(Por alguno de los
tantos misterios que atiborran las oscuridades de mi vasta ignorancia
sucedió que un buen día, este, mi blog
desapareció del mapa virtual. Ciertamente una menudencia si se lo
compara con otras cosas que han desaparecido de mi vida. De todos
modos lamenté el hecho. Hace unos días, en un raro momento de
sagacidad se me ocurrió comentarle a mi hija Bárbara esta
enigmática desaparición. Entre benigna y misericordiosa ella me
miró y dijo que el asunto tenía tanto de misterioso como yo de
sagaz: una nimiedad fácil de solucionar. Dicho y hecho. Aquí estoy
otra vez, monologando frente al espejo.)
VOTOS
Desto
no ha mucho pero eran otros tiempos aquellos, cuando los políticos
candidatos a ocupar algún cargo desos que se llaman de
“representación popular” pagaban de su propio bolsillo (o de sus
partidos y patrocinadores) la impresión de las papeletas a usar el
Día del Voto. Con seguridad, tal autogestión le ahorraba al estado
algunos pesos, pero abría la puerta a numerosas iniciativas macucas
de los candidatos para aumentar ad
libitum la
cantidad de sufragios a su favor, tales como agregar papeletas extras
en las urnas al momento del recuento o reemplazar los que favorecían
a los otros candidatos por los propios. Para
asegurarse que la balanza “democrática” se inclinara a su favor,
muchos candidatos de aquellos tiempos recurrían, tal como en el
presente, a la ayuda de discursos plenos de promesas que ellos
pronunciaban con más o menos talento retórico. Sabedores sin
embargo, de la etérea eficacia de tal método de convencimiento,
algunos candidatos no se fiaban demasiado de la fuerza persuasiva de
sus cantos de sirenas; por lo mismo en vísperas o el día mismo de
la elección solían ayudarse con otros medios quizá menos elegantes
pero mucho más efectivos que la palabra, que consistían simplemente
en comprarle al ciudadano elector la cruz de su preferencia. No
pecamos de obviedad si acotamos en esta parte que eran los candidatos
pudientes los que de modo preferencial echaban mano deste recurso,
pero no eran los únicos. Distintas y hasta curiosas eran las formas
de pago por el voto. Cuentan que allá en el campo, los patrones de
fundos celebraban a su manera el domingo de elecciones. Cargaban en
carreta o camiones a sus inquilinos y familiares que aparentaran
mayoría de edad (daba lo mismo que la tuvieran o que supieran leer y
escribir), los acarreaban a los locales de votación, donde
depositaban la papeleta que les entregaba el capataz. De regreso al
fundo, los esperaba una misa y un jolgorioso novillo asado con todo
el vino que fuera menester. En regiones más urbanas el candidato
comprador de votos, utilizaba el siempre socorrido sistema criollo
del “pasando y pasando”. En la sede del candidato comprador se le
entregaba al vendedor del voto, antes del acto electoral mismo, la
mitad de un billete, o un solo zapato, o un “libro” (así se
llamaba la mitad de un colchón que en esos tiempos constaba de dos
partes iguales). El otro “libro”, el otro zapato o la otra mitad
del billete se entregaban después del recuento de los votos y la
imprescindible victoria del comprador. Tales engorros eran
necesarios, porque también en aquellos tiempos se hablaba de respeto
hacia una cierta voluntad popular mayoritaria que el homo
elector debía
expresar en elecciones libres a través de su voto universal,
informado, secreto, directo, personal e intransferible.
A pesar de que ayer
y hoy muchos insisten que la democracia no tiene apellidos,
permítasenos suponer que ella es –al menos– mutable y
perfectible. (De otro modo sería un cadáver exquisito). Así se
explican las muchas transformaciones que el sistema electoral chileno
ha experimentado en su breve devenir. Reconozcamos que hogaño la
práctica de compra y venta del voto es menos brutanteque y más
sofisticada de lo que era antaño (aunque también menos folklórica
y más sosa) . Hoy ocurre que es el Estado el que paga a los
candidatos por cada voto que reciben. Al ojo avieso y la mente
torcida de algunos rezongadores amargados (entre los que muchos me
incluyen) esto podría aparecer como un cohecho estatista de nuevo
tipo, pero barrunto que es sólo una otra señal del síndrome
socialistoide que suele aquejar al moderno “capitalismo consciente”
cuando se trata de autorrenovarse y protegerse ante cualquier amenaza
de desequilibrio. Este co-financiamiento estatal de la actividad
electoral y electorera me recuerda a esas otras urgentes
transfusiones estatistas con que los gobiernos y parlamentos de turno
en algunas (muchas) ocasiones se apresuran en socorrer a la banca
privada y al empresariado, cuando son víctimas de las impensadas
anemias que les ocasiona su propio vampirismo.
Un conocido de viejos
tiempos y diputado en los nuevos (uno de esos que antes se llamaban
“compañeros”) ante estas ingenuotas preguntas sobre el tema, trataba de develarme con impaciente bondad las
imperiosas razones destas normas electorales. Apelando a mi buena
memoria, me decía melifluo que haber alcanzado la democracia nos
había exigido a muchos un precio muy alto (cuestión indiscutible),
pero agregaba que mantener y sustentar la democracia costaba aun
mucho más caro. Esta era una verdad axiomática, me decía, que
también explicaba –entre muchas otras prácticas democráticas
igual de raras– los gordos honorarios (eso que curiosamente ellos
llaman “dietas”) que los representantes populares en el
Parlamento, elegidos por el pueblo para servir al pueblo, se asignan a sí mismos por sus sacrificados servicios.
Mientras lo
escuchaba a mi viejo conocido, yo pensaba que este año, cualquier
candidato, gane o pierda, cobra 687 pesos por cada voto recibido. Por
parte del pueblo elector en cambio, el día de la elección (esa
“feast of democracy” en el decir de aquel legendario
fumador de puros llamado Bill Clinton) el chileno que acuda a las
urnas, si no tiene la suerte de tener un pariente con auto o de vivir
al lado del local de votación, tendrá que desembolsar entre 1000 y
1200 pesos en locomoción. Acaso estas pobres aritméticas sean
demasiado primitivas para explicar algunos refinados mecanismos con
que funciona esta moderna democracia que tanto nos costó alcanzar,
pero por pobres que ellas sean, deberían ser tomadas en cuenta para
que esta democracia no se convierta en un mero “abuso de las
estadísticas”, como lo denunciaba Borges.
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