Sabido es que el buen Borges descreía de eso que en la
vulgata política suele llamarse democracia. La apostrofaba como “un abuso de la
estadística”. Quizá fuera este lapidario parecer suyo fruto de la influencia de
don Jorge Guillermo, su padre, un burgués abogado partidario de aquel prístino
anarquismo de Maricastaña que exigía “todo
el poder para nadie y ningún poder para todos”; o acaso fuera este desprecio
hacia la democracia, nomás una de las innúmeras chirigotas con las que nuestro
Borges acostumbraba a divertir hasta sus devotos más quejicas (entre los que me
incluyo), dichas con su tan propio y encantador tono chusco con que ninguneaba
a africanos, indios, esquimales, gramáticos, futbolistas, peronistas,
gardelianos y otros grupos sin importancia. Al revés de sus dicterios sobre la
democracia, su apreciación del milicaje fue durante largo tiempo más seria,
llena de respeto y admiración. Borges, como su admirado Lugones, veía en ellos
una casta de nobles caballeros guardapatrias, entre los que se contaban sus abuelos
y bisabuelos, gloriosos coroneles de las guerras de la independencia y contra
los mazorqueros de Rosas. Quizá fue esta admiración por estos entorchados mayores
suyos y su hambre épica por el gesto heroico que lo llevó a Borges, desde un
comienzo y por muchos años, a alabar sin tapujos morales y con exceso de verbo
untuoso las dictaduras milicas de la Argentina y Chile. Y no existen muchas
dudas que fue esta ciega admiración suya por ídolos que terminaron encharcados
hasta el cuello con la sangre de sus víctimas propiciatorias, la que le impidió
al gran Maestro, ser el primer escritor argentino en levantar la Copa del Nobel
de Literatura. Y buéh... No ha de ser este el primer ni último error de mal
juicio de la Kungliga Akademien för de fria
konsterna. Muy suecos serán, pero también estos académicos son humanos
falibles y acostumbran a meter la pata hasta más arriba de la pera. (Acaban de
hacerlo otra vez este año 2016). Sin embargo – y este detalle no es tan
conocido como debiera serlo- nuestro Borges supo reconocer, con unas pocas
palabras inexorables, que sus admirados caballeros de uniforme, capa y espada
no era sino una caterva de exterminadores sin parangón en la historia de la
histeria homicida de los patrones de la latina América. Fue en abril de 1980,
en plena dictadura de “los caballeros” cuando Borges declaró a “La Prensa” de
Buenos Aires: “no puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos
desaparecidos”. Poco después, firmaba sin comentarios el manifiesto redactado
por Ernesto Sábato, el más respetado de sus contreras, donde se exigía respuestas
del gobierno gorila por los miles de desaparecidos. Aunque Borges no volvió
sobre este tema ni otros de molesta mundanalidad parecida, con esa pequeña
frase y aquella firma, hizo patente que su descreimiento de la democracia para
nada entrababa su irreductible compromiso con los derechos humanos y con esa
fumosa libertad que debería garantirlos.
Algo
diferentes, no menos taxativas y mucho más numerosas que las de Borges fueron
las opiniones sobre eso que llamamos democracia, de uno sí que recibió (esta
vez con todo merecimiento) el Premio Nobel de Literatura: José Saramago. El
tema fue recurrente en su reflexión política de ciudadano de su tiempo y en su
obra. Decía Saramago en 1997, en Lanzarote:
Yo creo que hay que seguir creyendo en la democracia, pero en una democracia que sea de verdad. Cuando yo digo que la democracia en la que viven las actuales de este mundo es una falacia, no es para atacar a la democracia ni menos. Es para decir que esto que llamamos democracia no lo es. Y que, cuando sea, nos daremos cuenta de la diferencia. Nosotros no podemos seguir hablando democracia en plano puramente formal. Es decir, que existan elecciones, Parlamento, leyes, etc. Puede haber un funcionamiento democrático de instituciones de un país, pero yo hablo de un problema mucho más importante, que el problema del poder. Y el poder, aunque sea una trivialidad decirlo, no está en instituciones que elegimos. El poder está en otra parte.
El lugar
de residencia de ese poder del que habla Saramago, lo sabemos todos, es un
Olimpo de divina ubicuidad, habitado, dice luego Saramago el año 2004 en Porto,
por un puñado de desconocidos de siempre, que abandonan su modesto anonimato
sólo cuando el ranking Forbes publica
sus dorados nombres. Ellos son:
...los consejos de administración de las multinacionales que deciden nuestra vida. Eso lo sabemos todos, pero, en nombre de nuestra tranquilidad y conciencia cívica, nos empeñamos en creer que la democracia apenas consiste en eso que tenemos. Si esta se redujera a lo que vemos día a día, la llamaríamos de otra manera —«poder subordinado a otro poder»—, por ejemplo, pero no democracia. Vivimos en una plutocracia, porque los ricos son quienes gobiernan y viven.
