PALABRAS Y CONTRAPALABRAS
(La
pública opinión de Catalina)
Desde el año 2000, a comienzos del
otoño, suele entregarse en Santiago de Chile el Premio Altazor: una distinción
que pretende honrar meritorios rendimientos de creadores de todas las áreas de
las artes nacionales chilenas. Hablamos de un premio de carácter etéreo, sin ningún respaldo en metálico (salvo
la estatuilla de hierro que insinúa el metafísico vuelo del paracaidista
homónimo, que encumbró la creación poética de Vicente Huidobro a una altura de
vanguardia en la literatura hispanoamericana del pasado siglo XX). Es una
premiación inter pares, porque
quienes lo otorgan (con más o menos buen criterio) y quienes lo reciben (con
más o menos méritos) son ante todo colegas de pasión y oficio. Se trata
entonces, más bien de una graciosa reverencia con que los artistas chilenos se
honran a sí mismo por sus servicios prestados al siempre sísifo desarrollo de
la “cultura nacional”. (Binomio este último, que la demagogia política suele
enunciar en público con eufónica rimbombancia, para luego condenar en la
práctica a la gran mayoría de los posesos hacedores que día a día se arriesgan
a construirla y mantenerla viva, a la precariedad existencial de los ilotas.) Se
entiende por lo tanto que ceremonias de premiación de este tipo, tan pobretonas
de reflectores, sin alfombras rojas, sin el glamour del billete grande ni el
oropel de la farándula, gozan de escaso interés general y del generoso
desinterés oficial.
Esta vez sin embargo, un episodio más
bien anecdótico convirtió un pequeño acto cultural que debía pasar perfectamente
desapercibido, en un espectáculo de impensada pirotecnia.
Uno de los “Altazor” de este otoño
cayó en manos de Catalina Saavedra, por su trabajo actoral en “Gladys” (pieza
teatral de Elisa Zulueta, igualmente galardonada como la mejor obra teatral de
la pasada temporada 2011). En sus palabras de agradecimiento, Catalina dedicó
este premio a Iván Fuentes, el líder del Movimiento Social por Aysén y los
ciento cincuenta mil indignados de la siempre maltratada región patagona (uno
de los pocos dirigentes sociales que entre sus demandas incluye expresamente el
acceso popular a la cultura en general y al teatro en particular). Al terminar
su breve alocución de gracias, Catalina pronunció una consigna personal de
combate que al día siguiente explotó como granada de fragmentación en el
apático paisaje mediático nacional.
“¡Viva
el teatro, viva la cultura, abajo Piñera!”, dijo impúdicamente.
(Información para los desavisados:
Piñera, Sebastián, es empresario chileno. Desde el 2010 se desempeña como Presidente
de Chile. Eventualmente hasta el 2014. Lo que sí es seguro es que después de su
mandato presidencial seguirá perteneciendo a la élite de los hombres más ricos
del planeta Tierra).
Aunque el flamígero llamado de
Catalina fue pronunciado como frase entera y así debe ser oído y entendido, preciso
es reconocer –desgraciadamente- que sólo fue el último tercio de la misma el
que de manera unánime despercudió la aletargada “opinión pública”. Pero no es
por acaso que el ominoso “abajo Piñera”
de Catalina siguió después de sus vivat al
teatro y la cultura. Es de sobra sabido que el nivel cultural del presidente es
inversamente proporcional a su extraordinaria capacidad y energía para
demostrarlo en público. Como sea, fue ese “abajo
Piñera” el chispazo que encendió (nomás por un breve instante) el
entusiasmo de muchos, reavivó el odio de otros tantos y disturbó en varios
otros la paz de su atardecer mental.
Por supuesto que la televisión chilena (al
igual que los monos místicos de Nikkō y de acuerdo a su natural forma de ser)
no vio, no oyó, ni dijo nada. Pero algunos periódicos y radios se apresuraron
en pedir la opinión de romanos y cartagineses sobre el “exabrupto” de Catalina
Saavedra. No viene al caso registrar aquí las solidarias voces en pro de su
apelación. Son muchos los que la celebraron con aplausos y chirigotas. Sin embargo
varios le negaron a Catalina toda originalidad en su decir, por cuanto sólo se
había limitado a articular verbalmente el resultado de las últimas encuestas
que cifra en un casi 75% el porcentaje de la población chilena que desea lo
mismo que ella. Algo más preocupante que el jolgorio de esa mayoría fue el odio
con que la otra parte acusó el lúdico golpe de cascabel que esta “Rata de izquierda” (así un lector de “La
Segunda”) asestó al Señor Presidente. Fueron numerosos los llamados a degüello
de la iconoclasta que la prensa de derecha se esmeró en reproducir en toda su
alevosía.
Algunas otras personas, con menos
beligerancia pero con igual ofuscación rechazaron molestos la expresión de la actriz.
Unos la tildaron de “desubicada que emite
opiniones en lugares que no corresponde”, otros consideraron sus palabras
como “fuera de contexto” e “irritantes”. ¿Cuál sería, según ellos,
el contexto apropiado y los lugares correctos para que una actriz lenguaraz le
diga al Señor Presidente lo que una abrumadora mayoría
piensa de él? No lo dicen. Olvidan que el escenario ha sido desde siempre (al
menos desde Aristófanes en adelante) un buen lugar para asestar puyazos a los
príncipes de todos los tiempos, pelajes y colores.
Más allá del grado de aceptación,
rechazo o indiferencia que despertó la frase de Catalina, lo que a mí me ha parecido
más relevante es su coraje para pronunciarla en público. Lo hizo aún a
sabiendas que los poderosos no aceptan ni toleran voces disonantes, y no tienen
remilgos a la hora de tomar desquite. Catalina me hizo reconocer mi propia
falta de valor para expresar de viva voz mi opinión sobre asuntos de este
tiempo que me incumben y afectan. Nunca me he atrevido a escribir, mucho menos
decir, lo que yo pienso del actual Señor Presidente de este país en que vivo. Me
gustaría decirle por ejemplo, que me parece un epígono caricaturesco de aquel
regente italiano que hasta hace poco se jactaba de gobernar a un pueblo “sin
cojones”; decirle que detesto su sonrisa de payaso maligno esculpida en su cara
de palo; que me enferma su afán de riqueza y poder: que no soporto su devoción
de Tartufo empedernido; que sufro lo indecible con su altisonancia de patán
inculto, etc. Pero decir y/o escribir lo que pienso exigiría de mí una bizarría
que yo, por desgracia, no tengo en bodega.
Por todo esto agradezco a Catalina su
bendita frase. Y agradecerle también por el raro y complejo privilegio de ser
su padre.