16 de mayo de 2014

PORNOGRAFÍAS (2)

PORNOGRAFÍA DE LA SEGURIDAD CIUDADANA
(y una triste evocación de René Descartes)

      Ayer cobré unos modestos dinerillos que muy graciosamente la Tesorería General de la República tuvo a bien reembolsarme como
devolución de impuestos. En el Bancoestado (llamado antes Banco del Estado) los guardas de chaleco blindado no se movieron del lado de los cajeros automáticos mientras yo recogía agradecido mis cuatro billetitos, pero no me importó que me vieran digitar mi clave secreta. (En verdad, no es mucho lo que se puede descifrar con ella).

     Al salir del banco, con tres heroicos Arturo Prat y una lírica Gabriela Mistral entibiándome el lado cordial del pecho, cumplí con un antiguo rito con que el pobretón nacional suele celebrar alguna plata ocasional en sus bolsillos: me hice lustrar los zapatos. Me senté pues en uno desos altos taburetes pringosos del Paseo Ahumada donde los limpiabotas ofrecen sus servicios. Antes de empezar a ganarse sus seiscientos pesos, el lustrador me hizo entrega obligada de un tabloide de titulares amarillos y chistosos. Por él me enteré de la intención del Supremo Gobierno (así se le llama) de aumentar en seis mil efectivos el contingente policial del país. Otra nota informaba que empresarios transportistas y agricultores de la Araucanía exigían enérgicamente un aumento de las fuerzas especiales de carabineros y de la PDI en la región, para contener el terrorismo mapuche allá en el sur. Había también otra noticia que daba cuenta que Chile tenía las tasas más altas de presidiarios en América Latina. (También leí algo sobre el sobrepeso de Shakira, pero aquí y ahora eso no viene al caso). Todas esas noticias me importaron menos que el renovado fulgor de mis zapatos viejos.

       Así, con mis zapatos brillando y el corazón contento me las endilgué a la parada del bus. En las cercanías del Pasaje Matte, una pareja de carabineros con chalecos reflectantes procedía al control de un comerciante callejero que ofrecía a los pasantes cinturones artesanales. Mejor dicho, había querido ofrecerlos, porque ahora terminaba de devolverlos a una bolsa de plástico negro mientras uno de los carabineros hablaba en su intercomunicador y el otro sostenía al vendedor por el brazo, como ayudándolo a no dejarse seducir por la idea de una fuga sin sentido. Yo continué mi camino. Con la casquivana ligereza que da el agradable peso de los billetes en el bolsillo me metí a una tienda de computación sólo para preguntar por el precio de un disco duro externo. Otro guarda de pistola y cachiporra al cinto me examinó con una desconfianza que desapareció cuando vio mis zapatos relucientes. Solícito indagó por mis deseos. No era mi intención comprar el disco, sólo asegurarme que el precio estaba fuera de mi alcance económico. Al salir de la tienda me despedí cortés del guarda (uno de los 83.000 que resguardan el comercio y la banca santiaguina). En verdad, todo eso seguía interesándome menos que el renovado brillo de mis zapatos. 

     Tampoco me importó ver en el bus esos carteles tipo far west  que anuncian multas de hasta ochenta mil pesos y penas de cárcel a los que evaden el pago del pasaje. (Una de las tantas falacias morales nuestras de cada día: todos saben que tales evasiones poco y nada afectan los servicios del Transantiago, y apenas si merman un poco los más que jugosos dividendos que se embolsan sus operadores). Para demostrar que las amenazas de aquellos carteles no son vanas, en Plaza Italia subió al bus un destacamento de tres controladores y dos carabineros (estos con chalecos antibalas), que procedieron a revisar las tarjetas bip de cada pasajero. Bajaron a tres, pero a ninguno de nosotros nos importó mucho.

      Pero a pesar mío, en ese momento no me quedó más que memorar aquel verano parisino de 1649, cuando René Descartes se despidió de sus pocas amistades antes de emprender su viaje sin retorno a la corte de la reina Cristina en Estocolmo. En la soirée de despedida, Madeleine de Souvré, marquise de Sablé, le preguntó por las razones de un viaje tan intempestivo y riesgoso al fin más helado del mundo. El padre del racionalismo moderno le respondió suavemente: “Acá hay demasiada policía, madame”.


      En triste e inútil imitación del adelantado de la duda metódica me bajé en calle Suecia, y ya no me sorprendió ver estacionados casi en la esquina con Providencia dos buses repletos de fuerzas especiales, a la espera de sus enemigos. Seguí mi camino y poco a poco el brillo de mis zapatos recién lustrados dejó de contentarme.