En la tradición nacional chilena este vasallaje es
celebrado como un punto cumbre de nuestra democracia, cuando el gobernante o
preboste de turno emprende su camino a Canossa en Casapiedra, a rendir
pleitesía a bancarios y marchantes, para asegurarles lo que ellos ya saben: que
no hay nada que temer. A cambio de eso, recibe como gracioso gesto de real beneplácito
algún objeto masturbatorio u otro regalillo de igual valor simbólico.
Con pasión
y desesperada lucidez, Saramago insistirá una y otra vez en alumbrar con la luz
de su imaginería las sombras que en el decurso turbulento de la historia han
ido oscureciendo, hasta desfigurarla, la bella antigua palabra δημοκρατία, reduciéndola a una borrosa
representación alegórica de su esencia, en otro mito griego de catálogo
turístico. Así, un expresidente de los USA y eximio fumador de habanos, según
se lee en su autobiografía, le concede a la democracia la categoría de dogma, de
profesión de fe: una epifanía que despliega todo su salvífico esplendor en ese
momento en que el ciudadano, el día de elecciones, deposita su voto en la urna.
Para él, votar es el instante seminal en que el ritual democrático reinicia su
perenne destino circular ad maiorem Dei gloriam, o gloriam
Homini, según sea la parroquia del practicante.
Acá en
Chile, el alza continua de la abstención electoral, ha provocado grande
inquietud en el bloque multicolor de defensores permanentes de la democracia.
Ven en ello —con zozobra evidente- una merma del valor de su representatividad
y por ende de su autoridad gestora. Ante este mayoritario desinterés electoral
de la ciudadana plebe, se apresuran entonces a quemar incienso y elevar cantos
de alabanza a esa democracia que estos prohombres han creado a imagen y
semejanza de sí mismos. La ven en riesgo de descarriarse hacia otros rumbos, ignotos
y, por lo mismo, contrarios o no coincidentes con sus propios afanes. No
resulta sorprendente por tanto, que acá en Chile, durante los cuasi eternos
períodos preelectorales que conforman nuestro ciclo de vida ciudadana coincidan
romanos y cartagineses, con el mismo fervor, en su incitación al voto. Los más
poéticos de entre ellos hablan de la urgente necesidad de “reencantar” al
votante arisco; como si el ejercicio democrático fuera un asunto de nigromancia
y ellos, los druidas encargados de mezclar las hierbas para lograr el
cocimiento sanatorio que ponga fin, o al menos reduzca, esa abulia electoral.
En
ecuménica comunión, no exenta de grotesco, en los días y semanas previos a cada
elección se elevan voces de todas las escuderías para inculcar al ciudadano el
deber moral de concurrir a las urnas (el retintín necrológico de la palabra no
es casual) y hacer uso de su intangible derecho a delegar esa submicroscópica
cuota de poder que representa su voto, a alguien que casi nunca conoce, salvo
por sonrientes afiches callejeros o imágenes de TV. En los días previos a
cualquier elección tales rétores se apresuran, con dicción lambisca o prosopopeya
académica, en reprochar la falta de conciencia cívica del que opta por la
abstención electoral; los moralistas apelan a la memoria y ven en tal decisión
un imperdonable desprecio ante la dura, costosa larga lucha contra el
generalato por la recuperación de la democracia; los más plañideros llegan al
extremo de suplicar al votante que poco o nada importa por quién se vote, sino
lo importante es votar, aunque nomás sea votar nulo o garrapatear una cochinada
en la papeleta. Deste modo, al reducirse el número de abstinentes, dicen, se
robustece aquello que ellos llaman democracia; en ningún momento se permiten la
sabia exquisitez de la duda cartesiana sobre el estado de salud de esa
democracia. O se niegan a hacerlo. O no son capaces. O no lo hacen, porque dudar significaría
reconocer que hace mucho las elecciones han mutado en una vocinglera, vulgar competencia
inter pares por un curul parlamentario
o una desteñida banda presidencial terciada al pecho. Ya lo dijo en “El
Gatopardo” Tancredi Falconeri a su tío Fabrizio Corbera, el príncipe de Salina:
“Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie". Tal propósito se
refleja con más o menos variaciones en el discurso de todos los candidatos y
precandidatos que hoy prometen a ese votante esquivo un certero plan para
alcanzar un “Chile más solidario y más justo”.
