En octubre del 2008,
en la casa de la cultura Alte Feuerwache de Colonia,
mi amigo Leonardo Martinez organizó un pequeño acto recordatorio
en homenaje a Violeta Parra con ocasión de los cuarenta años de su muerte,
y me pidió que escribiera una breve introducción al mismo.
Pensé entonces que el texto, que sigue más abajo, debía contener algunas informaciones sobre Violeta que yo suponía que los asistentes, en su mayoría no conocían.
Me equivoqué. Era un público alemán que la conocía bien.
No pocos de ellos me dijeron que habían aprendido español
empujados por el deseo de leer "Gracias a la vida" en el idioma en que fue escrito.
______________
BELLEZA DE UNA FEA
“Dulce
vecina de la verde selva
Huésped
eterno del abril florido
Grande
enemiga de la zarzamora
Violeta
Parra.
Jardinera
locera
costurera
Bailarina
del agua transparente
Arbol lleno
de pájaros cantores
Violeta
Parra.
Has
recorrido toda la comarca
desenterrando
cántaros de greda
Y liberando
pájaros cautivos
Entre las
ramas.
Preocupada
siempre de los otros
cuando no
del sobrino
de la tía
Cuándo vas
a acordarte de ti misma
Viola
piadosa.
Tu dolor es
un círculo infinito
Que no
comienza ni termina nunca
Pero tú te
sobrepones a todo
Viola
admirable.
...
Poesía
pintura
agricultura
Todo lo
haces a las mil maravillas
Sin el
menor esfuerzo
Como quien
se bebe una copa de vino.
Pero los
secretarios no te quieren
Y te
cierran la puerta de tu casa
Y te
declaran la guerra a muerte
Viola
doliente.
Porque tú
no te vistes de payaso
Porque tú
no te compras ni te vendes
Porque
hablas la lengua de la tierra
Viola
chilensis.
...
Se te acusa
de esto y de lo otro
Yo te
conozco y digo quién eres
¡Oh,
corderillo disfrazado de lobo!
Violeta
Parra.
... ”
(De “Defensa de Violeta Parra”
de Nicanor Parra)
Como en el resto
del mundo, también en Chile la actitud general de la institucionalidad burguesa
frente a sus artistas populares muy pocas veces ha sido solidaria. Por el
contrario. Si miramos hacia atrás en la historia, y también en nuestro derredor
actual, veremos que a menudo esta actitud no ha estado exenta de una hostilidad
manifiesta, a veces extrema. Pero en su mayor parte ella ha sido de una
indiferencia parecida al hielo. En los menos de los casos, las relaciones del
estado con sus artistas populares apenas si alcanzan ocasionalmente algún grado
de mecenazgo arrogante. Este por supuesto, nunca libre de una meliflua dosis de
cálculo político. Tal desinterés se ha alimentado desde siempre de la supina
ignorancia que los aparatos políticos y administrativos del estado suelen
ostentar y cultivar frente a la creación literaria y artística generada de modo
permanente por un convulso y disímil colectivo de individualidades, al interior
de esa otra masa mayor que se acostumbra a llamar “pueblo”. A esta endémica
relación del estado chileno con sus creadores populares, se agrega la presencia
omnímoda de aquella influencia de origen principalmente neocolonial, imperial,
mediático y mercantil que en forma de sub-cultura global y chata, hace que el
futuro de la identidad cultural de muchas regiones del planeta se torne cada
vez más evanescente.
Estas
circunstancias adversas bajo las que se ha desarrollado la creación popular en
Chile (y con seguridad en la mayoría de los países latinoamericanos) son de
data antigua. Y nada anuncia que ellas vayan a desaparecer en un futuro
cercano. Desde siempre los artistas populares han tenido que enfrentarse a estas condiciones de plomo,
para con más o menos suerte, intentar realizar su difícil destino de creadores
dentro del aún más difícil arte de buscar lo propio. Aunque siempre necesaria,
es tarea pendiente y asaz errátil intentar hacer una lista completa de los
artistas populares que a lo largo y ancho y hondo de nuestra historia
latinoamericana han entregado su aporte a lo que llamamos cultura popular,
aquel “complejo sistemas de símbolos de identidad que el pueblo preserva y
crea”, aquel “torrente incontenible que es
padre y madre de todas las artes”. Pero no
se comete ningún error destacar de entre esa miríada de nombres el de Violeta Parra,
especialmente en este año cuando la cultura de ese continente nuestro conmemora
el 40 aniversario de su muerte.