14 de enero de 2014

TALENTO CHILENO (1)

TALENTO CHILENO:
MEMORIA Y DESMEMORIA

Se afirma con cierta pesada insistencia que eso que llamamos pueblo chileno padece del síndrome de la mala memoria. (Yo mismo pertenezco a esos pesados y a ese pueblo). Largo es el listado de las variaciones de tal patología y muy ancho el abanico de sus características mórbidas y sociales. Con afán notable hemos prosperado en el cultivo del olvido histórico: un logro cultural que no tiene parangón en el acontecer de la América Latina desde hace quinientos y pico de años. Nuestra autobiografía colectiva pareciera ser un palimpsesto de páginas en blanco y un muestrario de ruedas de carreta (de todo grandor y no siempre redondas) que tragamos con la felicidad del fiel que cumple con el sacramento que le ordena alguna fe subsidiaria de las convicciones que no se tienen y de las razones que no se desean. Barrunto que acaso sea esa forma amorfa de ser lo que somos y sobre todo lo que no somos, lo que mejor refleja nuestra identidad.

La canícula del verano santiaguino, pero también el resplandor de algunos incendios al “sur del Bio Bio” (y el consiguiente enérgico llamado de la autoridad política, administrativa y policial a combatir estos con látigo, aceite y pólvora) me ha llevado en los últimos días al ocio de hojear libros que, aunque leídos y releídos (obsoletos dicen algunos), vuelven a sorprenderme con su caleidoscopía memoriosa. Entre ellos, uno que obliga a recordar a aquellos ministros, fiscales y yanaconas de turno que la historia se maneja por leyes distintas a la de los códigos penales. Aquí va un trozo desa otra porfiada memoria humana, la de la poesía, más exacta que los manuales gramáticos del olvido. 

PERO volvieron.
                            (Pedro se llamaba.)
Valdivia, el capitán intruso,
cortó mi tierra con la espada
entre ladrones: "Esto es tuyo,
esto es tuyo, Valdés, Montero,
esto es tuyo, Inés, este sitio
es el cabildo".
Dividieron mi patria
como si fuera un asno muerto.
"Llévate
este trozo de luna y arboleda,
devórate este río con crepúsculo",
mientras la gran cordillera
elevaba bronce y blancura.
Asomó Arauco. Adobes, torres,
calles, el silencioso
dueño de casa levantó sonriendo.
Trabajó con las manos empapadas
por su agua y su barro, trajo
la greda y vertió el agua andina:
pero no pudo ser esclavo.
Entonces Valdivia, el verdugo,
atacó a fuego y a muerte.
Así empezó la sangre,
la sangre de tres siglos, la sangre océano,
la sangre atmósfera que cubrió mi tierra
y el tiempo inmenso, como ninguna guerra.
Salió el buitre iracundo
de la armadura enlutada
y mordió al promauca, rompió
el pacto escrito en el silencio
de Huelén, en el aire andino.
Arauco comenzó a hervir su plato
de sangre y piedras.
                                   Siete príncipes
vinieron a parlamentar.
                                    Fueron encerrados.
Frente a los ojos de la Araucanía,
cortaron las cabezas cacicales.
Se daban ánimo los verdugos. Toda
empapada de vísceras, aullando,
Inés de Suárez, la soldadera,
sujetaba los cuellos imperiales
con sus rodillas de infernal harpía.
Y las tiró sobre la empalizada,
bañándose de sangre noble,
cubriéndose de barro escarlata.
Así creyeron dominar Arauco.
Pero aquí la unidad sombría
de árbol y piedra, lanza y rostro,
transmitió el crimen en el viento.
Lo supo el árbol fronterizo,
el pescador, el rey, el mago,
lo supo el labrador antártico,
lo supieron las aguas madres
del Bío Bío.
Así nació la guerra patria.
Valdivia entró la lanza goteante
en las entrañas pedregosas
de Arauco, hundió la mano
en el latido, apretó los dedos
sobre el corazón araucano,
derramó las venas silvestres
de los labriegos,
                               exterminó
el amanecer pastoril,
                                    mandó martirio
al reino del bosque, incendió
la casa del dueño del bosque,
cortó las manos del cacique,
devolvió a los prisioneros
con narices y orejas cortadas,
empaló al Toqui, asesinó
a la muchacha guerrillera
y con su guante ensangrentado
marcó las piedras de la patria,
dejándola llena de muertos,
y soledad y cicatrices. ”

El capítulo nerudano es en verdad mucho más largo que las líneas de arriba. Continúa hasta el día de hoy y se prolongará seguramente hasta más allá de mañana.