12 de noviembre de 2013

SU VOTO


(Por alguno de los tantos misterios que atiborran las oscuridades de mi vasta ignorancia sucedió que un buen día, este, mi blog desapareció del mapa virtual. Ciertamente una menudencia si se lo compara con otras cosas que han desaparecido de mi vida. De todos modos lamenté el hecho. Hace unos días, en un raro momento de sagacidad se me ocurrió comentarle a mi hija Bárbara esta enigmática desaparición. Entre benigna y misericordiosa ella me miró y dijo que el asunto tenía tanto de misterioso como yo de sagaz: una nimiedad fácil de solucionar. Dicho y hecho. Aquí estoy otra vez, monologando frente al espejo.)

VOTOS



         Desto no ha mucho pero eran otros tiempos aquellos, cuando los políticos candidatos a ocupar algún cargo desos que se llaman de “representación popular” pagaban de su propio bolsillo (o de sus partidos y patrocinadores) la impresión de las papeletas a usar el Día del Voto. Con seguridad, tal autogestión le ahorraba al estado algunos pesos, pero abría la puerta a numerosas iniciativas macucas de los candidatos para aumentar ad libitum la cantidad de sufragios a su favor, tales como agregar papeletas extras en las urnas al momento del recuento o reemplazar los que favorecían a los otros candidatos por los propios. Para asegurarse que la balanza “democrática” se inclinara a su favor, muchos candidatos de aquellos tiempos recurrían, tal como en el presente, a la ayuda de discursos plenos de promesas que ellos pronunciaban con más o menos talento retórico. Sabedores sin embargo, de la etérea eficacia de tal método de convencimiento, algunos candidatos no se fiaban demasiado de la fuerza persuasiva de sus cantos de sirenas; por lo mismo en vísperas o el día mismo de la elección solían ayudarse con otros medios quizá menos elegantes pero mucho más efectivos que la palabra, que consistían simplemente en comprarle al ciudadano elector la cruz de su preferencia. No pecamos de obviedad si acotamos en esta parte que eran los candidatos pudientes los que de modo preferencial echaban mano deste recurso, pero no eran los únicos. Distintas y hasta curiosas eran las formas de pago por el voto. Cuentan que allá en el campo, los patrones de fundos celebraban a su manera el domingo de elecciones. Cargaban en carreta o camiones a sus inquilinos y familiares que aparentaran mayoría de edad (daba lo mismo que la tuvieran o que supieran leer y escribir), los acarreaban a los locales de votación, donde depositaban la papeleta que les entregaba el capataz. De regreso al fundo, los esperaba una misa y un jolgorioso novillo asado con todo el vino que fuera menester. En regiones más urbanas el candidato comprador de votos, utilizaba el siempre socorrido sistema criollo del “pasando y pasando”. En la sede del candidato comprador se le entregaba al vendedor del voto, antes del acto electoral mismo, la mitad de un billete, o un solo zapato, o un “libro” (así se llamaba la mitad de un colchón que en esos tiempos constaba de dos partes iguales). El otro “libro”, el otro zapato o la otra mitad del billete se entregaban después del recuento de los votos y la imprescindible victoria del comprador. Tales engorros eran necesarios, porque también en aquellos tiempos se hablaba de respeto hacia una cierta voluntad popular mayoritaria que el homo elector debía expresar en elecciones libres a través de su voto universal, informado, secreto, directo, personal e intransferible.

       A pesar de que ayer y hoy muchos insisten que la democracia no tiene apellidos, permítasenos suponer que ella es –al menos– mutable y perfectible. (De otro modo sería un cadáver exquisito). Así se explican las muchas transformaciones que el sistema electoral chileno ha experimentado en su breve devenir. Reconozcamos que hogaño la práctica de compra y venta del voto es menos brutanteque y más sofisticada de lo que era antaño (aunque también menos folklórica y más sosa) . Hoy ocurre que es el Estado el que paga a los candidatos por cada voto que reciben. Al ojo avieso y la mente torcida de algunos rezongadores amargados (entre los que muchos me incluyen) esto podría aparecer como un cohecho estatista de nuevo tipo, pero barrunto que es sólo una otra señal del síndrome socialistoide que suele aquejar al moderno “capitalismo consciente” cuando se trata de autorrenovarse y protegerse ante cualquier amenaza de desequilibrio. Este co-financiamiento estatal de la actividad electoral y electorera me recuerda a esas otras urgentes transfusiones estatistas con que los gobiernos y parlamentos de turno en algunas (muchas) ocasiones se apresuran en socorrer a la banca privada y al empresariado, cuando son víctimas de las impensadas anemias que les ocasiona su propio vampirismo.

          Un conocido de viejos tiempos y diputado en los nuevos (uno de esos que antes se llamaban “compañeros”) ante estas ingenuotas preguntas sobre el tema, trataba de develarme con impaciente bondad las imperiosas razones destas normas electorales. Apelando a mi buena memoria, me decía melifluo que haber alcanzado la democracia nos había exigido a muchos un precio muy alto (cuestión indiscutible), pero agregaba que mantener y sustentar la democracia costaba aun mucho más caro. Esta era una verdad axiomática, me decía, que también explicaba –entre muchas otras prácticas democráticas igual de raras– los gordos honorarios (eso que curiosamente ellos llaman “dietas”) que los representantes populares en el Parlamento, elegidos por el pueblo para servir al pueblo, se asignan a sí mismos por sus sacrificados servicios.

         Mientras lo escuchaba a mi viejo conocido, yo pensaba que este año, cualquier candidato, gane o pierda, cobra 687 pesos por cada voto recibido. Por parte del pueblo elector en cambio, el día de la elección (esa “feast of democracy” en el decir de aquel legendario fumador de puros llamado Bill Clinton) el chileno que acuda a las urnas, si no tiene la suerte de tener un pariente con auto o de vivir al lado del local de votación, tendrá que desembolsar entre 1000 y 1200 pesos en locomoción. Acaso estas pobres aritméticas sean demasiado primitivas para explicar algunos refinados mecanismos con que funciona esta moderna democracia que tanto nos costó alcanzar, pero por pobres que ellas sean, deberían ser tomadas en cuenta para que esta democracia no se convierta en un mero “abuso de las estadísticas”, como lo denunciaba Borges.