¿Por qué
Violeta?
Una de las
tantas respuesta posibles la da el peruano José María Arguedas cuando dice “yo
creo que el caso de Violeta Parra es uno de los más excepcionales e
interesantes de cuantos se pueda presentar en el arte de Latinoamérica (...)
Ella es lo más chileno de lo más chileno que yo tengo la posibilidad de sentir;
sin embargo es al mismo tiempo lo más universal que he conocido de Chile (...)
Lo más genialmente individual y al mismo tiempo lo más genialmente popular (...)
Era una fuerza que se hallaba cargada de una conciencia sumamente lúcida de su
propio valer, y a través de este, del valer, de la calidad de todo lo que ella había
buscado y encontrado en las clases populares.”
Sí, Violeta
Parra fue una prodigiosa rara avis en el paisaje latinoamericano. Ella, junto
con el argentino Atahualpa Yupanqui, corporizan en el siglo XX los momentos más
relevantes del largo proceso de búsqueda y rescate de lo subyaciente en la
entraña musical del fin austral del mundo, búsqueda y rescate de aquellos
vestigios de lo que habíamos sido antes de desaparecer bajo el peso de siglos
de dominación foránea que comenzó en 1492 con la llegada de la primera ola
colonizadora a nuestras costas, y que aunque implacable por cierto estuvo lejos
de ser la única y la más brutal. Con la llegada de los conquistadores europeos
se inicia en América Latina un proceso ininterrumpido de transculturación, que
si bien es determinante en la formación de nuestras culturas mestizas actuales,
sepultó también parte esencial de nuestra memoria original. Violeta Parra y
Atahualpa Yupanqui son los primeros de la región conosureña que se dan a bucear
en ese olvido nuestro de nosotros mismos. Son los primeros que se ponen a
hurgar en las infinitudes del desierto, del altiplano, de la pampa, de la selva
fría y los archipiélagos solitarios, para sacar otra vez a la luz del día, como
trozos de cántaros rotos, canciones, letras, instrumentos, sonidos, danzas,
ritmos, todas esas manifestaciones simples y prístinas que reflejan el llamada
alma popular o lo que aún quedaba de ella. Pero no se trata de una simple faena
compilatoria ni mucho menos científica. Ni Violeta Parra ni Atahualpa Yupanqui
eran investigadores académicos. Sus motivos de acción obedecían al instinto, a
la emoción, no a la abstracción o la hipótesis. Su contribución en el campo de
la musicología no fue la de desenterrar
esqueletos y fósiles, sino fundamentalmente la creación de algo nuevo a partir de sus hallazgos en terreno. Alguien
dijo que si Atahualpa Yupanqui era el padre de la rediviva canción
latinoamericana del Cono Sur, Violeta Parra era su madre. Ambos no se conocieron
personalmente, pero compartieron y recorrieron un mismo camino.
Un vistazo al
inicio y final de la biografía física de Violeta Parra nos dice que ella
comienza el cinco de octubre de1917, en un lugar llamado San Carlos, no muy
lejos de Chillán, la mítica ciudad-cuna de tantos poetas y artistas chilenos. Y
termina en Santiago el domingo cinco de
febrero de 1967, un cuarto para las seis de la tarde, cuando Violeta Parra
descarga un tiro de su pistola brasileña “Tigre” en su sien derecha.
La historia
latinoamericana muestra que las relaciones siempre difíciles entre el estado
burgués y sus artistas populares, suelen mejorar notablemente después de la
muerte de estos. Los que en vida fueron vilipendiados, acosados, negados,
ignorados y humillados, gozan después de muertos del curioso privilegio de un
culto tan piadoso como hipócrita. El caso de Violeta Parra no es una excepción
a esta barbarie ilustrada de nuestra “modernidad”. El entonces Presidente de la
República de Chile, Eduardo Frei, se apresuró a enviar una gran corona de
flores a los funerales de Violeta Parra con la misma deferencia con que un año
antes había impuesto en las pocas radios santiaguinas que transmitían
minúsculos programas de “música comprometida” la prohibición tajante de que se
transmitiera cualquiera canción que hiciera alusión a una masacre de mineros en
El Salvador a manos de la policía bajo su gobierno, ocurrida en 1966. Las
muchas canciones de “protesta” de Violeta no se libraron de ese perentorio
úcase presidencial.
