ROMA LOCUTA,
CAUSA FINITA
En materia de
récords de cualquier tipo, dignos de ser registrados por la memoria humana,
este país de los chilenos no tiene mucho que mostrar. Destacable es por cierto
en las estadísticas de las plusmarcas mundiales nuestro dúo Nobel de premios.
De literatura, se entiende. Esta área testimonial de nuestro ser y quehacer
creativos, junto a aquella más controvertida de la lucha por la Paz y/o los
Derechos Humanos, es la única en la que algún habitante del subdesarrollo tiene
aún –con o sin méritos- la opción de disputar una medallita y un chequecito con
cargo a las utilidades de la dinamita. Las otras disciplinas, las “duras”, son
de competencia única y exclusiva del llamado primer mundo.
Existen sin
embargo algunos otros ítems de la curiosidad comparativa, en el que el país de
los chilenos disputa el liderazgo en el catálogo de récords con números y
cifras del asombro triste. Somos, por ejemplo, uno de los países que ha
padecido una de las dictaduras militares más longevas e inicuas que registra la
historia de América Latina. Una, además, de secuelas tan visibles para el
cuerpo y espíritu de nuestra alfeñique democracia como todas las que son
consecuencia de una lobotomía hecha con sables.
Además, en lo
que respecta a la Natura misma que nos rodea, nuestro aporte nacional a la
convulsiva actividad telúrica del planeta es de una preeminencia más o menos
categórica. Sí, estamos parados – o tratamos de estarlo- en un piso que nunca
termina de moverse. Sin ir más lejos, hace poco se acaba de conmemorar (el
actual presidente habló de “celebrar”, pero quizá se trató de uno de sus tantos
lapsus brutus) el primer aniversario
de nuestro último terremoto de intensidad bíblica, que vino a corroborar esta
merecida fama nuestra de país movido. No fue el primero y podemos asegurar con
cierta certeza que está lejos de ser el último o el más apocalíptico.
Algo menos
conocidos, porque tal vez poco importantes y nada novedosos, son los temblores,
digamos, éticos que también suelen sacudir con singular regularidad los
cimientos de nuestra chilena sociedad. Los más se originan, como es de esperar,
en los espacios subterráneos de la actividad política, económica, militar-policial,
judicial y eclesial. Aquellas oquedades a las que muy rara vez llega la luz del día. Pero
suele ocurrir que en esas regiones se producen, de vez en cuando, explosiones
endógenas que erupcionan violentamente hacia el exterior. Se abren entonces
grietas en el pulcro mármol público de esas institucionalidades por las que se
escurren riachos de la mierda secreta acumulada en la oscuridad de sus
intestinos. Cuando ello ocurre una cantidad de trapitos mugrosos se asoman al
sol. De este modo volvemos a enteramos, muy fugazmente, de lo que ya sabíamos
de similares erupciones anteriores, que, como le susurra Marcellus a Horacio “algo
podrido hay en Dinamarca”.
Uno de estos temblores más
siniestramente pintorescos es el que acaba de ocasionar la sentencia vaticana de
la Congregación para la Doctrina de la Fe en contra del cura Fernando Karadima,
(algunos lo llaman “padre” vaya uno a saber por qué), por los delitos de abusos
(sexuales) en contra de menores, así como de “abuso de ministerio” y delito
contra “el sexto precepto del Decálogo”. Lo pintoresco –y esto sólo hasta
cierto punto- de las terremóticas sacudidas que el caso Karadima ha provocado
en el pequeño universo de nosotros los chilenos es que nos ha dejado entrever
el rostro desencajado por el pavor de nuestra derecha católica más rabiosamente
integrista. Los mismos rostros de las mismas “buenas familias” que ayer
permanecían impávidos antes los crímenes indecibles de la dictadura militar, se
deforman hoy con muecas de horror al descubrir que a uno de sus preceptores
morales más confiables le gustaba jugar con caquita propia y ajena. Precisamente
el adalid primo de la tradición, de las buenas costumbres y del inmutable
orden divino de las cosas, había sucumbido en la lucha eterna del Bien contra
el Mal ante algo tan sucio y crapuloso como el tráfico carnal al margen de las
ordenanzas católico-divinas. ¡Y más encima, como si esto fuera poco, con
personas del mismo sexo!
