9 de enero de 2017

UMBERTO ECO Y EL INCENDIO*

            “Por su verba los conoceréis...”

            Por supuesto, es una variación harto poblete de la manida cita bíblica. Si damos por cierta la traducción de Reina y Valera, la letra textual de la versión matea de la leyenda neotestamentaria dice: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16): uno de los muchos tropos con que los cuatro evangelistas oficiales (y también los noventa y cinco apócrifos) ornaron la representación literaria de vida, pasión y muerte de Jesús de Nazareth, el Ungido. La distribución e imposición de estos escritos a toda la cultura de occidente, con la fuerza de la fe y la ayuda del garrote con clavo, han convertido tales locuciones figuradas en lugares comunes de todos los idiomas europeos, con resonancia propia en muchas de nuestras hablas nativas indoamericanas. Hasta los ateos más recalcitrantes y toda aquella imponente literatura bien llamada universal echan mano permanente al saco de citas bíblicas.

            Recuerdo esto, porque la idea prima destas líneas era sólo decir algo sobre la reciente quemazón acaecida en Valparaíso, que no es la primera ni ha de ser la última. (Los tsunamis de fuego son asunto corriente en mi ciudad natal). Pero al escuchar y leer las farragosas opiniones de “las autoridades” sobre el tantas veces repetido siniestro y las efectivas fórmulas para “combatir y prevenir” las causas del mismo, así como la promesa ipsofacta de “acudir de inmediato en ayuda de las víctimas”, me regresó a la cabeza alguna cosa dicha y escrita por el grande maestro Umberto Eco y -ecco qui! - me asaltó de pronto la suspirosa certeza de estar escuchando un disco rayado. (Acotación para los nacidos después: antaño existieron discos de pasta o vinilo que el uso frecuente solía estropear, con el triste resultado de hacerlos repetir una y otra vez el mismo pasaje, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez... Así, ad infinitum.) El tiempo sólo se ha limitado a cambiar el nombre de los y las intérpretes, pero la misma cantinela, el mismo fraseo, la misma intensidad emocional de declaraciones y promesas permanecen intocadas. Menester sería agregar que tal circularidad reiterativa no siempre es un subproducto de la mala leche ni de una aritmética demagógica. Hasta es muy probable que estas repeticiones tan cansinas sean a veces pronunciadas con la mejor intención por personas honestas, que a menudo suelen creer en lo que dicen, aunque después los estropicios de la desmemoria las lleven a olvidar lo que alguna vez dijeron.

            En estos días que corren, el obligatorio tema referencial de periodistas y autoridades entrevistadas ha sido el incendio que arrasó doscientas o trescientas viviendas en las alturas playanchinas de ese “puerto que amarra como el hambre”. En nazarena procesión, sin dar tiempo a los micrófonos de enfriar la saliva recibida, todos los preguntados al respecto han coincidido en repetir una larga lista de las causas que hicieron posible el da capo al fine de una catástrofe cíclica, muy conocida por los porteños de todas las generaciones. Con variaciones melódicas, rítmicas o armónicas menores, ninguna de las causas enumeradas se ha apartado de la línea temática de la melopea deste dimes y diretes pos desastre. Según sea el solista de turno, se acentúa el tono en la falta de planificación urbana, en el descontrol en la construcción de viviendas, en el despelote de los organismos supervisores, en la imprevisión de la autoridad municipal, etc. También se vuelve a reprochar la indolencia cultural de los propios damnificados que insisten en levantar sus viviendas (¿?) en sectores no urbanizados y en lugares no aptos como las quebradas que en Valparaíso han servido siempre de muladares (que ahora se extienden generosos a las calles del perímetro patrimonial). Se habla de sacar consecuencias, de aprender las lecciones, de implementar soluciones y de impartir sanciones. A modo de bonus track, esta vez, si bien no muy novedoso, ha resultado por lo menos curioso escuchar que los eucaliptus (prolíficos inmigrantes ilegales e indeseados, ávidos de un agua cada vez más escasa y ajena) también cortan su tajada en este generoso reparto de irresponsabilidades a la hora de los quiubos. Como sea, si se escucha o lee con atención cada opinión oficiosa sobre las causas del reciente siniestro porteño, en ninguna parte y de ninguna voz se ha escuchado nombrar una de las más poderosas razones de estos infortunios crónicos con que el destino suele desfigurarnos el rostro patrio: la pobreza. Y mucho menos se menciona la versión más extrema desta: la miseria. (Bueno, es posible que las casas de Lo Barnechea o Chicureo también ardan, pero nunca trescientas a la vez).

