29 de octubre de 2012

CONFIESO QUE HE VOTADO


CONFIESO QUE HE VOTADO

Consummatum est.
Acabo de regresar del Liceo Augusto d’Halmar de Ñuñoa: lugar de votación en las chilenas elecciones comunales deste año. Confieso que he votado con una acibarada mezcla de frustración, autocompasión y bronca. También con una considerable pizca de asco. Acaso lo hice en ejercicio de una de esas tantas supersticiones de las que somos prisioneros desde que nos nacieron, o guiado quizá por esa misma falta de imaginación que durante más de once siglos llevó a los siervos de la gleba a ahinojarse frente a su señor y el obispo, para reconocer así, en y ante ellos, la única forma posible de convivencia social a la que podían aspirar en su miserable y terrenal vida. Con seguridad hay otros muchos motivos de origen igualmente difuso en mi inconsciencia histórica que, nolens volens, me llevaron esta espléndida (y rápidamente podrida) mañana de domingo a cumplir con mi parte de monaguillo triste en esta misa negra con que nuestra mal llamada democracia celebra sus impudicias disfrazadas de virtudes. De lo único que estoy seguro (valga esto a modo de excusa repetida) es que no voté por alguien, sino solamente en contra de alguien: un neanderthalensis con aspiraciones de sapiens.

Ciertamente esta excusa no logra justificar mi participación en un rito que ha mucho se vació de contenidos para quedar en lo que ahora es: un mal guiñol sin luces ni gracia. Todos sabemos de sobra que desde la kafkiana metamorfosis de la democracia en mercado, el votante es ahora sólo un consumidor al que se debe convencer de las bondades de un producto que alguna vez se llamó esperanza y hoy se llama candidato. Las ofertas programáticas (si es que podemos llamarlas así) tienen la consistencia y el peso de un flato revenido. La vacuidad de los slogans que en vísperas de esta “fiesta democrática” (así el imaginativo tropo del subsecretario de los sobreprecios) daba cuenta de esta mutación es simplemente sobrecogedora. “¡Aquí estoy!”, “¡Siempre contigo!”, “¡Vamos por más!”,  “¡Te lo firmo y te lo cumplo!”, “¡Junto a ti las veinticuatro horas”, ¡Tú me conoces!”. La lista es larga. Ya se ha escrito bastante sobre la abrumadora estadística de estos eructos mentales (que en verdad deben leerse como un psicograma de curvas rojas), pero con seguridad aún no logramos entender su patología.

¿Por qué, a pesar de tal espeluzno con que se nos muestra esta “democracia”, insistimos en aferrarnos a su culto?

¿Por qué, cuando se trata de entonar el canto de sirenas con que Circe nos invita al naufragio de esta democracia en que navegamos, armonizan en perfecto dúo, voces tan disímiles como la del esclarecido Cristian Warnken con la del templario Gonzalo Rojas (el Otro, el Falso)? ¿Por qué el fresco trino incendiario de Camila Vallejo se funde en una sola nota con el rebuzno troglodita de un tal Moreira?  

¿Por qué pervive esa curiosa coralidad con que tirios y troyanos elevan sus ditirambos a esta farsa de expresión soberana del ciudadano “libre”?

No hago más que repetir algunas de las muchas preguntas que ya se han hecho y siguen haciendo otros más ilustrados e indignados, que en número creciente comienzan a descubrir que el Rey está desnudo, por mucho que él y sus cortesanos afirmen lo contrario. Mucho me temo que las respuestas a estas interrogantes, se encuentran más en las aproximaciones cognitivas de Levi-Strauss o Mircea Eliade a nuestros oscuros cultos ancestrales, antes que en los pretendidos racionalismos de la sociología o las ciencias políticas.

Ideada apenas hace dos mil años como una dinámica posibilidad del desarrollo humano compartido, la democracia hace tiempo que se ha empantanado en los cenagales del descrédito y la impotencia al que la han empujado los verdaderos dueños del poder. Otra esperanza humana petrificada en dogma. Otra audacia del pensamiento transmutada en estampita religiosa con forma de voto.

Entre los cultores de esta moderna superstición llamada democracia, no pocos se empecinan en afirmar que ella es el sistema político menos malo, o al menos tiene esa camaleónica capacidad de renovar el maquillaje con que actúa. (Lo “menos malo” sigue siendo malo y por lo mismo no puede impedir el desafío de la búsqueda de “algo mejor”).

Sobre esto recuerdo lo que me decía al respecto una buena conocida alemana (digamos, una amiga cercana del tercer tipo). Mientras el país existió, ella fue una apasionada, estricta y fiel militante del partido que gobernó casi 40 años la RDA (un paisito bien conocido por algunos de nuestros actuales prohombres y promujeres públicas). Después de la caída del Muro de Berlín, esta amiga, por obra y gracia del birlibirloque de la buena oportunidad, se transformó en apasionada, estricta y fiel militante de otro partido, en todo diferente, al que había servido en su vida anterior. Cuando tocábamos ese (y otros objetos menores que no vienen al caso), ella, con mucho gracejo me decía mimosa: “Las elecciones en el socialismo eran carreras donde corría un solo caballo. Las elecciones en la democracia, en cambio, son carreras donde corren muchos caballos, pero todos son del mismo dueño”.

