24 de enero de 2011

FOTOS DE DIARIO


DISFRACES


Siguiendo algunos consejos cardiológicos de autoayuda, acostumbro a dar cinco mil enérgicos pasos diarios por las calles vespertinas del barrio en que vivo, no más acompañado por mi ineludible Otro Yo, que casi siempre es el mismo. Con el tipo este solemos intercambiar opiniones más o menos sinceras sobre asuntos que los años han ido tornando sospechosamente repetitivos, y que nosotros suponemos de interés, aunque rara vez lo sean. Por supuesto, como corresponde a parejas condenadas a vivir juntas hasta que la muerte los separe, no olvidamos las buenas costumbres de las incriminaciones mutuas y nuestras consuetudinarias, cada vez más acibaradas quejas sobre el estado general del mundo y sus alrededores.
Aunque sin destino fijo, este ejercicio hace inevitable acostumbrarse a determinadas rutas y estaciones. Una de estas últimas es un kiosko donde me detengo a leer los titulares de diarios que hace mucho dejé de comprar, pero que aún no logro dejar de hojear on line y a regañadientes.
Esta vez los titulares dan cuenta de un un supuestamente importante gran cambio en el equipo ministerial del gobierno de turno en este país en el que vivo. La primera página muestra las fotos de los ministros que salen y los que entran, y publica alguna frase presidencial, tres veces adjetivada, con ocasión de este recambio, que por cierto, como ellos mismos bien saben, no ha de cambiar nada. Es sólo una escena más de una muy antaña liturgia republicana, vacía desde hace mucho de significados reales, si es que alguna vez los tuvo. Esa primera página de los diarios del día registra palabras, firmas de actas y nombres sin ninguna trascendencia, salvo aquella que los mismos actores se autoasignan en el momento de posar para una foto tan evanescente como su papel de comparsas en un sainete sin vis cómica ni intenciones de tenerla. Me distraigo con las fotos de esos rostros también perfectamente intercambiables entre sí como los discursos y diatribas con los que ellos articulan su intrascendencia. Como están muy lejos de ser écrivains o écrivants, me ahorro el trabajo de hurgar en la nariz de Barthes en busca de algún material para cementar este juicio mío.
“Si al menos se disfrazaran”, suspira en ese momento, con afectación exagerada, mi Otro Yo, quien alguna vez padeció de erráticas inclinaciones por el arte teatral, de las que nunca ha logrado sanarse totalmente.
Su comentario logra irritarme, lo que era, supongo, su propósito, porque era lo mismo que estaba pensando yo, sin atreverme a pensarlo en verdad hasta el final.
¿Disfrazarse de qué?”, le pregunto.
¡Y, no sé! ¡Disfrazarse de algo, digo yo!”, es su respuesta, no exenta de un inequívoco quántum de provocación expresado en ese subtonillo porteño que gusta de usar cuando se trata de sacarme los choros del canasto en cuestiones de leso orgullo vocacional. Ha llegado pues, el momento de la confrontación.
“Escuche, mi estimado”, me digo, tratando de ocultar detrás de mi despectiva modulación, tan demodée como yo mismo, la oleada de bronca que ya no puedo evitar, “me parece que usted olvida que los políticos, per se, viven disfrazados. Es la conditio sine qua non de su existencia. Su disfraz, como el de putas travestis, estafadores, periodistas de tevé, milicos, predicadores, embajadores, vendedores de seguros y autos usados, es parte esencial de su más prístina naturaleza profesional. ¡Que un político se plante un disfraz encima del que ya usa, sería de un barroquismo inexcusable, aún en ámbitos tan sobrecargados de payasos y payasadas como el de nuestra fauna y flora política!”. Y antes de que mi acompañante abra la boca, agrego de sopetón la frase que él ya está pensando: “¡De acuerdo, más flora que fauna!”.
Con esa respuesta mía a la provocación de mi sombra he entrado a un terreno escabroso. Lo sé. La crítica impensada a la práctica de arsénico y encaje antiguo de la actual política contingente, y en contra de aquellos políticos que la practican desde tiempos de memoria escasa, es y ha sido, por desgracia, un efectivo cazabobos de dictaduras de bigote, credo y uniforme. El real espacio crítico que la democracia se permite en relación  al personal  que la administra, es siempre estrecho y de techo bajo.
En contra de lo esperado empero, la réplica de mi Otro Yo a mi feble razonamiento no toca ese nervio al aire que deja mi argumentación. Lo hace de adrede y por mortificarme. Por dejar la espina clavada en la mala conciencia de mi lengua atarantada.
“Cierto”, dice mi siamés intrínseco, “por eso mismo, ¿no sería simpático que, por variar digo yo, los políticos se disfrazaran alguna vez de lo que son, en lugar de lo que les gustaría parecer?”.
Los cuatro mil pasos que nos faltan para cumplir la caminata terapéutica de esa tarde, los invertimos en imaginar cómo se verían.

Brasil (el barrio), 23 de enero del 2011


        

16 de enero de 2011

EL AÑO DE LAS MUCHAS PRIMAVERAS



El artículo que sigue fue escrito en abril del 2008 en Berlín,
y publicado en la revista "Mensaje", en Santiago de Chile,
en mayo del mismo año.
Aún espero por mis honorarios.

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Nostalgias marginales del ‘68


Con parquedad reconocida los almanaques se limitan a evocar fechas jubilares sin mencionar el antes ni el después de los sucesos que registran, ni mucho menos las sinapsis que unen a estos con otros sucesos y procesos. Algo semejante hace también el historiógrafo taxidermista, aquel que arranca el hecho histórico de su hábitat sociotemporal, lo limpia a su amaño de cierto polvo y cierta paja, lo diseca con primor y lo presenta detrás del vidrio de algún insectario público, clavado para siempre con el alfiler indiscutible de la inmutabilidad de las cosas. A esta óptica retrospectiva del ojo tuerto, ora el diestro, ora el siniestro, viene a añadirse el influjo siempre cómodo y poderoso del mainstream y además, en la actualidad, el valor contante y sonante que el mercado asigne a la ocasión recordatoria respectiva. Factor este no pocas veces decisivo a la hora de (re)escribir la historia.

Mucho de esta sesgada manera de mirar hacia atrás se observa en estos días de primavera europea, cuando una marea de monografías, memorias, testimonios, balances y ediciones especiales inunda las librerías y los kioskos de diarios. Tema de tal inundación es aquel emblemático año 1968. Más concretamente sobre su mes de mayo en París y en Praga. Aunque las coordenadas geográficas del justamente legendario ’68 abarcaron una región mucho mayor que la que se extiende entre el Sena y el Moldava, fueron sin duda las primaveras parisina y praguense las que mejor simbolizan el epicentro del sacudón telúrico que hace cuarenta años remeció los establishments de Europa. Y agreguemos sin temor a exagerar, también del resto del mundo, porque no fue una, ni dos, sino fueron muchas primaveras las que en esos tiempos hicieron temblar el “orden establecido”, de este a oeste, de norte a sur: EE.UU, Alemania Occidental, Italia, España, Bélgica, Polonia, Yugoslavia, Japón, y hasta un cierto punto discutible, también en China, durante la wuchanjieji wenhua dageming1. También en Argentina, México, Chile, Uruguay, Brasil, movimientos estudiantiles remecieron los edificios orinientos del Poder con estruendos de primavera.
La coincidencia del mayo de París y el de Praga sea quizá calendaria pero menos casual de lo que podría parecer a simple vista. La genealogía de ambas arrancan del tronco común que significó la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. En esa historia matriz tan jodidamente europea tiene sus orígenes también el tumultuoso movimiento estudiantil alemán de aquella época o el italiano, pero es radicalmente otro el papel que Italia y sobre todo Alemania jugaron en esa guerra. Por ende, diferente también la valoración y ponderación que esos movimientos estudiantiles hicieron de la herencia de plomo recibida de sus padres. (Sin olvidar por esto, que durante la ocupación alemana de Francia y Checoslovaquia existieron y actuaron en esos países fuerzas no despreciables de colaboracionistas). 