Por lo tanto
no debe asombrar que después de su muerte, Violeta Parra comenzó a recibir del
aparato institucional del estado el reconocimiento que este le negó cuando
vivía. Pero quizás no se trate de un gesto tardío de constricción, sino de una
sibilina forma de agradecerle que por fin se callara la boca. Porque la verdad
es que el sistema dominante siempre ignoró y despreció a esta mujer fea,
desafiante y sobre todo contraria a sus intereses. Ella representaba una otra
cultura, la que venía y se hacía en los sectores más desposeídos de la
sociedad chilena y latinoamericana. Violeta Parra nunca negó su intrínseca
condición de “mujer del pueblo”, como ella misma se definía. Sin caer en el
cliché manoseado o en el panfleto político, ella entendió su creación como una
crónica descarnada de su pueblo y de su tiempo, como una representación vital
de sus esperanzas y desconsuelos. Víctor Casaus afirma que “ahí radica, sin
duda, una de las grandezas de su trabajo: no sólo haber recogido, divulgado y
recreado las formas musicales y poéticas de las regiones que visitó e
investigó, sino también haber comprendido y apresado los tremendos conflictos
sociales y humanos que subyacían en aquellos cantos y en aquellas vidas”.
Violeta Parra fue una de las primeras que osó romper la mudez cómplice de la
“cultura oficial” para expresar con su canto en todo lugar y ante cualquier
público, su protesta frente a la injusticia, la iniquidad y todas las lacras
congénitas de la sociedad en que le tocó vivir, la que en su esencia no es muy
diferente a la nuestra actual. Así, la obra musical de Violeta Parra es la
piedra angular sobre la que se alzó posteriormente todo el movimiento de la
llamada “nueva canción chilena”, vigente en sus esfuerzos hasta el día de
hoy.
No obstante la
falta permanente de apoyo institucional a su labor creadora, Violeta Parra logró
gozar en vida del afecto popular. Pero sin que este llegara a traducirse en un
mejoramiento concreto y estable de calidad de vida. Su popularidad no fue nunca
sinónimo de prosperidad. Precariedad y escasez fueron las constantes materiales
de su toda existencia. Habría que decir que su pueblo, del que ella venía y al
que ella cantaba, tampoco supo aquilatar en toda su dimensión la presencia de
Violeta viva. A pesar de que desde comienzos de la década de los 50 hasta el
último día de su vida, su nombre -y principalmente su obra musical- eran
conocidos y estimados de manera creciente hasta en el más remoto rincón de
nuestra largura geográfica, en su legendaria Carpa de La Reina penaban a menudo
las ánimas. Como su nombre lo indica, La “Carpa” no era más que eso: una
vieja carpa de circo, con un escenario en el centro de su arena y con capacidad
para ochocientas personas. Era al mismo tiempo su domicilio. Allí trabajaba y
vivía, al estilo de los artistas de circos nómades, como ella misma y sus
hermanos lo fueron durante su infancia. En ese lugar al margen de Santiago, que
hoy es pronunciado con el mismo fervor con que se invoca a un santuario, no
pocas veces Violeta Parra ofreció sus canciones apenas a cinco o siete
espectadores y más de una vez a las hileras de asientos vacíos. A su entierro
sin embargo, asistió una multitud que superó las treintamil personas. Al
féretro lo seguían cuatro carrozas repletas de flores. Todos los diarios le
dedicaron a Violeta Parra en esos primeros días de su muerte, lo que nunca le
ofrecieron en vida: sus títulos de portada, ediciones especiales y
extensos reportajes recordatorios. La mayoría de las estaciones de radio
hicieron sonar por días enteros los mismos temas que por años se habían negado
sistemáticamente a incluir en sus programaciones musicales. Dice el que fue su
amigo, Alfonso Alcalde, en la introducción a su antología de canciones y poemas
de Violeta: “Es nuestra manera de ser, amar a los amuertos y odiar bastante a
los vivos. Después –ya idos- les prendemos velas en tales cantidades que con
esa suma de dinero se le podría haber pagado al finado un largo reposo para que
viviera como un rey. Siempre llegamos tarde.” Como no podía ser de otra manera,
naturalmente la excepción en esos días fue “El Mercurio”, el diario de mayor
circulación en el país y la yegua madrina de la derecha política y la
oligarquía chilenas. Fiel a su manera de ver las cosas, “El Mercurio” no
prendió ni velas ni simuló condolencias. Se limitó a informar de la muerte de
Violeta Parra en un breve párrafo de treinta y dos líneas a una columna en la
página treinta del tercer cuerpo. Pero al día siguiente le dedicó la primera
página con fotos a todo color al fallecimiento de la actriz francesa Martine
Carol, uno de los símbolos sexuales de esa época. Pero a Violeta no le habría
molestado esta discriminación mercurial. Ella misma ya había dicho años antes:
“En Chile hay periódicos que no son amables conmigo, los de derecha, de la
burguesía. Yo soy una mujer del pueblo. Y cada vez que me ocupo de política,
esas personas se enfadan conmigo. Quisieran que fuese solamente cantante. Pero
hay personas muy abiertas en la burguesía que me aprecian. La tarea a realizar
es unir a todo el mundo, y los enemigos a veces son más interesantes que los
amigos.”
Esta tarea de
unir a todo el mundo a través de la obra artística inspiraba su arte.
Consideraba un deber hacerlo. Nunca fue su afán el de abrir fosos que aislaran
su creación de los demás sino el de tender puentes en todas direcciones, sin
discriminaciones, condiciones ni cortapisas. La universalidad del arte no era
para ella una frase, sino una práctica concreta, tangible, al alcance de cada
uno que lo necesitara y buscara. Concibió su Carpa de La Reina –su última
empresa artística- como un lugar de encuentro de lo nuevo y lo viejo, lo
conocido y lo por conocer, y sobre todo como un lugar donde se realizara “el
milagro del contacto” entre público y artista, borrando las diferencias entre
ellos para que se fundieran en el acto creativo. Por cierto esto no la impedía
detenerse en mitad de su canto para hacer callar de viva voz al que osara
interrumpirla. No existe en la aún balbuceante historia cultural de América
Latina una figura que haya formulado con tanta claridad y alcance un concepto
de “arte popular” como el que concibió Violeta Parra. En un continente de rostros culturales tan
diversos y cambiantes como el nuestro, su obra y actividad artísticas han
devenido en paradigma de la energía creativa que alimenta y mueve la cultura
popular en el sentido más primigenio de la expresión. Si se piensa además que
Violeta Parra fue una mujer que vivió, luchó y creó en en medio de una sociedad
y un tiempo intrínseca y reaccionariamente machistas, es inevitable que su
trayectoria humana y su actividad incansable hayan adquirido en la distancia
del tiempo la envergadura y reciedumbre de una araucaria solitaria en lo alto
de un rocoso andino. Una que no cesa de crecer.
Como suele
suceder en el trato con aquellos muertos que comienzan a vivir de verdad a
partir de su muerte, los libros, monografías, antologías, estudios, o
conferencias (como esta) sobre Violeta Parra alcanzan hoy con seguridad un
volumen varias veces mayor que su obra misma. Y esta fue compleja, extensa y
varia. Por supuesto la esfera de su creación que desde siempre acapara la mayor
parte de la atención de sus desenterradores y cultores es su música. Esta
preferencia es perfectamente comprensible. Basta escuchar cualquiera de sus
canciones más conocidas para entender por qué el camino más fácil de acceso a
Violeta Parra es su música. No es el único, pero es con certeza el más
transitado. Cuándo una canción logra penetrar en lo más íntimo del que la
escucha hasta fundirse con él, es un misterio que no creo que sea posible
explicar con los rudimentos del lenguaje. Sólo sabemos que ocurre. Sabemos
también que no ocurre siempre. Con muchas de las canciones de Violeta Parra
este misterio ocurre a menudo.
Hay algunos
que opinan que este particular magnetismo de la música de Violeta Parra nace de
su profundo conocimiento y dominio de la cultura folklórica, a cuya
investigación y apropiación Violeta dedicó parte importante de su vida. Pero
tal vez sea esta una opinión demasiado estrecha. La actitud misma de Violeta
Parra frente al folklore campesino y suburbano fue muy estricta. Lo escuchaba y
estudiaba con un profundo sentido crítico. “Nada ni nadie le impidió
discriminar con pasmosa seguridad entre lo valioso, lo mediocre y lo malo de la
música vernácula”, recuerda el compositor Alfonso Letelier en su nota
necrológica sobre ella. Indudablemente no se puede aislar la obra de Violeta
Parra, en especial la musical, de la tradición folklórica de la que nace. El
cultivo de la tradición es particularmente reconocible en algunos ritmos, en la
instrumentación, en las diferentes formas métricas que ella utiliza en muchas
de sus composiciones. Pero se comete un error si se considera a su obra
“folklórica” como una simple prolongación lineal de la tradición popular.
Tampoco se trata de una mera reordenación o un reciclaje de elementos folklóricos
ya conocidos. Un vistazo panorámico al opus completo de Violeta Parra es
suficiente para comprobar la inapelable predominancia de su originalidad y su
individualidad por sobre todas las otras cosas.
Durante una
gira de la Orquesta Filarmónica de Nueva York a fines de los años 50, el
director y compositor noramericano Leonard Bernstein conoció y escuchó a
Violeta Parra en Santiago, en casa de su amigo el historiador Leopoldo Castedo.
La impresión que esta mujer de aspecto desaliñado dejó en él fue tan profunda,
que Bernstein años después, en 1961, cuando se realizó una semana cultural de
Chile en Washington (la mujer de Bernstein era chilena) en el acto de
inauguración al que asistió como invitado de honor, Bernstein la recordó como
una mujer extraordinaria. “Un genio”, dijo, que lo había inspirado con su
música para varias partes de una misa que él compuso un tiempo después. En esa
misma ocasión Bernstein lamentó que Violeta Parra no estuviera presente en esa
muestra de la cultura chilena. No podía saber que el nombre de Violeta Parra
había sido eliminado de la delegación oficial por decisión personal de Germán
Vergara Donoso, Ministro de Relaciones Exteriores de entonces, por considerarla
impropia de representar la cultura chilena en el extranjero.
“¡Ay, qué
manera de caer hacia arriba esta
y de ser
sempiterna esta mujer!
De cielo en
cielo corre o nada o canta
la violeta terrestre:
la que fue,
sigue siendo,
pero esta
mujer sola
en su
ascensión no sube solitaria:
la acompaña
la luz del toronjil,
del oro
ensortijado
de la
cebolla frita,
la
acompañan los pájaros mejores,
la acompaña
Chillán en movimiento
¡Santa de
greda de pura!
Te alabo,
amiga mía, compañera:
de cuerda
en cuerda llegas
al firme
firmamento,
y,
nocturna, en el cielo, tu fulgor
es la constelación
de una guitarra.
De cantar a
lo humano y lo divino,
voluntariosa,
hiciste tu silencio
sin otra
enfermedad que la tristeza
...”
(Op. cit.)
La creatividad
artística de Violeta Parra no se circunscribió sólo a la música, aunque esta
sea la más conocida de todas las artes en que incursionó. Pero Violeta no veía
grandes diferencias entre escribir una canción o pintar un cuadro o hacer una
arpillera. Veía en cada canto un cuadro para ser pintado y decía que las
arpilleras eran canciones que se pintan. Así su canto de saludo “Casamiento de
negros” se transformó en un cuadro con el mismo nombre y motivo. Sería asunto tan ocioso como vano
intentar separar su creación poética, de la musical o la plástica. De modo
totalmente natural ella supo entrelazar la música con otras expresiones
plásticas como la pintura, la cerámica, la tapicería, la escultura y también la
poesía escrita. Los materiales que usó en su arte fueron los más primarios de
todos: la palabra, el sonido, el color, la arcilla, la lana, el papel.
Junto a sus instrumentos musicales se alineaban la paleta, la aguja, la
espátula, el martillo, los lápices de colores. Sin que uno desprivilegiara al
otro. Por lo general, tampoco hay una ruta rigurosa en su creación. Cantaba,
bordaba, cosía, escribía, esculpía, tejía, componía, cómo y cuando le bajaban
las ganas, sin más plan previo que el que le dictaban sus demonios interiores,
que no eran pocos ni mansos ni mucho menos perezosos. “Ando con una nubecita”
les decía a sus hijos para significarles que se sentía embarazada de una nueva
idea para una canción o una arpillera o una máscara. Si se mira la dimensión de
su obra total, se puede deducir que Violeta toda su vida la vivió en medio de
esas “nubecitas”.
Cuando en 1964
el Museo de Artes Decorativas de París decide realizar una exposición con
pinturas, tapicerías, esculturas y máscaras de Violeta Parra en el pabellón
Marsan del Palacio del Louvre, un remezón sacude el vetusto edificio de la
burguesía chilena. Es la primera vez que un artista latinoamericano realiza una
exposición individual en ese museo de nombradía mitológica. En un comienzo
creen que se trata de un error o de un chiste francés de mal gusto. Simplemente
no pueden convencerse que en el Louvre se expusieran esas burdas “arpilleras”,
esas telas bastas de yute que se usan para hacer sacos, bordadas con baratas
lanas de colores. Los juicios (más bien los prejuicios) en contra de la artista
eran lapidarios: “No tiene formación académica, no tiene idea de
técnicas, de perspectivas, de colores”. Diametralmente diferente es la opinión
de Marie Madeleine Brumagne, la crítica de cine y arte francesa que visitó una
exposición de las tapicerías y cuadros de Violeta en Laussane. “...Seré parcial
sin duda –lo que es contrario a una actitud crítica objetiva- e incapaz de
analizar por qué las tapicerías que ella (Violeta Parra) expone en la Galerie de Nouveaux
Magasins son plásticamente bellas. Ellas son por otra parte más que bellas,
mágicas. Escapan a las normas de juicio cuyo acercamiento razonado se puede
explicar ... Violeta Parra no hace de ellas elementos decorativos nacidos de su
pura imaginación, sino retratos de gentes que ella ama o no, restitución de
recuerdos de Chile sobre la tela para glorificarlos o exorcizarlos. Se asiste
al nacimiento de un mundo en que violencia sorda y ternura fecundante se corresponden...
sus obras sobrepasan los encantos fáciles y engañosos del exotismo o del
folklore de pacotilla... Obras inocentes, primitivas pero cargadas de
experiencia, ricas en técnica y trascendencia vital”.
Esta opinión no es la única. Pero a la “cultura oficial” chilena esta
exposición de Violeta Parra en el Louvre le parece simplemente una grotesca
tomadura de pelo. Sólo se convence que este desatino es cierto, cuando se
enteran que la Baronesa
de Rotschild ha comprado uno de los tapices de Violeta (“Thiago de Mello”). El
dinero de una Rotschild es siempre criterio indesmentible de verdad.
A fines de 1964, a su regreso en
Santiago, después de provocar la admiración tanto de la crítica como del
público lego que visitó sus numerosas exposiciones en Francia y Suiza, a
Violeta Parra la esperaba en su país la acostumbrada indiferencia institucional
a la que se enfrentó toda su vida y que la acompañó hasta su muerte. Consultada
en 1982 si el Museo de Arte Contemporáneo de Chile estaría interesado en
mostrar algo de la obra pictórica de Violeta, su directora de entonces respondió: “No sé si
tendría interés. Bueno, quizás como cosa curiosa.“ De una forma quizás más
disimulada pero no menos efectiva esa indiferencia se mantiene vigente hasta el
día de hoy. De otro modo no se comprende que en el Chile actual aún no exista
el Museo de Violeta Parra. Su obra plástica aún continúa dispersa por el mundo,
sin que nadie se preocupe de intentar lograr reunirla bajo un mismo techo en el
país que ella extrañamente tanto amó. Sus pinturas, arpilleras, esculturas,
máscaras se encuentran desparramadas en Argentina, Cuba, Brasil, Francia,
Suiza, Finlandia y otros países. Tan sólo en una galería en Ginebra hay más de
cien piezas de su obra, otras cuarenta están en manos de personas privadas en
Argentina. En Chile no existen más de veinte.
EL FIN
El último
disco que grabó lleva un nombre agorero: “Las últimas composiciones de
Violeta Parra”. Salió al mercado veinte días antes de su muerte. Más que un
disco es un testamento sin notas al pié de página. El eco de sus últimas
palabras. Esta grabación contiene las que son tal vez las canciones de amor y
odio más intensos y vívidos de la historia musical chilena. Como en sus cuadros
y arpilleras, la poesía de lo aparentemente elemental alcanza en ellas la
profundidad misteriosa de los siglos y los espejos.
Hay
coincidencia en todos los que la conocieron de cerca que Violeta no fue una
mujer fácil. Más bien temible, brusca, insoportable en sus momentos de
depresión y también en sus alegrías. Fue “un ser humano” –dice su hija Carmen
Luisa- “que se equivocó y con el que nos
equivocamos”. Y como ser humano, su hambre de amor fue tan enorme como las
dificultades para encontrarlo. Toda su vida se sintió fea, lo que es mucho peor
que serlo. Acaso fue ese sentimiento infeliz la que la llevó a crear tanta
belleza. No lo sabemos. La causa de su muerte fue simple: una bala
calibre 22. Sobre los motivos de su suicidio sólo se puede especular.
“Bueno,
Violeta Parra, me despido,
me
voy a mis deberes.
¿Y qué hora
es? La hora de cantar.
Cantas.
Canto.
Cantemos.”
(De “Elegía para cantar” – Pablo Neruda)