Después de depositar mi voto, al abandonar el Liceo Augusto d´Halmar de Ñuñoa, (con el cachito de cola que me queda entre las piernas), se me vino a la cabeza esa frase final de la obra “Marat-Sade” de Peter Weiss. (En rigor, la obra se llama: “Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral del hospicio de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade).

En este final teatral, la figura del revolucionario Jacques Roux (representada por un erotómano), con la camisa de fuerza anudada a su espalda, mientras los enfermeros lo arrastran fuera, grita desesperado al público: “¡Cuándo vais a comprender! ¡Cuándo vais a comprender!”.

Naturalmente yo no dije ni grité nada. Yo no tengo el valor de Roux (y en lo que respecta a la erotomanía, el trapo ya no me da ni siquiera para imaginarme muchas cosas). De haberlo hecho, los milicos (¿qué hacía allí esa manada en traje de combate?) me habrían interpelado con su modus habitual. Por lo tanto, me vine simplemente a casa a beber una cerveza (prohibida estrictamente por nuestra virtud republicana en días de elección).

Con la lata en la mano, mirando la majestuosa montaña que nos dio por baluarte el Señor, me resigné pues, a suspirar estas líneas.

 
NOTABENE.

Al cierre de esta edición me entero que en la región metropolitana un trío de damas (que gozan de toda mi simpatía – no las conozco, así es que no puedo decir más) acaban de desbancar a un duro trío macho de nuestro pleistocénico más reciente. Me alegro por ello. Tal operación de limpieza sin embargo, no invalida mis líneas anteriores. La extirpación ocasional de verrugas en el rostro de la democracia, no logra paliar y mucho menos mejorar el gangrenosum que la devora por dentro. Vale.   

 

 

 

 

10 de octubre de 2012

VOTAR POR BOTAR


VOTAR POR BOTAR

Me entero que en este país llamado Chile, en algún domingo próximo deste mes de octubre se realizan elecciones para elegir alcaldes y concejales de los gobiernos comunales. A primera vista se trata (al menos eso afirman, con sospechosa vehemencia, la contitusión bolítica de la repúvlica[1], los medios de comunicación, y por supuesto los propios candidatos) de expresar una voluntad política a través de un voto supuestamente informado, directo y secreto. Un ejercicio de democracia del pueblo soberano, dicen. Tras la eufonía de la expresión se esconde aviesa, una cacofonía falsaria. Se trata en verdad de un simple mecanismo indirecto con que los administradores del mercado y su sistema se aseguran que se produzcan todos los cambios políticos necesarios para que todo siga igual. (Gatopardo se llama esta bestia siemprerediviva).
El llamado voto informado, directo y secreto es sólo otra forma de “McDonald´s happy box”, la “cajita feliz de McDonald”, con que se accede a la “voluntad popular” de una masa electoral que hace mucho dejó de ser informada, para ser ahora simplemente manipulada. Al emitir su voto, el ciudadano elector entrega a un perfecto desconocido parte principal de su potestad personal de discernir y actuar sobre asuntos que le incumben. Y lo hace a cambio de nada. (A menos que se crea que lo que pregonan los afiches de supermercado con que se presentan los candidatos, son verdades celestiales).
El acto democrático en su quimérica versión aristotélica es el acto de un hombre libre. Espécimen que muy difícilmente se puede encontrar en una masa aherrojada a un sistema de mercado y mercadeo que ha hecho (y perfeccionado) de la estulticia y el engaño una fuente inagotable de su poder.
Hablando de esto, José Saramago dijo alguna vez que: “El poder real hoy es el económico, que es lo que verdaderamente gobierna al mundo. Pero los ciudadanos no tienen acceso, ni directo ni indirecto a ese poder, ya que su voto no define las políticas económicas. ¿Cómo podemos, entonces, seguir hablando de democracia si no tenemos los instrumentos para controlar ese poder? La democracia se convirtió en el instrumento de dominio de los grandes grupos económicos”.
Si miramos en nuestro redor ¿quién podría desmentir hoy en este país a Saramago?
Hablando sobre lo mismo, Leopoldo Lugones, un poeta que políticamente nada en común tenía con Saramago, decía hace ochenta años: entre una democracia mayoritaria y una verdadera hay la misma diferencia que entre la prostitución y el amor”.
Sería monótono seguir con citas semejantes de otros notables sobre la degeneración y envilecimiento de la idea esencial de eso que insistimos en llamar democracia. (A propósito, con suspirosa melancolía, me recuerdo  de esa bella consigna ácrata que exige “todo el poder para nadie y ningún poder para todos”).
Sin embargo, a pesar de toda mi bronca histórica y política conmigo y con mi tiempo, el domingo de las elecciones acudiré a votar. Pero votaré sólo para aportar a botar al actual esperpento regente de esta comuna en la que vivo. (Creo que es Ñuñoa o Providencia o Viña del Mar u otra parecida). No votaré por alguien, sino en contra de alguien. Por cierto no existe la más mínima garantía que a este esperpento no lo suceda otro u otra de igual catadura, pero debo reconocer que aun palpita en mí, débil, la cada vez más frágil  esperanza de vislumbrar aunque nomás sea a la distancia, una llamita de decencia en este túnel de la obscenidad política en que nos encontramos. ¿O sólo es un fuego fatuo?



[1] Las faltas ortográficas evidencian que se trata de un documento que requiere de manera urgente una corrección a fondo.