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Es plausible suponer que algunos brotes de la primavera de Praga comienzan a asomar, tímidos todavía, por entre la asfixiante maraña de revelaciones públicas con que el informe al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en invierno de 1956 da a conocer las dimensiones más que trágicas del stalinismo, al mismo tiempo que anuncia su propósito de renovación y democratización de la entonces aún joven sociedad socialista soviética que acababa de sobrevivir la guerra más apocalíptica de la Historia. Como es sabido, tal propósito deviene en manos de la burocracia partidaria en maculatura. No obstante su solo enunciado logra agitar las conciencias y fervorizar las esperanzas de muchos que creen en él y comienzan a bregar por su realización. Esporádicos, surgen en Polonia, en Yugoslavia, en la misma Unión Soviética algunos movimientos iniciales de protesta que exigen dar los primeros pasos en dirección a un futuro socialista donde la palabra “libertad” no suene a calabaza hueca. Pero es en Praga donde las agujas de los sismógrafos comienzan a volverse locas cuando en enero de 1968 un funcionario comunista más bien gris y hasta entonces poco conocido, Alexander Dubček, es electo Primer Secretario del PC checoslovaco. Desde esa posición -hasta entonces indiscutible- del Elegido, anuncia un breve “programa de acción” que apunta a corregir las deformaciones del sistema político imperante a través de una renovación democrática del Partido, del Estado y de la Sociedad, sobre la base de un efectivo pluralismo. Tal programa se reduce a la formulación escueta, y sin duda atractiva, de un objetivo primordial: “Un socialismo con rostro humano”. Lo que sigue a este anuncio es una verdadera explosión de entusiasmo popular. La atención internacional comienza a concentrarse en lo que sucede en el pequeño país. Pero también dudas se hacen oir. La ola de simpatía o rechazo frente al experimento checolosvaco es de motivación tan variopinta como los intereses de los bloques político-militares en que se hallaba dividido el mundo de entonces. Lo que siguió es conocido. El proyecto de renovación iniciado en enero de 1968 concluye en agosto del mismo año con la ocupación de Praga por tropas del Tratado de Varsovia. Fotos de la época muestran a jóvenes que frente a los tanques invasores alzan retratos de Dubček, Lenin y Marx, pero también del Che. Casi veinte años después de aquella esperanza, nacionalistas eslovacos descubren que poco y nada los une a los que habían sido sus hermanos checos. Checoslovaquia como unidad político-administrativa deja entonces de existir, para dar paso a la República Checa y la República Eslovaca. Y en ambos países, aquella lejana ilusión de un “socialismo con rostro humano” es sustituída de inmediato, sin emociones ni temblores, por la realidad de un neoliberalismo de una sola cara. 

٭٭٭

Los vientos huracanados que comenzaron a soplar en las calles de París a comienzos de mayo naturalmente fueron de origen diferentes a los de Praga. Muy pronto quedó claro que no soplaban para desempolvar el viejo sistema existente, sino para derrocarlo y sustituirlo por uno nuevo. Lo que ocurrió en las calles de París no fue un simple proceso de renovación de lo que había, sino una revolución. Mejor dicho, el anuncio esplendoroso de una que no llegó a ser. André Malraux, en esa época ministro de cultura de de Gaulle, reconoció: “El ensayo general de este drama suspendido anuncia la gran crisis de la civilización occidental”. Sus palabras reflejan uno de los enésimos intentos por entender aquel mayo parisino en sus verdaderas dimensiones y alcances.
La primavera de París del 68 no fue de generación espontánea. La década anterior había ido agregando sin cesar ingredientes de la índole más distinta al caldo de cultivo de la que emergió, y que durante todo ese tiempo se cocía a fuego lento en la marmita de la subconciencia francesa y europea. Fue aquella década en que el “primer mundo” se convertía a la religión del consumo a costa del saqueo y endeudamiento crecientes del “tercero”; años en que el perfil humano de la persona comenzaba a desdibujarse en la abulia del consumidor-masa; cuando el aparato político y económico del sistema, a parejas con el paternalismo autoritario de una democracia estadística, funcionaba inmutable porque se sabía perfecto; una década en que la defensa de los “valores occidentales y cristianos” ante la “amenaza comunista” se entendía como un artefacto nuclear y un cerrojo cerebral. Pero era también la década de una insólita revolución que osaba salir al encuentro de un destino diferente al que los augures del Capitolio habían prescrito para la América Latina; era el tiempo de la América ricacha que se enfrentaba aún perpleja a los beatniks, al flower power, a los black panthers y se afanaba en una nueva forma de matar y morir en Vietnam; un tiempo en que Francia comenzaba a comprender que con la bestialidad de sus paras2 no lograría retener a Argelia en los grilletes coloniales, pero sí perder para siempre su dignidad de Grande Nation; también era el tiempo del aggiornamento con que el Vaticano pretendía alcanzar una “claridad más grande de pensamiento”, para entender mejor al Hombre y su Mundo, más allá de los bordes de una medallita parroquial. La década de gestación del 68 parisino fue además en que la píldora anticonceptiva abre las puertas a la liberación sexual a una generación que se da en pensar que All you need is love es la mejor fórmula para arreglar el planeta; la década en que el Fluxus se echa a andar en pos del “arte total”, sin direcciones prefijadas ni ordenanzas del tránsito, al ritmo de un piano loco preparado por John Cage; cuando Heráclito y Marx, Lenin y Babeuf, la Luxemburg y Gramsci se sacudían de encima el polvo de los dogmas en que los habían sepultado vivos y regresaban de sus tumbas a la vida silbando un “valsecito bailador”; cuando Europa decreta la muerte de la novela y esta, porfiadamente, comienza su resurrección en el magín de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes. En fin, de todo esto y mucho más se fue haciendo la primavera parisina del 68, hasta que ella llega a la pila bautismal de la Universidad de Nanterre, la rebalsa y se extiende luego por toda Francia y parte importante de Europa. Quizás sea este ubérrimo cocktail genético de su gestación histórica lo que explique, en parte, su caracter tan desenfadadamente heterodoxo y tan resueltamente radical. Aquel fenómeno sin precedentes del “encuentro de la juventud con el proletariado” (Malraux), a pesar de algunas estúpidas desconfianzas iniciales de la “vieja izquierda”, demuestra en pocos días ser una avasalladora fuerza de creatividad y combate. Estudiantes y obreros, técnicos e intelectuales, jóvenes y viejos descubren que tenían intereses comunes que defender y derechos que conquistar. Huelgas cada vez más multitudinarias paralizan el país y aterrorizan a las “buenas conciencias de la Nación” con sus demandas por una mayor participación directa de trabajadores y estudiantes en todas las instancias del proceso político, económico y social del país, en toda la esfera de la administración del estado. Las fábricas, los teléfonos, el correo, el transporte y los servicios públicos, dejan por semanas de funcionar. La alegría de la lucha popular crece en proporción geométrica al espanto de la burguesía, la que sólo atina a lanzar las jaurías de las CRS3 en contra de las barricadas callejeras, las universidades y fábricas tomadas, en defensa de su Bolsa, sus bancos y sus cotos de caza.
En su sentido más prístinamente moral, el mayo parisino fue un alzamiento-símbolo contra Babilonia la Grande, la Madre de las Rameras y de las Abominaciones sobre la Tierra. Contra sus disfraces. Contra sus hipocresías. Contra sus crímenes. Contra su riqueza. Contra sus fetiches. Contra sus dioses, sumos sacerdotes y soldados. 1968 fue, después de la toma de La Bastille,  el año de la contestation más rotunda que registra la biografía del espíritu francés: todo fue cuestionado, puesto patas arriba, todo fue viviseccionado con un bisturí de reciclado filo cartesiano y sometido a las ordalías implacables de la poesía. Porque el mayo parisino fue además una insurrección violenta y sin tregua de la poesía, y nos recordó que ella es parte vital de toda revolución que pretenda ser verdaderamente humana. Carlos Fuentes memora que en el mismo lugar donde comienza “Rayuela”, en la calleja que une la rue de Seine con el Quai de Conti, donde Horacio Oliveira busca a La Maga, el propio Julio Cortázar plantó un cartel saludando a los insurrectos: “Ustedes son las guerrillas / contra la muerte climatizada / que quieren vendernos / con el nombre de porvenir”. Esta fue sólo una entre las diez mil consignas que hicieron de los muros de París el pizarrón más espectacular y bello de los aprendices de hechiceros que una vez más osaron intentar el asalto al cielo, en las mismas calles donde habían sido masacrados en esa otra primavera, en ese otro mes de mayo de 1871. 

“¡La imaginación al poder!”
“¡No tomen el metro, tomen el poder!”
“Decreto el estado de dicha permanente”
“Un pensar que se estanca, es un pensar que se pudre”
“Cuanto más hago el amor más ganas tengo de hacer la revolución, cuanto más hago la revolución más ganas tengo de hacer el amor”
“Estamos tranquilos: 2 más 2 ya no son 4”
“Francia para los franceses: slogan facista”
“Nous sommes tous de juifs allemands"4
"El derecho de vivir no se mendiga, se toma"
“Soy marxista de la tendencia Groucho”
“La revolución no es un espectáculo para anglicistas”
“¡Dios no es conservador!”
“¡Corre camarada: el viejo mundo está detrás tuyo!”
“Seamos realistas: pidamos lo imposible” 

Et cetera. Et cetera. La lista de las consignas parisinas es tan larga como la memoria que las ha resguardado en el tiempo que vino después del ’68, hasta la actualidad. Quizá sirvan para otra vez. El mayo de París fue breve. Fue aventado de las calles con la misma celeridad con que se apropió de ellas. La revolución nonata murió durante el parto  en el que debía nacer. Cierto, en su muerte colaboró el discurso de hierro, cerrilmente anticomunista y corporativista que el general de Gaulle pronunció en la hora undécima. El gobierno no tuvo empacho en mostrar el joker de la guerra civil asomado en la manga de su uniforme. Efectivamente, el general Jacques Massu, el torturador de Argel, ya había ordenado desde su cuartel en Baden-Baden que los blindados echaran a andar sus motores. No obstante, habría que agregar también que la insurrección se extinguió en el momento mismo en que las reivindicaciones sociales de los diferentes grupos fueron separadas de la acción política unitaria de las masas. Así, la lucha contra “la Gran Costumbre”, “la Gran Polilla”, “el Gran Consumo”, “el Gran Sistema” (Cortázar), se perdió simplemente cuando se dejó de luchar.
٭٭٭

Cada revolución crea iconografías y configura su propio sistema de códigos y referencias para explicarse a sí misma y que la unan al tiempo en que tiene lugar. América Latina es, junto al “Vietnam heroico”, una de las referencias e iconografías principalísimas de aquella primavera insurreccional.
Naturalmente que América Latina ya estaba presente en París desde mucho antes de comenzar el mes de mayo de 1968. Porque en esa pobre América de las satrapías bananeras y las sangrías rutinarias de los golpes militares, algo había comenzado a cambiar. El 1° de enero de 1959 un ejército de barbudos no sólo había irrumpido a la fuerza en La Habana, sino ante todo en la conciencia activa de todo un continente y de allí al imaginario rebelde de toda una generación mundial. A partir de esa fecha y de manera acelerada destacamentos de choque del pensamiento joven, en decenas de ciudades entre el Río Grande y la Patagonia, se daban en sacudir desfachatamente el árbol del fruto prohibido, y aventar de paso las telarañas de una sociedad que olía a naftalina. En las infinitas extensiones latinoamericanas del hambre y la miseria comenzaban a multiplicarse las comunidades de base de los cristianos pobres, cada vez más dispuestos a desclavarse de la cruz y echarse a andar. Ni las dictaduras militares, ni las adormideras reformistas, ni el gran guiñol de la “Alianza para el Progreso” parecían impedir que a la amenaza monstruosa de “crear dos, tres, muchos Vietnam” comenzaran a crecerle brazos, patas y cabezas. Cualquiera cosa, menos eso: Vietnam era a la sazón el lugar donde el Imperio Más Poderoso del Mundo (en aquel tiempo una definición en ningún caso peyorativa) por primera vez se rompía los dientes en el lodo blando de los arrozales.
Así los asuntos, ya antes de que comenzara mayo, la embajadora indiscutible de esa América Latina que comenzaba a cansarse de su posición de rodillas frente a la historia era Cuba. No era ninguna advenediza en la actualidad europea y francesa. (Jean Paul Sartre ya había publicado “Huracán en el azúcar”, una serie de artículos sobre la experiencia revolucionaria cubana, no exentos en ese tiempo de admiración y respeto). Desde un comienzo Cuba estuvo presente de cuerpo entero en el estudiantado de París, en el corazón de la revuelta, en su poética y en la llama del discurso. Para los estudiantes de La Sorbonne o Nanterre y los obreros de la Renault o Sud-Aviation ,Cuba ya no era una isla, era un arrondisement, un banlieu, una rue tan propia como el Boul’ Mich’ o Saint Germain-de-Prés. El “hombre nuevo”, solidario, creativo y libre, profetizado por el Che, daba señales de su existencia en cada uno de los insurrectos. En una de las mil discusiones maratónicas de la Cité Universitaire, el ejemplo de Cuba es enarbolado una vez más por Sartre quien les recuerda a los estudiantes que en Cuba la teoría de la revolución había nacido de la experiencia revolucionaria, en vez de antecederla. Era exactamente lo mismo que en esos momentos estaba ocurriendo en París. También Fidel y los suyos habían echado por tierra los pruritos dogmáticos de la “vieja izquierda” y las teorías anquilosadas de “las vanguardias”. Por todas partes se repetía que “este movimiento nuestro es a la revolución francesa (y europea) lo que el ataque al Cuartel Moncada fue a la Revolución Cubana”. El Che reunía sus huesos dispersos en Vallegrande y no faltaba a ninguna de las asambleas en el Odeón ni olvidaba cumplir sus turnos en las barricadas del Quartier Latin. Junto a él, codo a codo, Oncle Ho, el Gran Timonel Mao, y también Rimbaud, Baudelaire, o el viejo pendejo de Louis Aragon. Y Roberto Matta, Jean Cassous, Michel Piccoli, Jean-Louis Barrault, Marguerite Duras, Michel Butor, Julio Cortázar, Paul Ricoeur, Alain Touraine, Alfred Kastler, tantos.
El mayo francés fue europeo y latinoamericano. “A través de Francia” dice Carlos Fuentes con su elegancia de siempre, “podemos comprender y ser comprendidos. Esta revolución también es la nuestra”, y se recuerda de las palabras de un estudiante con el que conversó en Bari: “Dígale a sus lectores y a sus amigos en Hispanoamérica que no se dejen desorientar, que esta lucha de los jóvenes europeos es a favor de ustedes, conscientemente. Estamos continuando, por otros medios, la lucha de Zapata y Guevara, de Camilo Torres y Frantz Fanon. Luchamos contra el mismo mundo de la opresión centralizada”. Son palabras que hoy, cuarenta años después, bajo el aturdimiento espeso del marasmo global, tienen una resonancia de patética ingenuidad.
Las primaveras de Praga y París, pero también el octubre púrpura de Tlatelolco, son instantáneas en blanco y negro que hoy amarillean en álbumes cada vez más desmemoriados de las familias felices, junto a un trozo de estuco del Muro de Berlín, algún panfleto con la palabra "compañero", quizás un clavel rojo, seco y sin ningún olor. Muchos de los que ayer desde la tribuna del agitador describían con pasión inigualada el color de la esperanza y llamaban a “avanzar sin transar”, hoy –en las pausas que su adiposidad le permite- queman lo que ayer adoraron con la misma intransigente vehemencia con que ayer quemaron lo que hoy adoran. Muchos, demasiados, de los líderes que ayer desde su altura avizoraron la tierra prometida de justicia y equidad de los hombres libres, hoy recomiendan con humor alopécico que el político con “visiones” debería ir al oculista o consultar un psiquiátra. Los estrategas infalibles que ayer organizaban y capitaneaban la transformación inmediata de los sueños en realidad, hoy se remiten a la etimología sumisa del convertido para probar que la Utopía es un lugar que no existe mas que en el Absurdo. Para muchos héroes de ayer, la Realidad era algo que sólo estaba para ser cambiado; para los mismos, hoy es el Abracadabra que puede transformarlo todo a condición de que no se cambie nada. Sí, aquel mayo del ’68 sirvió también para advertirnos que a menudo las revoluciones suelen ser planeadas por utopistas, realizadas por fanáticos y aprovechadas por sinvergüenzas.