El voto que
decidirá si estos abnegados reciben la oportunidad de mostrar en la práctica su
desinteresada vocación de servicio público, ha de ser, según se lee en muchos
papeles constitucionales: libre, secreto e informado. La recia musicalidad de este
puñado de calificativos, no carece de cierto encanto, pero si se los escucha
bien se podrá percibir la resonancia desafinada de un huevo huero. Para ello, basta
leer un boletín del Senado (5914-06) donde se explica en ese castellano de
sintaxis aterradora —tan caro a los gobernantes, legisladores y/o candidatos a
algo— que el sufragio libre no es más que una expresión de “libre albedrío”, y
que ese sufragio sea secreto significa que la persona debe emitirlo enfrentado
solo a su “conciencia ciudadana”; y será “informado” en cuanto el elector pueda
acceder a los “contenidos programáticos y valóricos” que cada candidato haya
tenido a bien explicar alguna vez, en alguna parte. Todo esto, en un país donde
hace años fue eliminada de la curricula escolar la educación cívica, y se ha
jibarizado a tamaño de ridículo el número de horas de historia y filosofía; un
país donde el analfabetismo funcional de lectura y comprensión de textos superó
hace mucho el 50% de la población; un país donde las tecnologías de la
información y la comunicación, casi todas ellas controladas por esos otros
“poderes” de los que habla Saramago, han masificado la cosificación de valores
y aspiraciones personales, reduciéndolas al consumo bruto de la trivialidad en
todas sus formas, incluidas las culturales y políticas. El desarrollo epidémico
de las TIC no hace incierto que en un futuro previsible a los ya legendarios
requisitos que debe cumplir el voto para que sea democrático, se agregue el
atributo de “electrónico”. Con eso, el control del embauco será perfecto.
Saramago insiste con lata pesadez: “En las sociedades modernas, que a sí mismas
se llaman democráticas, el grado de manipulación de las conciencias ha llegado
a un punto intolerable. Eso genera un sistema que es democrático sólo en las
formas”.
El crecimiento
exponencial del consumo suntuario, ornado por delitos alta gama de los dueños
del bazar, es alabado por los gestores políticos y los administradores de turno
del sistema que lo genera, como inequívoca señal de progreso en todos los
ámbitos del humano quehacer. No trepidan en comparar la actual autopista del “bienestar
alcanzado” con las callejas sombrías del bajo medioevo en que pululábamos hace cuarenta
o cincuenta años, por ahí, en alguna parte del “siglo más breve de la
historia”. Melifluos, olvidan estos panegiristas recordar los cadáveres que tal
progreso ha barrido bajo la alfombra por donde transitamos al futuro: no son
pocos. No hablemos ahora de los delitos de lesa humanidad cometidos en nombre
de la democracia. Limitémonos a lanzar una breve mirada más allá del borde del
ombligo a esos bosques que ya no están o a esos mares que intranquilos nos
bañan; bástenos con aspirar el perfume microparticulado que hace de Santiago
una de las ciudades más contaminadas del continente; es suficiente con mirar
las imágenes de la feliz cajita digital que resplandece eterna e inextinguible
en el altar de cada hogar y lugar público para saber de qué “modernidad” y
“bienestar” hablan los voceros de las mismas; basta con un paseo dominical por
los valles y praderas de los malls encantados
y encantadores; basta con hojear diarios, escuchar radios para oir o leer la
sabia palabra de los hombres y mujeres públic@s sobre cualquier problema que
nos ataña (entreverada siempre con la oferta de la semana con veinte por ciento
de descuento por cualquier compra con la tarjeta propia). Summa summarum, para mirar cuánto hemos crecido basta con mirarnos
en la ferial galería de los espejos nuestros de cada día, y mirarle el rostro a
nuestro progreso y, de paso, avizorar el futuro que dejaremos en herencia a los
que vienen.
Sería una
necedad suponer que la democracia misma es la culpable deste estropicio sobre
el que se yergue esto que algunos llaman “prosperidad” (un otro eufemismo vaselina
para suavizar la violenta penetración en nuestras vidas del capitalismo más
salvaje del que se tenga memoria). Nadie, ni siquiera los más cutres de
nuestros adalides antisistema, osarían inculpar al invento de la rueda por los
accidentes de tránsito. Al mismo tiempo sería una bobería, digna de camisa de
fuerza, pensar a fortiori que la
democracia valida todo lo que haga o se deshaga en su nombre. Es por uso y
abuso, que la bella palabra ha sido deformada hasta convertirla en un pobre
recurso retórico con que balbuceamos nuestra incapacidad de convertir la
democracia en un espacio real de desarrollo humano para todos, de civismo
participativo, libre de caníbales y del mandamiento terrible del survival of the fittest; un espacio en
fin, donde el Hombre sea un dios para el Hombre y no el lobo del Hombre.