Lo pintoresco del caso Karadima, y
al mismo tiempo grotesco pero de ningún modo sorprendente o casual, ha sido
observar el esfuerzo desesperado con que, desde un comienzo hasta el amargo
final, la gran mayoría de sus feligreses y la jerarquía eclesiástica local cerraron
filas en torno al anchorman de su fe,
como si fuera este un caballero cruzado que no podía caer en mano de los
infieles para ser devorado por el Moloch del racionalismo ateo. Mucho menos
pintoresco y mórbidamente sobrecogedor resulta enterarse del poder mental cuasi
omnímodo que este ministro de Dios ejercía sobre sus víctimas, al punto de
obnubilar en ellos cualquier capacidad de discernimiento propio, para someterlos
a la potestad absoluta de sus deseos y arbitrios. Aunque para algunos tal vez
risible, no deja de ser inquietante la oscura fuerza de persuasión de un cura
que durante décadas es capaz de convencer a mancebos acólitos suyos, que hacer o
dejarse hacer una pajita, penetrar o dejarse penetrar por un “hombre santo”
como él, de alguna manera también los santificaba. Aunque utilizar a Dios como
chulo no es precisamente una novedad en la historia universal de la infamia,
nunca deja de asombrar que como método de seducción sexual siga funcionando aún en este tiempo descreído.
Ya en los comienzos del pasado siglo
XX, en sus estudios sociológicos de la religión, Max Weber hablaba de los
“líderes carismáticos” que surgían al interior de las creencias religiosas y
sus prácticas. Son los que suelen encabezar los procesos de fanatización por
los cuales una fe deviene en secta. Sin duda Fernando Karadima era uno de esos
líderes. Sin embargo este especial fluidum
carismático suyo no sólo le servía de lúbrico lubricante (perdón por el cacofónico
pleonasmo) para aceitar las tiernas carnes que eran objeto de sus apetitos.
También le servía para mantener bien engrasados los tragamonedas de su
parroquia de El Bosque, llamada del Sagrado Corazón de Jesús. Asunto no menor, si
se miran las cifras visibles en el haber de la parroquia y de la Pía Unión
Sacerdotal, asociación fundada hace cuarenta años por Karadima y que él
convirtió en una fundición de oro y obispos. Son haberes avaluados en algunos millones
de dólares y que durante la” dirección
espiritual” de Fernando Karadima eran prácticamente de su libre
disposición. Pero en verdad, no se trata de nada nuevo bajo el sol. Las dos
grandes “D” de la abstracción humana, Dios y el Dinero, suelen operar
cooperativamente cuando se trata de ganar almas y bolsillos para sus respectivas
causas.
La sentencia vaticana aspira a poner
punto final al caso Karadima. Con seguridad así será. Como lo fue en el caso de
Monseñor Francisco José Cox Hunneus, obispo de La Serena, condenado por Roma
por delitos similares a los cometidos por su hermano en Cristo en la parroquia
de El Bosque. También el caso de Marcial Maciel palidece y se cubre poco a poco
del polvo pío del olvido. Larga es la lista de delincuentes con sotana y larga
la desmemoria que los ampara hasta el momento de su reincidencia. Los juicios
penales y civiles en contra de Fernando Karadima, si ellos llegaran a tener
lugar, desaparecerán en algún recodo de los arenosos laberintos judiciales sin
dejar huellas. Sólo hay que darle tiempo al tiempo para que esto ocurra. Y como
sabemos, el tiempo es un joker que la
Iglesia, la Una, la Católica, Apostólica y Romana maneja con una habilidad que
no es de este mundo.