¡Qué planeta, hermano, qué mierda increíble. Pero siempre con una florcita creciendo encima del montón de mierda, como en el poema de Allan Ginsberg!”, le escribía Julio Cortázar a Gregory Rabassa, su traductor noramericano, el 26 de junio de 1968, comentando suspiroso la derrota de la primavera de París.

Una florcita como para llevarla en el ojal, hasta la próxima.
Berlín, abril del 2008 
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1 Transcripción latina de “Gran Revolución Cultural del Proletariado”
2 Abreviación de „parachutistes“ – tropas paracaidistas de asalto del ejército francés.
3 Compañías Republicanas de Seguridad
4 „Todos somos judíos alemanes“ : Este lema fue acuñado como respuesta a los odiosos ataques antisemitas de la derecha francesa en contra de Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes del movimiento estudiantil parisino.

PROMETEO EN LA HOGUERA

Un presidente chileno realizó en el mes de septiembre u octubre del año 2010
una tournée de promoción por algunos países europeos.
En Berlín fue invitado por su colega alemán,
a estampar un saludo en el libro de huéspedes del Palacio Bellevue.
La frase que garrapateó el primer mandatario chileno,
hizo enrojecer a todos, menos a él. 
Como saludo escribió
"Deutschland, Deutschland über alles,
Über alles in der Welt".
("Alemania, Alemania sobre todo,
sobre todo en el mundo").
Este es el primer verso de "La Canción de Alemania",
poema  patriótico de  Heinrich Hoffman escrito en 1841,
y adoptado como himno nacional alemán en 1871.
Después de su fundación en 1949, la República Federal de Alemania mantuvo
como tal, sólo su tercera estrofa.
A ello lo obligaba después de la Segunda Guerra Mundial, una muy elemental political correctness.
Con ese verso en la boca y el Führer en el corazón,
Alemania había incendiado Europa al costo de algo más de cincuenta millones de muertos.
Antes de eso, habían ardido también algunas toneladas de papel sin importancia en todas las grandes ciudades alemanas.
Sobre esto último, da cuenta el texto que sigue.
Naturalmente, todo esto no lo sabía aquel mentado presidente chileno.
Sólo sabía lo que le habían enseñado sus maestros alemanes en el
Colegio del Verbo Divino de Santiago de Chile.
Al entregar esta docta explicación a la prensa, ni siquiera se encogió de hombros,
que, junto a los negocios, es lo mejor que sabe hacer.

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A 75 años de la quema de libros en Berlín


