14 de mayo de 2012

PALABRAS Y CONTRAPALABRAS


PALABRAS Y CONTRAPALABRAS

(La pública opinión de Catalina)


Desde el año 2000, a comienzos del otoño, suele entregarse en Santiago de Chile el Premio Altazor: una distinción que pretende honrar meritorios rendimientos de creadores de todas las áreas de las artes nacionales chilenas. Hablamos de un premio de carácter etéreo, sin ningún respaldo en metálico (salvo la estatuilla de hierro que insinúa el metafísico vuelo del paracaidista homónimo, que encumbró la creación poética de Vicente Huidobro a una altura de vanguardia en la literatura hispanoamericana del pasado siglo XX). Es una premiación inter pares, porque quienes lo otorgan (con más o menos buen criterio) y quienes lo reciben (con más o menos méritos) son ante todo colegas de pasión y oficio. Se trata entonces, más bien de una graciosa reverencia con que los artistas chilenos se honran a sí mismo por sus servicios prestados al siempre sísifo desarrollo de la “cultura nacional”. (Binomio este último, que la demagogia política suele enunciar en público con eufónica rimbombancia, para luego condenar en la práctica a la gran mayoría de los posesos hacedores que día a día se arriesgan a construirla y mantenerla viva, a la precariedad existencial de los ilotas.) Se entiende por lo tanto que ceremonias de premiación de este tipo, tan pobretonas de reflectores, sin alfombras rojas, sin el glamour del billete grande ni el oropel de la farándula, gozan de escaso interés general y del generoso desinterés oficial.

Esta vez sin embargo, un episodio más bien anecdótico convirtió un pequeño acto cultural que debía pasar perfectamente desapercibido, en un espectáculo de impensada pirotecnia.  
    
Uno de los “Altazor” de este otoño cayó en manos de Catalina Saavedra, por su trabajo actoral en “Gladys” (pieza teatral de Elisa Zulueta, igualmente galardonada como la mejor obra teatral de la pasada temporada 2011). En sus palabras de agradecimiento, Catalina dedicó este premio a Iván Fuentes, el líder del Movimiento Social por Aysén y los ciento cincuenta mil indignados de la siempre maltratada región patagona (uno de los pocos dirigentes sociales que entre sus demandas incluye expresamente el acceso popular a la cultura en general y al teatro en particular). Al terminar su breve alocución de gracias, Catalina pronunció una consigna personal de combate que al día siguiente explotó como granada de fragmentación en el apático paisaje mediático nacional.
¡Viva el teatro, viva la cultura, abajo Piñera!”, dijo impúdicamente.

(Información para los desavisados: Piñera, Sebastián, es empresario chileno. Desde el 2010 se desempeña como Presidente de Chile. Eventualmente hasta el 2014. Lo que sí es seguro es que después de su mandato presidencial seguirá perteneciendo a la élite de los hombres más ricos del planeta Tierra).

Aunque el flamígero llamado de Catalina fue pronunciado como frase entera y así debe ser oído y entendido, preciso es reconocer –desgraciadamente- que sólo fue el último tercio de la misma el que de manera unánime despercudió la aletargada “opinión pública”. Pero no es por acaso que el ominoso “abajo Piñera” de Catalina siguió después de sus vivat al teatro y la cultura. Es de sobra sabido que el nivel cultural del presidente es inversamente proporcional a su extraordinaria capacidad y energía para demostrarlo en público. Como sea, fue ese “abajo Piñera” el chispazo que encendió (nomás por un breve instante) el entusiasmo de muchos, reavivó el odio de otros tantos y disturbó en varios otros la paz de su atardecer mental.

Por supuesto que la televisión chilena (al igual que los monos místicos de Nikkō y de acuerdo a su natural forma de ser) no vio, no oyó, ni dijo nada. Pero algunos periódicos y radios se apresuraron en pedir la opinión de romanos y cartagineses sobre el “exabrupto” de Catalina Saavedra. No viene al caso registrar aquí las solidarias voces en pro de su apelación. Son muchos los que la celebraron con aplausos y chirigotas. Sin embargo varios le negaron a Catalina toda originalidad en su decir, por cuanto sólo se había limitado a articular verbalmente el resultado de las últimas encuestas que cifra en un casi 75% el porcentaje de la población chilena que desea lo mismo que ella. Algo más preocupante que el jolgorio de esa mayoría fue el odio con que la otra parte acusó el lúdico golpe de cascabel que esta “Rata de izquierda” (así un lector de “La Segunda”) asestó al Señor Presidente. Fueron numerosos los llamados a degüello de la iconoclasta que la prensa de derecha se esmeró en reproducir en toda su alevosía.

Algunas otras personas, con menos beligerancia pero con igual ofuscación rechazaron molestos la expresión de la actriz. Unos la tildaron de “desubicada que emite opiniones en lugares que no corresponde”, otros consideraron sus palabras como “fuera de contexto” e “irritantes”. ¿Cuál sería, según ellos, el contexto apropiado y los lugares correctos para que una actriz lenguaraz le diga al Señor Presidente lo que una abrumadora mayoría piensa de él? No lo dicen. Olvidan que el escenario ha sido desde siempre (al menos desde Aristófanes en adelante) un buen lugar para asestar puyazos a los príncipes de todos los tiempos, pelajes y colores.

Más allá del grado de aceptación, rechazo o indiferencia que despertó la frase de Catalina, lo que a mí me ha parecido más relevante es su coraje para pronunciarla en público. Lo hizo aún a sabiendas que los poderosos no aceptan ni toleran voces disonantes, y no tienen remilgos a la hora de tomar desquite. Catalina me hizo reconocer mi propia falta de valor para expresar de viva voz mi opinión sobre asuntos de este tiempo que me incumben y afectan. Nunca me he atrevido a escribir, mucho menos decir, lo que yo pienso del actual Señor Presidente de este país en que vivo. Me gustaría decirle por ejemplo, que me parece un epígono caricaturesco de aquel regente italiano que hasta hace poco se jactaba de gobernar a un pueblo “sin cojones”; decirle que detesto su sonrisa de payaso maligno esculpida en su cara de palo; que me enferma su afán de riqueza y poder: que no soporto su devoción de Tartufo empedernido; que sufro lo indecible con su altisonancia de patán inculto, etc. Pero decir y/o escribir lo que pienso exigiría de mí una bizarría que yo, por desgracia, no tengo en bodega.

Por todo esto agradezco a Catalina su bendita frase. Y agradecerle también por el raro y complejo privilegio de ser su padre.