            Sería un error de lesa imaginación pensar que el silenciamiento de tales palabras en los statements de “nuestras autoridades” es atribuible a una supuesta inopia vocabularia, de la que no pocas dellas suelen hacer gala. No es este el caso. Trátase nomás de un recurso instrumental del lenguaje publicano: no pronunciar lo impronunciable, cuando lo impronunciable acarrea siempre consigo el desafío de pronunciarse sobre lo que se evita pronunciar. Podrá sonar a cantinflada, pero Chomski, Eco y varios otros de sus colegas -desde su propio burladero, cada uno a su manera - se han encargado de aclararnos que cada lenguaje verbal trae bajo la manga la opción maliciosa de enmascarar lo que no se dice con el antifaz de la lógica parcial de la frase oportuna. Cierto, evitar la mención explícita del objeto en que se tropieza no elimina a este de la topografía real, ni nos pone a salvo de la estupidez de volver a tropezar en él hasta el cansancio, pero sirve al menos de paliativo acústico del dolor y el daño provocado por el porrazo.

            En alguna parte de su conferencia sobre la semiótica de “Los prometidos”, la novela de Alessandro Manzoni, Umberto Eco, con una considerable carga humorística, dedica un largo comentario a ese pasaje referido a la peste negra que termina agrediendo a Don Rodrigo, uno de los personajes dignatarios. La evidencia de un “repugnante bubón de un violáceo amoratado” (Manzoni), es incuestionable y salta a la vista de los más miopes; sin embargo, Don Rodrigo se niega de modo tajante a reconocer tal evidencia, y sus inferiores, por tanto, también se apresuran a negar lo evidente. “Inmediatamente”, dice Eco, “el lenguaje interviene para cubrir la realidad”. Cuando la peste comienza extender su señorío por las ciudades, la autoridad hace todo lo posible por desestimarla y explica que sólo “se trata de emanaciones de los pantanos, de privaciones y penalidades” (Manzoni). Las declaraciones de los príncipes y sus magistrados insisten en la repetición de causas accesorias, de recomendaciones fútiles, y desdeñan la esencialidad del problema. “Al principio pues, peste no, absolutamente no: prohibido hasta pronunciar la palabra” (Manzoni). En sus esfuerzos por tapar con el dedo el sol tenebroso de la atra mors, los notables son secundados por los especialistas de la época: los médicos, los que no se atreven a llamar peste a la peste y, sumisos ante la palabra de la autoridad, le dan a lo innombrable “nombres de enfermedades comunes”, la llaman “fiebres pestilentes” y recurren a una “estafa de palabras” (Manzoni), para calificar cada caso. A los que osan advertir la presencia del flagelo y llamarlo por su nombre, son inculpados del delito de traición a la patria; lo que lleva a la plebe, siempre creyente de la palabra de sus señores, a intentar el linchamiento de los culpables. Finalmente, la gente acaba por reconocer que la muerte negra está entre ellos, presente con nombre y apellido. Entonces la autoridad (eclesiástica en este caso) se resigna a aceptar el mal, pero poco y nada dice de sus causales, salvo la obligada alusión a la profecía apocalíptica. La misma a la que alude Sergio Bergman, ministro argentino del medio ambiente, para explicar el incendio forestal, aún activo, que en estos días lleva consumidas 1.400.000 has., en tres provincias argentinas.