¿Cómo habría de verse tal
democracia?
Aún no lo
sabemos. Desconocemos, además, el camino conducente a ella. Pero tal ignorancia
no es argumento para proclamar la no existencia de esa democracia que no
conocemos, tampoco es un pretexto para justificar la miríada de tropelías
infamantes que se han cometido y siguen cometiendo al amparo del fuero
libertino concedido por ese “abuso de la estadística” que consiste en la mitad
+ 1 y chao, se acabó la discusión. Es
fácil comprender que los actuales defensores, sostenedores y gestores de tal
“democracia”, corporeizados en genio y figura por el “político realista” (ese
que desdeña en sus funciones públicas el uso de la imaginación e insiste en que
el político con visiones debe acudir al psiquiatra o al oculista), que sólo
sabe reaccionar airado ante esta abstrusa pregunta por ese algo que sólo
logramos intuir en las dimensiones que nos permite nuestra cada vez más
reducida facultad para fantasear con la
posibilidad de existencia de mundos mejores. Con ese inimitable tono de
autoridad que caracteriza la especie de los Elegidos, estos no vacilan en
anatemizar toda mención, por piccola que ella sea, que aluda a tal posibilidad.
Para ello, “utopía” o “populismo” son los peores insultos con que suelen
aportillar cualquier intención de algún despistado que atreva a salirse del actual
guión de hierro dizque democrático, por el que ha de regirse cualquier
desarrollo social y convivencia nacional. (Desde los tiempos de Espartaco el Tracio,
existe una tercera palabra, peor que las dos anteriores, impronunciable por su
obscenidad y prohibida por lo mismo per
saecula saeculorum.)
Sabido es
que los requisitos para ser candidato a un “cargo de representación popular” en
Chile son mínimos. Al parecer basta con ser chileno con derecho a voto, tener
una edad que varía entre los 21 y 35 años y, en algunos casos, demostrar no haber
sido condenado a pena aflictiva (¿?). A ninguno de los Elegidos se le exige ser
especialmente inteligente o mostrar un mínimo nivel cultural. Tal indigencia, sin
embargo, no debería ser impedimento para el siempre sano ejercicio de una proba
creatividad política. Que esto es posible, basta con recordar un momento el
memorable gobierno de Sancho en la ínsula de Barataria. Sólo sería deseable y
de mucho agradecer que nuestros Elegidos no se esforzaran demasiado en parecer
lo que no son.
Volviendo
a José Saramago, tampoco él saca de su manga un abracadabra para que eso que
llamamos “democracia” deje de ser un “espejismo” o una “superstición” o “un
santo en el altar” y transmute en una democracia real y efectiva, una que
extienda su potestad más allá del día de elecciones, con real imperio en los
movedizos territorios de la economía, la cultura y una política de verdad, una
que logre comprender que la vida humana puede y debe ser algo más que una
espinuda marcha cuesta arriba en dirección a su final irrenunciable. Se limita
Saramago a resumir con una frase su optimista pesimismo: “Hay que inventar algo
mejor”.
La
política chilena —salvo rarísimas y olvidadas excepciones - nunca ha sido
pródiga en la producción de pensamiento propio, pero siempre muy diestra en el
manejo de una abundosa mediocridad en la representación de sí misma en la arena
de un coliseo sin esperanzas, ante un público menguante que hace mucho dejó de
ilusionarse. El bombo ha sido reemplazado por el bostezo; el voto por la
abstención; el interés por el hastío. Pero acaso sea justamente este inflacionario
desprecio popular por la astringente ineptitud de los Elegidos, el sacudón que
sea capaz de arrancar a alguno de ellos de ese marasmo en que reposan la
digestión de su dieta y logre despertar su curiosidad por buscar posibles
salidas de escape al círculo cada vez más vicioso y enviciado de nuestra
democracia. ¿Las hay? La realidad es tan rarita, que ilógico sería que no las
hubiera. Querer buscarlas y encontrarlas es otra cosa: una que requiere, al
menos, una intención que hoy no se avizora en el túrbido horizonte de la
política chilena.
*Publicado en “El
Mostrador” el 23 de diciembre del
2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario