CONFIESO QUE
HE VOTADO
Consummatum est.
Acabo de regresar del Liceo Augusto d’Halmar de Ñuñoa: lugar de
votación en las chilenas elecciones comunales deste año. Confieso que he votado
con una acibarada mezcla de frustración, autocompasión y bronca. También con una
considerable pizca de asco. Acaso lo hice en ejercicio de una de esas tantas
supersticiones de las que somos prisioneros desde que nos nacieron, o guiado quizá
por esa misma falta de imaginación que durante más de once siglos llevó a los
siervos de la gleba a ahinojarse frente a su señor y el obispo, para reconocer
así, en y ante ellos, la única forma posible de convivencia social a la que
podían aspirar en su miserable y terrenal vida. Con seguridad hay otros muchos
motivos de origen igualmente difuso en mi inconsciencia histórica que, nolens volens, me llevaron esta
espléndida (y rápidamente podrida) mañana de domingo a cumplir con mi parte de
monaguillo triste en esta misa negra con que nuestra mal llamada democracia
celebra sus impudicias disfrazadas de virtudes. De lo único que estoy seguro
(valga esto a modo de excusa repetida) es que no voté por alguien, sino
solamente en contra de alguien: un neanderthalensis
con aspiraciones de sapiens.
Ciertamente esta excusa no logra justificar mi participación en un
rito que ha mucho se vació de contenidos para quedar en lo que ahora es: un mal
guiñol sin luces ni gracia. Todos sabemos de sobra que desde la kafkiana
metamorfosis de la democracia en mercado, el votante es ahora sólo un
consumidor al que se debe convencer de las bondades de un producto que alguna
vez se llamó esperanza y hoy se llama candidato. Las ofertas programáticas (si
es que podemos llamarlas así) tienen la consistencia y el peso de un flato
revenido. La vacuidad de los slogans que
en vísperas de esta “fiesta democrática” (así el imaginativo tropo del
subsecretario de los sobreprecios) daba cuenta de esta mutación es simplemente
sobrecogedora. “¡Aquí estoy!”, “¡Siempre
contigo!”, “¡Vamos por más!”, “¡Te lo firmo
y te lo cumplo!”, “¡Junto a ti las veinticuatro horas”, ¡Tú me conoces!”. La
lista es larga. Ya se ha escrito bastante sobre la abrumadora estadística de
estos eructos mentales (que en verdad deben leerse como un psicograma de curvas
rojas), pero con seguridad aún no logramos entender su patología.
¿Por qué, a pesar de tal espeluzno con que se nos muestra esta “democracia”,
insistimos en aferrarnos a su culto?
¿Por qué, cuando se trata de entonar el canto de sirenas con que Circe
nos invita al naufragio de esta democracia en que navegamos, armonizan en perfecto
dúo, voces tan disímiles como la del esclarecido Cristian Warnken con la del
templario Gonzalo Rojas (el Otro, el Falso)? ¿Por qué el fresco trino
incendiario de Camila Vallejo se funde en una sola nota con el rebuzno troglodita
de un tal Moreira?
¿Por qué pervive esa curiosa coralidad con que tirios y troyanos
elevan sus ditirambos a esta farsa de expresión soberana del ciudadano “libre”?
No hago más que repetir algunas de las muchas preguntas que ya se han
hecho y siguen haciendo otros más ilustrados e indignados, que en número
creciente comienzan a descubrir que el Rey está desnudo, por mucho que él y sus
cortesanos afirmen lo contrario. Mucho me temo que las respuestas a estas
interrogantes, se encuentran más en las aproximaciones cognitivas de
Levi-Strauss o Mircea Eliade a nuestros oscuros cultos ancestrales, antes que en los pretendidos
racionalismos de la sociología o las ciencias políticas.
Ideada apenas hace dos mil años como una dinámica posibilidad del
desarrollo humano compartido, la democracia hace tiempo que se ha empantanado
en los cenagales del descrédito y la impotencia al que la han empujado los
verdaderos dueños del poder. Otra esperanza humana petrificada en dogma. Otra
audacia del pensamiento transmutada en estampita religiosa con forma de voto.
Entre los cultores de esta moderna superstición llamada democracia, no
pocos se empecinan en afirmar que ella es el sistema político menos malo, o al
menos tiene esa camaleónica capacidad de renovar el maquillaje con que actúa. (Lo
“menos malo” sigue siendo malo y por lo mismo no puede impedir el desafío de la
búsqueda de “algo mejor”).
Sobre esto recuerdo lo que me decía al respecto una buena conocida
alemana (digamos, una amiga cercana del tercer tipo). Mientras el país existió,
ella fue una apasionada, estricta y fiel militante del partido que gobernó casi
40 años la RDA (un paisito bien conocido por algunos de nuestros actuales prohombres
y promujeres públicas). Después de la caída del Muro de Berlín, esta amiga, por
obra y gracia del birlibirloque de la buena oportunidad, se transformó en apasionada,
estricta y fiel militante de otro partido, en todo diferente, al que había
servido en su vida anterior. Cuando tocábamos ese (y otros objetos menores que
no vienen al caso), ella, con mucho gracejo me decía mimosa: “Las elecciones en el socialismo eran
carreras donde corría un solo caballo. Las elecciones en la democracia, en
cambio, son carreras donde corren muchos caballos, pero todos son del mismo
dueño”.
Después de depositar mi voto, al abandonar el Liceo Augusto d´Halmar
de Ñuñoa, (con el cachito de cola que me queda entre las piernas), se me vino a
la cabeza esa frase final de la obra “Marat-Sade” de Peter Weiss. (En rigor, la
obra se llama: “Persecución y asesinato
de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral del hospicio de Charenton
bajo la dirección del Marqués de Sade”).
En este final teatral, la figura del revolucionario Jacques Roux
(representada por un erotómano), con la camisa de fuerza anudada a su espalda, mientras
los enfermeros lo arrastran fuera, grita desesperado al público: “¡Cuándo vais a comprender! ¡Cuándo vais a
comprender!”.
Naturalmente yo no dije ni grité nada. Yo no tengo el valor de Roux (y
en lo que respecta a la erotomanía, el trapo ya no me da ni siquiera para
imaginarme muchas cosas). De haberlo hecho, los milicos (¿qué hacía allí esa
manada en traje de combate?) me habrían interpelado con su modus habitual. Por
lo tanto, me vine simplemente a casa a beber una cerveza (prohibida
estrictamente por nuestra virtud republicana en días de elección).
Con la lata en la mano, mirando la majestuosa montaña que nos dio por
baluarte el Señor, me resigné pues, a suspirar estas líneas.
NOTABENE.
Al cierre de esta edición me entero que en la región metropolitana un
trío de damas (que gozan de toda mi simpatía – no las conozco, así es que no
puedo decir más) acaban de desbancar a un duro trío macho de nuestro
pleistocénico más reciente. Me alegro por ello. Tal operación de limpieza sin
embargo, no invalida mis líneas anteriores. La extirpación ocasional de verrugas
en el rostro de la democracia, no logra paliar y mucho menos mejorar el
gangrenosum que la devora por dentro. Vale.