No ha mucho: a una interpelación más o menos urgente de la comisión especial del Bundestag1 que investigaba la posible complicidad de los actuales servicios de inteligencia de Alemania, en los delitos de secuestro y tortura cometidos por su socia noramericana, la CIA, en contra de ciudadanos alemanes en el marco de la lucha global contra el terrorismo, un desolado burócrata de esos servicios respondió quejumbroso que por desgracia no iba a ser posible responder satisfactoriamente a los requerimientos de la comisión investigadora. Por “error”, un funcionario había borrado del computer central de “la Firma” todos los datos relativos al caso. Un error irreparable, dijo. Expertos en computación afirman que para cometer tal “error” se requiere de una notable energía creadora. Eliminar un dato de un disco duro no es asunto fácil. Ni los más sofisticados programas de overwriting pueden asegurar la desaparición total y completa de esas ominosas revelaciones. Hoy como ayer, el único método infalible es la destrucción física del medio que las contiene.
El ritual de destrucción de los portadores de mensajes indeseados tiene larga tradición en el todavía inconcluso devenir del mono en Hombre. Muy anteriormente al prodigiososo invento del papel, y casi treinta siglos antes del aún más prodigioso ingenio de la imprenta, en 1468 a.C., el faraón Thutmosis III, por alguna razón que no se registra, ordena a sus picapedreros que el nombre de su antecesora, la reina Hatschepsut, sea borrado a golpe de cincel de toda piedra escrita. Doscientos años después, un Moisés iracundo destruye otro documento escrito, las tablas de la Ley, a los piés del Sinaí, para castigar así las desviaciones de su pueblo frente al Becerro de Oro. Y en Babilonia, la Bella, Grande y Poderosa, el rey Nabonassar ordena en el 747 a.C., el “ajusticiamiento” público de tablillas de greda con cuneigramas que contenían loores a todos los reyes anteriores a él. La orden la cumplieron sacerdotes acadios, quienes -invocando la divina voluntad de su señor- las dejaron caer desde las terrazas de los zikkurat. Y ante los ojos de una muchedumbre sin rostro los textos condenados saltaron hecho trizas.
El fuego, como verdugo principal de libros, comienza su tarea en el siglo 221 a.C., en las vastedades asiáticas del gran imperio Qin, cuando Shih Huang Ti, el Emperador Amarillo, el primero de su dinastía y unificador implacable de lo que después sería China, ordena la quema de todos los libros que narraban la historia del ayer y de aquellos que propagaban una filosofía diferente a la del estado en formación. A la ínfima minoría lectora sólo se le permitió la tenencia de libros de agricultura, medicina, astronomía y adivinación. (Entre estos últimos, por suerte, el sin duda más famoso de todos, el I-Ching, aquel cautivador compendio de todas las posibles combinaciones proféticas.) El emperador Shih Huang Ti quiso simbolizar con la quema de libros la destrucción del pasado. Pero en un acto de rara simbiosis de memoria y desmemoria ordenó al mismo tiempo la construcción de la Gran Muralla, la que debería defender el presente y asegurar el futuro de su imperio. Los libros inmolados por el Primer Emperador estaban escritos en rajas de bambú unidas entre sí. El bambú arde tan bien como el pergamino de los libros de la biblioteca de Alejandría, la más grande de la Antigüedad. Según Herodoto alcanzó a albergar 700.000 volúmenes griegos, judíos y egipcios. (Todos los viajeros y sabios que llegaban a la metrópolis del delta del Nilo estaban obligados a dejar un ejemplar de los libros que poseían). El esplendor de la biblioteca de Alejandría comenzó a extinguirse en el año 391, cuando cayó víctima de la piadosa piromanía del emperador cristiano Teodosio I, llamado por alguna razón que se nos escapa El Grande, quien por edicto ordenó la destrucción por fuego de todos los falansterios y templos paganos de la ciudad. Para no ser menos, doscientos cincuenta años más tarde los reconquistadores sarracenos del califa Omar usaron los últimos pergaminos y rollos de papiro de la biblioteca alejandrina para calentar por seis meses el agua de los baños públicos de la ciudad.
En el Poniente por otro lado, durante siglos, censores y verdugos de libros fundamentaron la imprescindible necesidad de sus oficios con aquella palabra neotestamentaria que dá cuenta de la rotunda victoria de Pablo durante su apostolado en Efeso sobre los exorcistas judíos y griegos: “Asimismo muchos de los que habían practicado la magia trajeron los libros y los quemaron delante de todos; y hecha la cuenta de su precio, hallaron que eran cincuentamil piezas de plata.” (Hechos, 19, 19). La historiografía de occidente registra una lista digamos infinita -en el sentido más prístina y sentidamente literario del término- de ejecuciones públicas de libros. Esto hace que una enumeración de estas, por somera que sea, conlleve el riesgo latente de que la significación del hecho desaparezca detrás del bostezo habitual que provocan las aburridas estadísticas de lo excesivo. La burocracia del Poder no sólo no olvidó legitimar por ley, cada vez que fue necesario, el carnificio libresco; también se cuidó de registrarlo en una minuciosa contabilidad y una detallada crónica. Gracias a estos cuidados sabemos de la destrucción de los opúsculos heréticos en Bizancio en el siglo VII; o de aquel 12 de julio de 1562, cuando Diego de Landa, el obispo español de Yucatán, condena a la hoguera los códices mayas en Maní; o de la incineración oficial de “literatura comunista” ejecutada por la Aduana Postal del Perú en 1967. Ahí está el oficio público del Ministerio del Interior del General Augusto Pinochet, por el que se ordena el autodafé del 28 de noviembre de 1986 en los recintos portuarios de Valparaíso, donde se consumieron 15000 ejemplares del libro “Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile” de Gabriel García Márquez. Como decíamos, larga y monótona es la lista de libros y autores que han sufrido, sin resitirla, la prueba del fuego. Demasiado larga como para ignorar frente a ella los deberes de la memoria y la obligación urgente de la advertencia.
En la historia universal del libricidio destaca sin embargo con particular resplandor la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín, capital del Tercer Reich Alemán. Precisamente en el corazón de un país que, no sin alguna razón, se preciaba de albergar a una “nación de poetas y pensadores”. A las diez en punto de la noche, bomberos bradburyanos, encienden una hoguera gigantesca en la Plaza de la Opera, ubicada en la bella avenida Unter den Linden. Mientras bandas de las SA hacen resonar la estridencia de sus himnos de guerra, y del "Deutschland, Deutschland über alles", estudiantes de la universidad de enfrente, la Friedrich-Wilhelm-Universität, unos en el uniforme de gala de sus corporaciones, y de simple camisa parda los otros, dan comienzo a una ceremonia litúrgica, esencialmente nueva, de la modernidad. Las palabras inaugurales del acto las pronuncia Joseph Goebbels. La primera conjura que se escucha en esa noche de Walpurgis es programática. El primero en arder es un ex-alumno de la misma universidad. “¡Contra la lucha de clases y el materialismo, por una comunidad popular y una actitud idealista frente a la vida! ¡Entrego a las llamas los escritos de Marx y Kautzky!”. El fervor entusiasta de la muchedumbre irradia más que las llamas. Siguen otros escritores, filósofos, científicos, periodistas, teólogos y hasta humoristas. Son acusados de ruina moral, de decadencia, de traición, de falsificación, de calumnia en contra el espíritu nacional. Son quemados en nombre del espíritu y genio alemán, de la historia alemana, de la moral alemana, de la nobleza alemana, de la incondicionalidad al Reich. Son convertidos en cenizas en nombre de la educación más pura, de la cultura más limpia, de la verdad más alta: la de la Raza Superior. Son devorados por las llamas Engels y Lenin y Trotzky; Henri Barbusse, Romain Rolland, Máximo Gorki; Kafka, Feuchtwanger, Max Brod; Heinrich y Thomas Mann; Bertolt Brecht y Alfred Kerr; Sigmund Freud, Walter Benjamin, Ernst Bloch; comunistas, socialistas, sindicalistas, pacifistas, y judíos ante todo. Como “una nube de insectos” definió un connotado germanista a esa masa ardiente. Insectos malignos, dignos del fuego. Tan sólo en Berlín, en esa noche de primavera, se consumen diezmil quintales métricos de literatura, ciencia y arte. La fogata ardió dos días. A la quemazón de Berlín siguieron en las semanas siguientes espectáculos semejantes en veintidós ciudades universitarias alemanas. Entre ellas, venerables nombres pinaculares de la academia europea: Heidelberg, Frankfurt, Göttingen, Munich, Könisgberg.
Un siempre vivo revisionismo histórico en Alemania y Europa se esfuerza por ingresar la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en Berlín, como un simple ítem más en el inventario de la barbarie. No es así. La impecable puesta en escena de este ritual dantesco, esta representación magnífica de la racionalidad de la irracionalidad, su metodología y sistemática, el cálculo exacto de la catarsis popular que ella desató, le otorgan a este autodafé en la Plaza de la Opera un carácter único, inédito, en la historia subcultural del Hombre desde la antigüedad hasta el presente. Heinrich Heine, (el mismo “autor anónimo” del alemanísimo “Loreley”, el bello poema de amor al terruño que la Wehrmacht incluyó en la antología poética para sus soldados en campaña), en su tragedia “Almanzor," hace decir a un desesperado rey Hassan: “Sólo era un prólogo, allí donde se queman libros / se queman luego hombres”. La predicción terrible del poeta fue hecha en 1821. Transcurrirá poco más de un siglo y se hará realidad. El carácter único de la pira berlinesa del 10 de mayo de 1933 se elevará exponencialmente a lo indecible con lo que vino después. Las llamas de la Plaza de la Opera, como aquellas que consumieran al Reichstag en enero del mismo año, sólo fueron la bengala anunciatoria del incendio de Europa y los hornos de Auschwitz.
Otra fue la intención que llevó a Prometeo, hijo de Clímene y Japeto, a cometer su famoso delito de propiedad en contra de Zeus y el Olimpo. Una que al parecer, aún no comprendemos.

Berlín, abril del 2008

1 Parlamento alemán

VIOLETA PARRA - UNA REVERENCIA


En octubre del 2008,
en la casa de la cultura Alte Feuerwache de Colonia,
mi amigo Leonardo Martinez organizó un pequeño acto recordatorio
en homenaje a Violeta Parra con ocasión de los cuarenta años de su muerte,
y me pidió que escribiera una breve introducción al mismo.
Pensé entonces que el texto, que sigue más abajo, debía contener algunas informaciones sobre Violeta que yo suponía que los asistentes, en su mayoría no conocían.
Me equivoqué. Era un público alemán que la conocía bien.
No pocos de ellos me dijeron que habían aprendido español
empujados por el deseo de leer "Gracias a la vida" en el idioma en que fue escrito.

______________


BELLEZA DE UNA FEA
 

“Dulce vecina de la verde selva
Huésped eterno del abril florido
Grande enemiga de la zarzamora
Violeta Parra.
Jardinera
                locera
                            costurera
Bailarina del agua transparente
Arbol lleno de pájaros cantores
Violeta Parra.
Has recorrido toda la comarca
desenterrando cántaros de greda
Y liberando pájaros cautivos
Entre las ramas.
Preocupada siempre de los otros
cuando no del sobrino
                                   de la tía
Cuándo vas a acordarte de ti misma
Viola piadosa.
Tu dolor es un círculo infinito
Que no comienza ni termina nunca
Pero tú te sobrepones a todo
Viola admirable.
...
Poesía
           pintura
                      agricultura
Todo lo haces a las mil maravillas
Sin el menor esfuerzo
Como quien se bebe una copa de vino.
Pero los secretarios no te quieren
Y te cierran la puerta de tu casa
Y te declaran la guerra a muerte
Viola doliente.
Porque tú no te vistes de payaso
Porque tú no te compras ni te vendes
Porque hablas la lengua de la tierra
Viola chilensis.
...
Se te acusa de esto y de lo otro
Yo te conozco y digo quién eres
¡Oh, corderillo disfrazado de lobo!
Violeta Parra.
...
(De “Defensa de Violeta Parra”
de Nicanor Parra)

