaciones en el frente invisible de la defensa de la patria estarían simplemente condenadas al fracaso. Además vale la pena no olvidar, que el estado como tal, desde sus platónicos comienzos, ha necesitado tener ante sí la imagen de un "enemigo" como razón esencial de su propia existencia. (Platón defendía incluso el derecho del gobierno a mentir, si así lo exigía el interés público).
Así pues, el hoyo de Celle no hizo más que dejar al descubierto un modus operandi normal de los servicios de inteligencia. Desgraciadamente, es también un hoyo que condena a la democracia a seguir cayendo en él cada vez que el gobierno de turno lo considere necesario.