30 de abril de 2012

A PROPÓSITO DE CONCURSOS


SANTIAGO SIN MIS CIEN PALABRAS

Como es de público conocimiento, una vez al año, la empresa operadora del Metro santiaguino organiza un concurso de micro relatos, patrocinado por la empresa minera La Escondida. No sólo se trata de una simpática iniciativa cultural, sino es además una elegante torera que le permite a ambas empresas presentarse ante la opinión pública como mecenas rangosos, aunque en sensu stricto todos saben que esta dadivosidad nace más bien de un frío cálculo tributario antes que de alguna bonhomía cultural.
Como sea, el mencionado concurso goza sin duda de una gran popularidad. Así, este año 2012 alcanzó el envidiable record de más de 58.000 participantes. No es impensable, quizá hasta acaso determinante, que tal popularidad sea estimulada por los premios en metálico con que vienen enjaezados los laureles. Seamos precisos: en caso alguno se trata de sumas estratosféricas. El premio mayor no alcanza a ser una quinta parte de lo que se embolsa mes a mes cada miembro del directorio de ambas empresas o lo que cada honorable senador de la república recibe por sus servicios a la patria. En este año, los dos millones de pesos que aguardaban por el ganador del concurso fueron un atractivo indiscutible para las decenas de miles de mortales comunes que se dieron a la simpática y nunca tan fácil tarea de enhebrar un relato en cien palabras. (Monterroso lo lograba con menos). Los dos millones eran un atractivo al que tampoco yo, desde mi acostumbrada precariedad existencial, pude resistirme. (Como siempre hago en estas ocasiones, hasta me farreé imaginariamente y por adelantado los dos millones en un viaje a Buenos Aires: despilfarrados en libros, picaditas con buenos amigos en “El Federal” y aperitivos vespertinos con mejores amigas en alguno de los cafés notables de Palermo.) 
Por supuesto no me gané ni siquiera un peluche de consuelo.
En el proceso digestivo de esta nueva derrota me dije que el jurado, compuesto en su parte principal por dos jóvenes plumas de renombre (oí que se trataba de una damielita y un bolañito), con toda seguridad no había leído mis opúsculos. Porque era imposible que ellos, los miembros del jurado supremo, hubieran leído las 5.800.000 palabras de los 58.000 textos en el escaso tiempo del que disponían para emitir su juicio. No, lo más probable es que ellos sólo se hubieran limitado a juzgar sobre una minúscula preselección, hecha por anónimos funcionarios del metro o de cualquier parte, vaya uno a saber quienes. Si me hubieran leído, me dije, me habrían tirado a lo menos uno de los premios chicos. Pero después de pensar otro momento, me dije que tal vez sí habían leído mis textos y los habían desdeñado, para terminar concediendo la gracia de su decisión (y los dos millones) a otros. Entonces, concluí mi proceso de lamer las heridas de mi maltratada vanidad recordando lo que sabemos desde siempre: que todos los jurados literarios cometen errores imperdonables. En todo caso, reconocí además, suspirando, que sería fantástico que alguna vez, para variar digamos, se les ocurriera equivocarse también conmigo.
Antes, mucho antes, mis manuscritos despreciados terminaban perdiéndose en los cajones del olvido. Ahora, merced a la digitalización, los arrojo sin grande cargo de conciencia al infinito papelero sin fondo de los unos y ceros que conforman nuestra hipermodernidad.
Total, la internet aguanta todo.
Aquí van pues, mis despechadas 3 x 100 palabras.

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DELITO MAYOR

Traté de alejarme lo más rápido del lugar. Pero ella reaccionó de inmediato.
“¡Atajen al ladrón!”, rugió furiosa apuntándome con el dedo.
Su grito en la vastedad de la estación Tobalaba fue la orden tronante que transformó a la dócil manada borreguil que a esa hora iba y venía, en una jauría de dogos sedientos de sangre. Comprendí de inmediato que estaba perdido. Mientras me aforraban, y antes de perder el conocimiento, alcancé a escuchar que alguien le preguntaba: “¿Qué le robaron, señorita?”.
“¡Mi corazón!”, respondió ella, anegada en lágrimas, “¡Este canalla me robó el corazón!”

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PELIGRO PÚBLICO
La primera en percatarse fue una pasajera. De inmediato alertó con un SMS al 133 de Emergencias Policiales. En la estación subsiguiente una unidad de fuerzas especiales logró bajar al tipo del tren, sin mayores dificultades. Después de un interrogatorio de varias horas, el fiscal decidió ponerlo a disposición del juzgado de turno. Frente al juez, el sujeto repitió su versión del hecho que se le imputaba: dijo que no usaba celular porque simplemente no tenía. El magistrado dispuso su prisión preventiva por todo el tiempo que requiriera el Servicio Médico Legal para el peritaje psiquiátrico correspondiente.

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SERVICIO ESPECIAL

Usted se apresura y logra subir al último vagón. Jadeando se deja caer en uno de los asientos reservados para la tercera edad. Curiosamente el tren está casi vacío. Una viejecita enfrente suyo le sonríe afable. Usted devuelve la sonrisa y luego se dedica a mirar por la ventana la veloz oscuridad del túnel. Cansado, entrecierra los ojos. Vuelve a abrirlos cuando el tren se detiene. Es una estación desconocida.
─Llegamos─, suspira la anciana.
─Yo me bajo después─, dice usted bonachón.
─Parece que usted no entiende─, le aclara amable la viejecita, ─Su viaje ya terminó. Sígame por favor.