Como en el resto del mundo, también en Chile la actitud general de la institucionalidad burguesa frente a sus artistas populares muy pocas veces ha sido solidaria. Por el contrario. Si miramos hacia atrás en la historia, y también en nuestro derredor actual, veremos que a menudo esta actitud no ha estado exenta de una hostilidad manifiesta, a veces extrema. Pero en su mayor parte ella ha sido de una indiferencia parecida al hielo. En los menos de los casos, las relaciones del estado con sus artistas populares apenas si alcanzan ocasionalmente algún grado de mecenazgo arrogante. Este por supuesto, nunca libre de una meliflua dosis de cálculo político. Tal desinterés se ha alimentado desde siempre de la supina ignorancia que los aparatos políticos y administrativos del estado suelen ostentar y cultivar frente a la creación literaria y artística generada de modo permanente por un convulso y disímil colectivo de individualidades, al interior de esa otra masa mayor que se acostumbra a llamar “pueblo”. A esta endémica relación del estado chileno con sus creadores populares, se agrega la presencia omnímoda de aquella influencia de origen principalmente neocolonial, imperial, mediático y mercantil que en forma de sub-cultura global y chata, hace que el futuro de la identidad cultural de muchas regiones del planeta se torne cada vez más evanescente.
Estas circunstancias adversas bajo las que se ha desarrollado la creación popular en Chile (y con seguridad en la mayoría de los países latinoamericanos) son de data antigua. Y nada anuncia que ellas vayan a desaparecer en un futuro cercano. Desde siempre los artistas populares han tenido que  enfrentarse a estas condiciones de plomo, para con más o menos suerte, intentar realizar su difícil destino de creadores dentro del aún más difícil arte de buscar lo propio. Aunque siempre necesaria, es tarea pendiente y asaz errátil intentar hacer una lista completa de los artistas populares que a lo largo y ancho y hondo de nuestra historia latinoamericana han entregado su aporte a lo que llamamos cultura popular, aquel “complejo sistemas de símbolos de identidad que el pueblo preserva y crea1, aquel “torrente incontenible que es padre y madre de todas las artes2. Pero no se comete ningún error destacar de entre esa miríada de nombres el de Violeta Parra, especialmente en este año cuando la cultura de ese continente nuestro conmemora el 40 aniversario de su muerte.
¿Por qué Violeta?
Una de las tantas respuesta posibles la da el peruano José María Arguedas cuando dice “yo creo que el caso de Violeta Parra es uno de los más excepcionales e interesantes de cuantos se pueda presentar en el arte de Latinoamérica (...) Ella es lo más chileno de lo más chileno que yo tengo la posibilidad de sentir; sin embargo es al mismo tiempo lo más universal que he conocido de Chile (...) Lo más genialmente individual y al mismo tiempo lo más genialmente popular (...) Era una fuerza que se hallaba cargada de una conciencia sumamente lúcida de su propio valer, y a través de este, del valer, de la calidad de todo lo que ella había buscado y encontrado en las clases populares.”
Sí, Violeta Parra fue una prodigiosa rara avis en el paisaje latinoamericano. Ella, junto con el argentino Atahualpa Yupanqui, corporizan en el siglo XX los momentos más relevantes del largo proceso de búsqueda y rescate de lo subyaciente en la entraña musical del fin austral del mundo, búsqueda y rescate de aquellos vestigios de lo que habíamos sido antes de desaparecer bajo el peso de siglos de dominación foránea que comenzó en 1492 con la llegada de la primera ola colonizadora a nuestras costas, y que aunque implacable por cierto estuvo lejos de ser la única y la más brutal. Con la llegada de los conquistadores europeos se inicia en América Latina un proceso ininterrumpido de transculturación, que si bien es determinante en la formación de nuestras culturas mestizas actuales, sepultó también parte esencial de nuestra memoria original. Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui son los primeros de la región conosureña que se dan a bucear en ese olvido nuestro de nosotros mismos. Son los primeros que se ponen a hurgar en las infinitudes del desierto, del altiplano, de la pampa, de la selva fría y los archipiélagos solitarios, para sacar otra vez a la luz del día, como trozos de cántaros rotos, canciones, letras, instrumentos, sonidos, danzas, ritmos, todas esas manifestaciones simples y prístinas que reflejan el llamada alma popular o lo que aún quedaba de ella. Pero no se trata de una simple faena compilatoria ni mucho menos científica. Ni Violeta Parra ni Atahualpa Yupanqui eran investigadores académicos. Sus motivos de acción obedecían al instinto, a la emoción, no a la abstracción o la hipótesis. Su contribución en el campo de la musicología no fue  la de desenterrar esqueletos y fósiles, sino fundamentalmente la creación de algo nuevo  a partir de sus hallazgos en terreno. Alguien dijo que si Atahualpa Yupanqui era el padre de la rediviva canción latinoamericana del Cono Sur, Violeta Parra era su madre. Ambos no se conocieron personalmente, pero compartieron y recorrieron un mismo camino.
Un vistazo al inicio y final de la biografía física de Violeta Parra nos dice que ella comienza el cinco de octubre de1917, en un lugar llamado San Carlos, no muy lejos de Chillán, la mítica ciudad-cuna de tantos poetas y artistas chilenos. Y termina  en Santiago el domingo cinco de febrero de 1967, un cuarto para las seis de la tarde, cuando Violeta Parra descarga un tiro de su pistola brasileña “Tigre” en su sien derecha.
La historia latinoamericana muestra que las relaciones siempre difíciles entre el estado burgués y sus artistas populares, suelen mejorar notablemente después de la muerte de estos. Los que en vida fueron vilipendiados, acosados, negados, ignorados y humillados, gozan después de muertos del curioso privilegio de un culto tan piadoso como hipócrita. El caso de Violeta Parra no es una excepción a esta barbarie ilustrada de nuestra “modernidad”. El entonces Presidente de la República de Chile, Eduardo Frei, se apresuró a enviar una gran corona de flores a los funerales de Violeta Parra con la misma deferencia con que un año antes había impuesto en las pocas radios santiaguinas que transmitían minúsculos programas de “música comprometida” la prohibición tajante de que se transmitiera cualquiera canción que hiciera alusión a una masacre de mineros en El Salvador a manos de la policía bajo su gobierno, ocurrida en 1966. Las muchas canciones de “protesta” de Violeta no se libraron de ese perentorio úcase presidencial.
Por lo tanto no debe asombrar que después de su muerte, Violeta Parra comenzó a recibir del aparato institucional del estado el reconocimiento que este le negó cuando vivía. Pero quizás no se trate de un gesto tardío de constricción, sino de una sibilina forma de agradecerle que por fin se callara la boca. Porque la verdad es que el sistema dominante siempre ignoró y despreció a esta mujer fea, desafiante y sobre todo contraria a sus intereses. Ella representaba una otra cultura, la que venía y se hacía en los sectores más desposeídos de la sociedad chilena y latinoamericana. Violeta Parra nunca negó su intrínseca condición de “mujer del pueblo”, como ella misma se definía. Sin caer en el cliché manoseado o en el panfleto político, ella entendió su creación como una crónica descarnada de su pueblo y de su tiempo, como una representación vital de sus esperanzas y desconsuelos. Víctor Casaus afirma que “ahí radica, sin duda, una de las grandezas de su trabajo: no sólo haber recogido, divulgado y recreado las formas musicales y poéticas de las regiones que visitó e investigó, sino también haber comprendido y apresado los tremendos conflictos sociales y humanos que subyacían en aquellos cantos y en aquellas vidas”. Violeta Parra fue una de las primeras que osó romper la mudez cómplice de la “cultura oficial” para expresar con su canto en todo lugar y ante cualquier público, su protesta frente a la injusticia, la iniquidad y todas las lacras congénitas de la sociedad en que le tocó vivir, la que en su esencia no es muy diferente a la nuestra actual. Así, la obra musical de Violeta Parra es la piedra angular sobre la que se alzó posteriormente todo el movimiento de la llamada “nueva canción chilena”, vigente en sus esfuerzos hasta el día de hoy. 
No obstante la falta permanente de apoyo institucional a su labor creadora, Violeta Parra logró gozar en vida del afecto popular. Pero sin que este llegara a traducirse en un mejoramiento concreto y estable de calidad de vida. Su popularidad no fue nunca sinónimo de prosperidad. Precariedad y escasez fueron las constantes materiales de su toda existencia. Habría que decir que su pueblo, del que ella venía y al que ella cantaba, tampoco supo aquilatar en toda su dimensión la presencia de Violeta viva. A pesar de que desde comienzos de la década de los 50 hasta el último día de su vida, su nombre -y principalmente su obra musical- eran conocidos y estimados de manera creciente hasta en el más remoto rincón de nuestra largura geográfica, en su legendaria Carpa de La Reina penaban a menudo las ánimas. Como su nombre lo indica, La “Carpa” no era más que eso: una vieja carpa de circo, con un escenario en el centro de su arena y con capacidad para ochocientas personas. Era al mismo tiempo su domicilio. Allí trabajaba y vivía, al estilo de los artistas de circos nómades, como ella misma y sus hermanos lo fueron durante su infancia. En ese lugar al margen de Santiago, que hoy es pronunciado con el mismo fervor con que se invoca a un santuario, no pocas veces Violeta Parra ofreció sus canciones apenas a cinco o siete espectadores y más de una vez a las hileras de asientos vacíos. A su entierro sin embargo, asistió una multitud que superó las treintamil personas. Al féretro lo seguían cuatro carrozas repletas de flores. Todos los diarios le dedicaron a Violeta Parra en esos primeros días de su muerte, lo que nunca le ofrecieron en vida: sus títulos de portada, ediciones especiales y extensos reportajes recordatorios. La mayoría de las estaciones de radio hicieron sonar por días enteros los mismos temas que por años se habían negado sistemáticamente a incluir en sus programaciones musicales. Dice el que fue su amigo, Alfonso Alcalde, en la introducción a su antología de canciones y poemas de Violeta: “Es nuestra manera de ser, amar a los amuertos y odiar bastante a los vivos. Después –ya idos- les prendemos velas en tales cantidades que con esa suma de dinero se le podría haber pagado al finado un largo reposo para que viviera como un rey. Siempre llegamos tarde.” Como no podía ser de otra manera, naturalmente la excepción en esos días fue “El Mercurio”, el diario de mayor circulación en el país y la yegua madrina de la derecha política y la oligarquía chilenas. Fiel a su manera de ver las cosas, “El Mercurio” no prendió ni velas ni simuló condolencias. Se limitó a informar de la muerte de Violeta Parra en un breve párrafo de treinta y dos líneas a una columna en la página treinta del tercer cuerpo. Pero al día siguiente le dedicó la primera página con fotos a todo color al fallecimiento de la actriz francesa Martine Carol, uno de los símbolos sexuales de esa época. Pero a Violeta no le habría molestado esta discriminación mercurial. Ella misma ya había dicho años antes: “En Chile hay periódicos que no son amables conmigo, los de derecha, de la burguesía. Yo soy una mujer del pueblo. Y cada vez que me ocupo de política, esas personas se enfadan conmigo. Quisieran que fuese solamente cantante. Pero hay personas muy abiertas en la burguesía que me aprecian. La tarea a realizar es unir a todo el mundo, y los enemigos a veces son más interesantes que los amigos.
Esta tarea de unir a todo el mundo a través de la obra artística inspiraba su arte. Consideraba un deber hacerlo. Nunca fue su afán el de abrir fosos que aislaran su creación de los demás sino el de tender puentes en todas direcciones, sin discriminaciones, condiciones ni cortapisas. La universalidad del arte no era para ella una frase, sino una práctica concreta, tangible, al alcance de cada uno que lo necesitara y buscara. Concibió su Carpa de La Reina –su última empresa artística- como un lugar de encuentro de lo nuevo y lo viejo, lo conocido y lo por conocer, y sobre todo como un lugar donde se realizara “el milagro del contacto” entre público y artista, borrando las diferencias entre ellos para que se fundieran en el acto creativo. Por cierto esto no la impedía detenerse en mitad de su canto para hacer callar de viva voz al que osara interrumpirla. No existe en la aún balbuceante historia cultural de América Latina una figura que haya formulado con tanta claridad y alcance un concepto de “arte popular” como el que concibió Violeta Parra.  En un continente de rostros culturales tan diversos y cambiantes como el nuestro, su obra y actividad artísticas han devenido en paradigma de la energía creativa que alimenta y mueve la cultura popular en el sentido más primigenio de la expresión. Si se piensa además que Violeta Parra fue una mujer que vivió, luchó y creó en en medio de una sociedad y un tiempo intrínseca y reaccionariamente machistas, es inevitable que su trayectoria humana y su actividad incansable hayan adquirido en la distancia del tiempo la envergadura y reciedumbre de una araucaria solitaria en lo alto de un rocoso andino. Una que no cesa de crecer.
Como suele suceder en el trato con aquellos muertos que comienzan a vivir de verdad a partir de su muerte, los libros, monografías, antologías, estudios, o conferencias (como esta) sobre Violeta Parra alcanzan hoy con seguridad un volumen varias veces mayor que su obra misma. Y esta fue compleja, extensa y varia. Por supuesto la esfera de su creación que desde siempre acapara la mayor parte de la atención de sus desenterradores y cultores es su música. Esta preferencia es perfectamente comprensible. Basta escuchar cualquiera de sus canciones más conocidas para entender por qué el camino más fácil de acceso a Violeta Parra es su música. No es el único, pero es con certeza el más transitado. Cuándo una canción logra penetrar en lo más íntimo del que la escucha hasta fundirse con él, es un misterio que no creo que sea posible explicar con los rudimentos del lenguaje. Sólo sabemos que ocurre. Sabemos también que no ocurre siempre. Con muchas de las canciones de Violeta Parra este misterio ocurre a menudo.
Hay algunos que opinan que este particular magnetismo de la música de Violeta Parra nace de su profundo conocimiento y dominio de la cultura folklórica, a cuya investigación y apropiación Violeta dedicó parte importante de su vida. Pero tal vez sea esta una opinión demasiado estrecha. La actitud misma de Violeta Parra frente al folklore campesino y suburbano fue muy estricta. Lo escuchaba y estudiaba con un profundo sentido crítico. “Nada ni nadie le impidió discriminar con pasmosa seguridad entre lo valioso, lo mediocre y lo malo de la música vernácula”, recuerda el compositor Alfonso Letelier en su nota necrológica sobre ella. Indudablemente no se puede aislar la obra de Violeta Parra, en especial la musical, de la tradición folklórica de la que nace. El cultivo de la tradición es particularmente reconocible en algunos ritmos, en la instrumentación, en las diferentes formas métricas que ella utiliza en muchas de sus composiciones. Pero se comete un error si se considera a su obra “folklórica” como una simple prolongación lineal de la tradición popular. Tampoco se trata de una mera reordenación o un reciclaje de elementos folklóricos ya conocidos. Un vistazo panorámico al opus completo de Violeta Parra es suficiente para comprobar la inapelable predominancia de su originalidad y su individualidad por sobre todas las otras cosas.
Durante una gira de la Orquesta Filarmónica de Nueva York a fines de los años 50, el director y compositor noramericano Leonard Bernstein conoció y escuchó a Violeta Parra en Santiago, en casa de su amigo el historiador Leopoldo Castedo. La impresión que esta mujer de aspecto desaliñado dejó en él fue tan profunda, que Bernstein años después, en 1961, cuando se realizó una semana cultural de Chile en Washington (la mujer de Bernstein era chilena) en el acto de inauguración al que asistió como invitado de honor, Bernstein la recordó como una mujer extraordinaria. “Un genio”, dijo, que lo había inspirado con su música para varias partes de una misa que él compuso un tiempo después. En esa misma ocasión Bernstein lamentó que Violeta Parra no estuviera presente en esa muestra de la cultura chilena. No podía saber que el nombre de Violeta Parra había sido eliminado de la delegación oficial por decisión personal de Germán Vergara Donoso, Ministro de Relaciones Exteriores de entonces, por considerarla impropia de representar la cultura chilena en el extranjero.


“¡Ay, qué manera de caer hacia arriba esta
y de ser sempiterna esta mujer!
De cielo en cielo corre o nada o canta
la violeta terrestre:
la que fue, sigue siendo,
pero esta mujer sola
en su ascensión no sube solitaria:
la acompaña la luz del toronjil,
del oro ensortijado
de la cebolla frita,
la acompañan los pájaros mejores,
la acompaña Chillán en movimiento
¡Santa de greda de pura!
Te alabo, amiga mía, compañera:
de cuerda en cuerda llegas
al firme firmamento,
y, nocturna, en el cielo, tu fulgor
es la constelación de una guitarra.
De cantar a lo humano y lo divino,
voluntariosa, hiciste tu silencio
sin otra enfermedad que la tristeza
...”
 (Op. cit.)
La creatividad artística de Violeta Parra no se circunscribió sólo a la música, aunque esta sea la más conocida de todas las artes en que incursionó. Pero Violeta no veía grandes diferencias entre escribir una canción o pintar un cuadro o hacer una arpillera. Veía en cada canto un cuadro para ser pintado y decía que las arpilleras eran canciones que se pintan. Así su canto de saludo “Casamiento de negros” se transformó en un cuadro con el mismo nombre y  motivo. Sería asunto tan ocioso como vano intentar separar su creación poética, de la musical o la plástica. De modo totalmente natural ella supo entrelazar la música con otras expresiones plásticas como la pintura, la cerámica, la tapicería, la escultura y también la poesía escrita. Los materiales que usó en su arte fueron los más primarios de todos: la palabra, el sonido, el color, la arcilla, la lana, el papel. Junto a sus instrumentos musicales se alineaban la paleta, la aguja, la espátula, el martillo, los lápices de colores. Sin que uno desprivilegiara al otro. Por lo general, tampoco hay una ruta rigurosa en su creación. Cantaba, bordaba, cosía, escribía, esculpía, tejía, componía, cómo y cuando le bajaban las ganas, sin más plan previo que el que le dictaban sus demonios interiores, que no eran pocos ni mansos ni mucho menos perezosos. “Ando con una nubecita” les decía a sus hijos para significarles que se sentía embarazada de una nueva idea para una canción o una arpillera o una máscara. Si se mira la dimensión de su obra total, se puede deducir que Violeta toda su vida la vivió en medio de esas “nubecitas”.
Cuando en 1964 el Museo de Artes Decorativas de París decide realizar una exposición con pinturas, tapicerías, esculturas y máscaras de Violeta Parra en el pabellón Marsan del Palacio del Louvre, un remezón sacude el vetusto edificio de la burguesía chilena. Es la primera vez que un artista latinoamericano realiza una exposición individual en ese museo de nombradía mitológica. En un comienzo creen que se trata de un error o de un chiste francés de mal gusto. Simplemente no pueden convencerse que en el Louvre se expusieran esas burdas “arpilleras”, esas telas bastas de yute que se usan para hacer sacos, bordadas con baratas lanas de colores. Los juicios (más bien los prejuicios) en contra de la artista eran lapidarios: “No tiene formación académica, no tiene idea de técnicas, de perspectivas, de colores”. Diametralmente diferente es la opinión de Marie Madeleine Brumagne, la crítica de cine y arte francesa que visitó una exposición de las tapicerías y cuadros de Violeta en Laussane. “...Seré parcial sin duda –lo que es contrario a una actitud crítica objetiva- e incapaz de analizar por qué las tapicerías que ella (Violeta Parra) expone en la Galerie de Nouveaux Magasins son plásticamente bellas. Ellas son por otra parte más que bellas, mágicas. Escapan a las normas de juicio cuyo acercamiento razonado se puede explicar ... Violeta Parra no hace de ellas elementos decorativos nacidos de su pura imaginación, sino retratos de gentes que ella ama o no, restitución de recuerdos de Chile sobre la tela para glorificarlos o exorcizarlos. Se asiste al nacimiento de un mundo en que violencia sorda y ternura fecundante se corresponden... sus obras sobrepasan los encantos fáciles y engañosos del exotismo o del folklore de pacotilla... Obras inocentes, primitivas pero cargadas de experiencia, ricas en técnica y trascendencia vital”.3 Esta opinión no es la única. Pero a la “cultura oficial” chilena esta exposición de Violeta Parra en el Louvre le parece simplemente una grotesca tomadura de pelo. Sólo se convence que este desatino es cierto, cuando se enteran que la Baronesa de Rotschild ha comprado uno de los tapices de Violeta (“Thiago de Mello”). El dinero de una Rotschild es siempre criterio indesmentible de verdad.
A fines de 1964, a su regreso en Santiago, después de provocar la admiración tanto de la crítica como del público lego que visitó sus numerosas exposiciones en Francia y Suiza, a Violeta Parra la esperaba en su país la acostumbrada indiferencia institucional a la que se enfrentó toda su vida y que la acompañó hasta su muerte. Consultada en 1982 si el Museo de Arte Contemporáneo de Chile estaría interesado en mostrar algo de la obra pictórica de Violeta, su directora de entonces respondió: “No sé si tendría interés. Bueno, quizás como cosa curiosa.“ De una forma quizás más disimulada pero no menos efectiva esa indiferencia se mantiene vigente hasta el día de hoy. De otro modo no se comprende que en el Chile actual aún no exista el Museo de Violeta Parra. Su obra plástica aún continúa dispersa por el mundo, sin que nadie se preocupe de intentar lograr reunirla bajo un mismo techo en el país que ella extrañamente tanto amó. Sus pinturas, arpilleras, esculturas, máscaras se encuentran desparramadas en Argentina, Cuba, Brasil, Francia, Suiza, Finlandia y otros países. Tan sólo en una galería en Ginebra hay más de cien piezas de su obra, otras cuarenta están en manos de personas privadas en Argentina. En Chile no existen más de veinte.

EL FIN

El último disco que grabó lleva un nombre agorero: “Las últimas composiciones de Violeta Parra”. Salió al mercado veinte días antes de su muerte. Más que un disco es un testamento sin notas al pié de página. El eco de sus últimas palabras. Esta grabación contiene las que son tal vez las canciones de amor y odio más intensos y vívidos de la historia musical chilena. Como en sus cuadros y arpilleras, la poesía de lo aparentemente elemental alcanza en ellas la profundidad misteriosa de los siglos y los espejos.
Hay coincidencia en todos los que la conocieron de cerca que Violeta no fue una mujer fácil. Más bien temible, brusca, insoportable en sus momentos de depresión y también en sus alegrías. Fue “un ser humano” –dice su hija Carmen Luisa-  “que se equivocó y con el que nos equivocamos”. Y como ser humano, su hambre de amor fue tan enorme como las dificultades para encontrarlo. Toda su vida se sintió fea, lo que es mucho peor que serlo. Acaso fue ese sentimiento infeliz la que la llevó a crear tanta belleza. No lo sabemos. La causa de su muerte fue simple: una bala calibre 22. Sobre los motivos de su suicidio sólo se puede especular.

            “Bueno, Violeta Parra, me despido,
            me voy a mis deberes.
¿Y qué hora es? La hora de cantar.
Cantas.
            Canto.
                      Cantemos.”

(De “Elegía para cantar” – Pablo Neruda)



1 Eduardo Galeano, „Literatura y cultura popular en América Latina”, Barcelona, 1980
2 Gabriel García Márquez, “Un manual para ser niño”, Bogotá, 1992
3 „Tribune“, diario de Laussane, Suiza, 5 de febrero 1965.