            En Chile, esta “estafa de palabras” por la que los gatos se convierten en liebres, no empieza ni se agota en la diarrea oral que ha desatado el último incendio de Valparaíso. Ella se extiende con talento de mieloma por todo el esqueleto que sostiene la verba del discurso político de tirios y troyanos. Así es como han desaparecido los mendigos para mutar en “personas en condición de calle”; la masa de trabajadores y pobres es ascendida a “clase media” (lo demuestran sus zapatillas Adidas made in China que pagan en cómodas y eternas cuotas con la tarjeta correspondiente); el cogoteo realizado por empresarios y bancos se acepta sonriente como “faltas graves a la libre competencia”; la prevaricación se convierte en “igualdad ante la ley”. La lista de similares neologismos ideológicos es larga y siempre renovada. Si fuera verdad que el lenguaje crea realidad, habría que amigarse con la idea que un lenguaje estafador crea en las conciencias una realidad falsificada. ¡Fritos estamos, Sancho!

            Mejor lo dejamos hasta aquí el asunto este.

          Mirando atrás en su historia, sabemos que a Valparaíso no lo tumban ni los incendios, ni los terremotos, ni los temporales, ni la marina (a propósito ¿cuándo nos devolverán el molo?), ni el edificio del congreso, ni el alcalde Pinto ni el vecino Castro, ni la discursería del método con que se explica a los porteños ignaros lo que no saben, pero dicen saber. Es innegable que todos estos accidentes lo dejan desguañangado al puerto y lo tienen siempre a medio morir saltando, pero ahí sigue con su olor a meados; con su inexplicable poesía de perros y escaleras; con su pasado de leyenda, su presente cochambroso y un futuro que no llega; con su intransigente personalidad de loquito babilónico obstinado en seguir empinándose hacia las alturas, las mismas que de vez en vez suelen arder para quemarle las biografías y ahumarle la sopa a los pobres que las habitan. Si al final resultara que porteños y porteñas son descendientes de las afiebradas gentes de Sinar y por eso el castigo, eso no habrá de sorprendernos: el lado flaco de Valparaíso ha sido siempre su vanidosa originalidad.

2 de enero de 2017

SUEÑOS Y PESADILLAS EN TIEMPOS PREELECTORALES*

Sabido es que el buen Borges descreía de eso que en la vulgata política suele llamarse democracia. La apostrofaba como “un abuso de la estadística”. Quizá fuera este lapidario parecer suyo fruto de la influencia de don Jorge Guillermo, su padre, un burgués abogado partidario de aquel prístino anarquismo de Maricastaña que exigía “todo el poder para nadie y ningún poder para todos”; o acaso fuera este desprecio hacia la democracia, nomás una de las innúmeras chirigotas con las que nuestro Borges acostumbraba a divertir hasta sus devotos más quejicas (entre los que me incluyo), dichas con su tan propio y encantador tono chusco con que ninguneaba a africanos, indios, esquimales, gramáticos, futbolistas, peronistas, gardelianos y otros grupos sin importancia. Al revés de sus dicterios sobre la democracia, su apreciación del milicaje fue durante largo tiempo más seria, llena de respeto y admiración. Borges, como su admirado Lugones, veía en ellos una casta de nobles caballeros guardapatrias, entre los que se contaban sus abuelos y bisabuelos, gloriosos coroneles de las guerras de la independencia y contra los mazorqueros de Rosas. Quizá fue esta admiración por estos entorchados mayores suyos y su hambre épica por el gesto heroico que lo llevó a Borges, desde un comienzo y por muchos años, a alabar sin tapujos morales y con exceso de verbo untuoso las dictaduras milicas de la Argentina y Chile. Y no existen muchas dudas que fue esta ciega admiración suya por ídolos que terminaron encharcados hasta el cuello con la sangre de sus víctimas propiciatorias, la que le impidió al gran Maestro, ser el primer escritor argentino en levantar la Copa del Nobel de Literatura. Y buéh... No ha de ser este el primer ni último error de mal juicio de la Kungliga Akademien för de fria konsterna. Muy suecos serán, pero también estos académicos son humanos falibles y acostumbran a meter la pata hasta más arriba de la pera. (Acaban de hacerlo otra vez este año 2016). Sin embargo – y este detalle no es tan conocido como debiera serlo- nuestro Borges supo reconocer, con unas pocas palabras inexorables, que sus admirados caballeros de uniforme, capa y espada no era sino una caterva de exterminadores sin parangón en la historia de la histeria homicida de los patrones de la latina América. Fue en abril de 1980, en plena dictadura de “los caballeros” cuando Borges declaró a “La Prensa” de Buenos Aires: “no puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos”. Poco después, firmaba sin comentarios el manifiesto redactado por Ernesto Sábato, el más respetado de sus contreras, donde se exigía respuestas del gobierno gorila por los miles de desaparecidos. Aunque Borges no volvió sobre este tema ni otros de molesta mundanalidad parecida, con esa pequeña frase y aquella firma, hizo patente que su descreimiento de la democracia para nada entrababa su irreductible compromiso con los derechos humanos y con esa fumosa libertad que debería garantirlos.
            Algo diferentes, no menos taxativas y mucho más numerosas que las de Borges fueron las opiniones sobre eso que llamamos democracia, de uno sí que recibió (esta vez con todo merecimiento) el Premio Nobel de Literatura: José Saramago. El tema fue recurrente en su reflexión política de ciudadano de su tiempo y en su obra. Decía Saramago en 1997, en Lanzarote:

Yo creo que hay que seguir creyendo en la democracia, pero en una democracia que sea de verdad. Cuando yo digo que la democracia en la que viven las actuales de este mundo es una falacia, no es para atacar a la democracia ni menos. Es para decir que esto que llamamos democracia no lo es. Y que, cuando sea, nos daremos cuenta de la diferencia. Nosotros no podemos seguir hablando democracia en plano puramente formal. Es decir, que existan elecciones, Parlamento, leyes, etc. Puede haber un funcionamiento democrático de instituciones de un país, pero yo hablo de un problema mucho más importante, que el problema del poder. Y el poder, aunque sea una trivialidad decirlo, no está en instituciones que elegimos. El poder está en otra parte.

            El lugar de residencia de ese poder del que habla Saramago, lo sabemos todos, es un Olimpo de divina ubicuidad, habitado, dice luego Saramago el año 2004 en Porto, por un puñado de desconocidos de siempre, que abandonan su modesto anonimato sólo cuando el ranking Forbes publica sus dorados nombres. Ellos son:

...los consejos de administración de las multinacionales que deciden nuestra vida. Eso lo sabemos todos, pero, en nombre de nuestra tranquilidad y conciencia cívica, nos empeñamos en creer que la democracia apenas consiste en eso que tenemos. Si esta se redujera a lo que vemos día a día, la llamaríamos de otra manera —«poder subordinado a otro poder»—, por ejemplo, pero no democracia. Vivimos en una plutocracia, porque los ricos son quienes gobiernan y viven.

            En la tradición nacional chilena este vasallaje es celebrado como un punto cumbre de nuestra democracia, cuando el gobernante o preboste de turno emprende su camino a Canossa en Casapiedra, a rendir pleitesía a bancarios y marchantes, para asegurarles lo que ellos ya saben: que no hay nada que temer. A cambio de eso, recibe como gracioso gesto de real beneplácito algún objeto masturbatorio u otro regalillo de igual valor simbólico.
            Con pasión y desesperada lucidez, Saramago insistirá una y otra vez en alumbrar con la luz de su imaginería las sombras que en el decurso turbulento de la historia han ido oscureciendo, hasta desfigurarla, la bella antigua palabra δημοκρατία, reduciéndola a una borrosa representación alegórica de su esencia, en otro mito griego de catálogo turístico. Así, un expresidente de los USA y eximio fumador de habanos, según se lee en su autobiografía, le concede a la democracia la categoría de dogma, de profesión de fe: una epifanía que despliega todo su salvífico esplendor en ese momento en que el ciudadano, el día de elecciones, deposita su voto en la urna. Para él, votar es el instante seminal en que el ritual democrático reinicia su perenne destino circular ad maiorem Dei gloriam, o gloriam Homini, según sea la parroquia del practicante.
            Acá en Chile, el alza continua de la abstención electoral, ha provocado grande inquietud en el bloque multicolor de defensores permanentes de la democracia. Ven en ello —con zozobra evidente- una merma del valor de su representatividad y por ende de su autoridad gestora. Ante este mayoritario desinterés electoral de la ciudadana plebe, se apresuran entonces a quemar incienso y elevar cantos de alabanza a esa democracia que estos prohombres han creado a imagen y semejanza de sí mismos. La ven en riesgo de descarriarse hacia otros rumbos, ignotos y, por lo mismo, contrarios o no coincidentes con sus propios afanes. No resulta sorprendente por tanto, que acá en Chile, durante los cuasi eternos períodos preelectorales que conforman nuestro ciclo de vida ciudadana coincidan romanos y cartagineses, con el mismo fervor, en su incitación al voto. Los más poéticos de entre ellos hablan de la urgente necesidad de “reencantar” al votante arisco; como si el ejercicio democrático fuera un asunto de nigromancia y ellos, los druidas encargados de mezclar las hierbas para lograr el cocimiento sanatorio que ponga fin, o al menos reduzca, esa abulia electoral.
            En ecuménica comunión, no exenta de grotesco, en los días y semanas previos a cada elección se elevan voces de todas las escuderías para inculcar al ciudadano el deber moral de concurrir a las urnas (el retintín necrológico de la palabra no es casual) y hacer uso de su intangible derecho a delegar esa submicroscópica cuota de poder que representa su voto, a alguien que casi nunca conoce, salvo por sonrientes afiches callejeros o imágenes de TV. En los días previos a cualquier elección tales rétores se apresuran, con dicción lambisca o prosopopeya académica, en reprochar la falta de conciencia cívica del que opta por la abstención electoral; los moralistas apelan a la memoria y ven en tal decisión un imperdonable desprecio ante la dura, costosa larga lucha contra el generalato por la recuperación de la democracia; los más plañideros llegan al extremo de suplicar al votante que poco o nada importa por quién se vote, sino lo importante es votar, aunque nomás sea votar nulo o garrapatear una cochinada en la papeleta. Deste modo, al reducirse el número de abstinentes, dicen, se robustece aquello que ellos llaman democracia; en ningún momento se permiten la sabia exquisitez de la duda cartesiana sobre el estado de salud de esa democracia. O se niegan a hacerlo. O no son capaces.  O no lo hacen, porque dudar significaría reconocer que hace mucho las elecciones han mutado en una vocinglera, vulgar competencia inter pares por un curul parlamentario o una desteñida banda presidencial terciada al pecho. Ya lo dijo en “El Gatopardo” Tancredi Falconeri a su tío Fabrizio Corbera, el príncipe de Salina: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie". Tal propósito se refleja con más o menos variaciones en el discurso de todos los candidatos y precandidatos que hoy prometen a ese votante esquivo un certero plan para alcanzar un “Chile más solidario y más justo”.
            El voto que decidirá si estos abnegados reciben la oportunidad de mostrar en la práctica su desinteresada vocación de servicio público, ha de ser, según se lee en muchos papeles constitucionales: libre, secreto e informado. La recia musicalidad de este puñado de calificativos, no carece de cierto encanto, pero si se los escucha bien se podrá percibir la resonancia desafinada de un huevo huero. Para ello, basta leer un boletín del Senado (5914-06) donde se explica en ese castellano de sintaxis aterradora —tan caro a los gobernantes, legisladores y/o candidatos a algo— que el sufragio libre no es más que una expresión de “libre albedrío”, y que ese sufragio sea secreto significa que la persona debe emitirlo enfrentado solo a su “conciencia ciudadana”; y será “informado” en cuanto el elector pueda acceder a los “contenidos programáticos y valóricos” que cada candidato haya tenido a bien explicar alguna vez, en alguna parte. Todo esto, en un país donde hace años fue eliminada de la curricula escolar la educación cívica, y se ha jibarizado a tamaño de ridículo el número de horas de historia y filosofía; un país donde el analfabetismo funcional de lectura y comprensión de textos superó hace mucho el 50% de la población; un país donde las tecnologías de la información y la comunicación, casi todas ellas controladas por esos otros “poderes” de los que habla Saramago, han masificado la cosificación de valores y aspiraciones personales, reduciéndolas al consumo bruto de la trivialidad en todas sus formas, incluidas las culturales y políticas. El desarrollo epidémico de las TIC no hace incierto que en un futuro previsible a los ya legendarios requisitos que debe cumplir el voto para que sea democrático, se agregue el atributo de “electrónico”. Con eso, el control del embauco será perfecto. Saramago insiste con lata pesadez: “En las sociedades modernas, que a sí mismas se llaman democráticas, el grado de manipulación de las conciencias ha llegado a un punto intolerable. Eso genera un sistema que es democrático sólo en las formas”.
            El crecimiento exponencial del consumo suntuario, ornado por delitos alta gama de los dueños del bazar, es alabado por los gestores políticos y los administradores de turno del sistema que lo genera, como inequívoca señal de progreso en todos los ámbitos del humano quehacer. No trepidan en comparar la actual autopista del “bienestar alcanzado” con las callejas sombrías del bajo medioevo en que pululábamos hace cuarenta o cincuenta años, por ahí, en alguna parte del “siglo más breve de la historia”. Melifluos, olvidan estos panegiristas recordar los cadáveres que tal progreso ha barrido bajo la alfombra por donde transitamos al futuro: no son pocos. No hablemos ahora de los delitos de lesa humanidad cometidos en nombre de la democracia. Limitémonos a lanzar una breve mirada más allá del borde del ombligo a esos bosques que ya no están o a esos mares que intranquilos nos bañan; bástenos con aspirar el perfume microparticulado que hace de Santiago una de las ciudades más contaminadas del continente; es suficiente con mirar las imágenes de la feliz cajita digital que resplandece eterna e inextinguible en el altar de cada hogar y lugar público para saber de qué “modernidad” y “bienestar” hablan los voceros de las mismas; basta con un paseo dominical por los valles y praderas de los malls encantados y encantadores; basta con hojear diarios, escuchar radios para oir o leer la sabia palabra de los hombres y mujeres públic@s sobre cualquier problema que nos ataña (entreverada siempre con la oferta de la semana con veinte por ciento de descuento por cualquier compra con la tarjeta propia). Summa summarum, para mirar cuánto hemos crecido basta con mirarnos en la ferial galería de los espejos nuestros de cada día, y mirarle el rostro a nuestro progreso y, de paso, avizorar el futuro que dejaremos en herencia a los que vienen.
            Sería una necedad suponer que la democracia misma es la culpable deste estropicio sobre el que se yergue esto que algunos llaman “prosperidad” (un otro eufemismo vaselina para suavizar la violenta penetración en nuestras vidas del capitalismo más salvaje del que se tenga memoria). Nadie, ni siquiera los más cutres de nuestros adalides antisistema, osarían inculpar al invento de la rueda por los accidentes de tránsito. Al mismo tiempo sería una bobería, digna de camisa de fuerza, pensar a fortiori que la democracia valida todo lo que haga o se deshaga en su nombre. Es por uso y abuso, que la bella palabra ha sido deformada hasta convertirla en un pobre recurso retórico con que balbuceamos nuestra incapacidad de convertir la democracia en un espacio real de desarrollo humano para todos, de civismo participativo, libre de caníbales y del mandamiento terrible del survival of the fittest; un espacio en fin, donde el Hombre sea un dios para el Hombre y no el lobo del Hombre.
            ¿Cómo habría de verse tal democracia?
            Aún no lo sabemos. Desconocemos, además, el camino conducente a ella. Pero tal ignorancia no es argumento para proclamar la no existencia de esa democracia que no conocemos, tampoco es un pretexto para justificar la miríada de tropelías infamantes que se han cometido y siguen cometiendo al amparo del fuero libertino concedido por ese “abuso de la estadística” que consiste en la mitad + 1 y chao, se acabó la discusión.  Es fácil comprender que los actuales defensores, sostenedores y gestores de tal “democracia”, corporeizados en genio y figura por el “político realista” (ese que desdeña en sus funciones públicas el uso de la imaginación e insiste en que el político con visiones debe acudir al psiquiatra o al oculista), que sólo sabe reaccionar airado ante esta abstrusa pregunta por ese algo que sólo logramos intuir en las dimensiones que nos permite nuestra cada vez más reducida facultad para fantasear con  la posibilidad de existencia de mundos mejores. Con ese inimitable tono de autoridad que caracteriza la especie de los Elegidos, estos no vacilan en anatemizar toda mención, por piccola que ella sea, que aluda a tal posibilidad. Para ello, “utopía” o “populismo” son los peores insultos con que suelen aportillar cualquier intención de algún despistado que atreva a salirse del actual guión de hierro dizque democrático, por el que ha de regirse cualquier desarrollo social y convivencia nacional. (Desde los tiempos de Espartaco el Tracio, existe una tercera palabra, peor que las dos anteriores, impronunciable por su obscenidad y prohibida por lo mismo per saecula saeculorum.)
            Sabido es que los requisitos para ser candidato a un “cargo de representación popular” en Chile son mínimos. Al parecer basta con ser chileno con derecho a voto, tener una edad que varía entre los 21 y 35 años y, en algunos casos, demostrar no haber sido condenado a pena aflictiva (¿?). A ninguno de los Elegidos se le exige ser especialmente inteligente o mostrar un mínimo nivel cultural. Tal indigencia, sin embargo, no debería ser impedimento para el siempre sano ejercicio de una proba creatividad política. Que esto es posible, basta con recordar un momento el memorable gobierno de Sancho en la ínsula de Barataria. Sólo sería deseable y de mucho agradecer que nuestros Elegidos no se esforzaran demasiado en parecer lo que no son.
            Volviendo a José Saramago, tampoco él saca de su manga un abracadabra para que eso que llamamos “democracia” deje de ser un “espejismo” o una “superstición” o “un santo en el altar” y transmute en una democracia real y efectiva, una que extienda su potestad más allá del día de elecciones, con real imperio en los movedizos territorios de la economía, la cultura y una política de verdad, una que logre comprender que la vida humana puede y debe ser algo más que una espinuda marcha cuesta arriba en dirección a su final irrenunciable. Se limita Saramago a resumir con una frase su optimista pesimismo: “Hay que inventar algo mejor”.

            La política chilena —salvo rarísimas y olvidadas excepciones - nunca ha sido pródiga en la producción de pensamiento propio, pero siempre muy diestra en el manejo de una abundosa mediocridad en la representación de sí misma en la arena de un coliseo sin esperanzas, ante un público menguante que hace mucho dejó de ilusionarse. El bombo ha sido reemplazado por el bostezo; el voto por la abstención; el interés por el hastío. Pero acaso sea justamente este inflacionario desprecio popular por la astringente ineptitud de los Elegidos, el sacudón que sea capaz de arrancar a alguno de ellos de ese marasmo en que reposan la digestión de su dieta y logre despertar su curiosidad por buscar posibles salidas de escape al círculo cada vez más vicioso y enviciado de nuestra democracia. ¿Las hay? La realidad es tan rarita, que ilógico sería que no las hubiera. Querer buscarlas y encontrarlas es otra cosa: una que requiere, al menos, una intención que hoy no se avizora en el túrbido horizonte de la política chilena.

*Publicado en “El Mostrador” el 23 de diciembre del 2016.